POR LAS DUDAS
Palomillas
Un nuevo relato de Elvira Navarro para deleite de los lectores de ABC Cultural
Doble vida, por Elvira Navarro

Al principio vio revolotear tres. La temperatura había bajado, se acercaba un frente frío y pensó que las palomillas habían nacido prematuras por culpa del caluroso abril y que ahora se guarecían en su cuarto.
Solía dejar el balcón abierto. Nunca habían acudido ... más de una o dos palomillas, siempre en verano y buscando la luz de la lámpara hasta quemarse o cegar esos ojos sin cara que se estrellaban contra el vidrio candente. Pero esta vez la habitación había estado todo el tiempo a oscuras. Y no eran sólo tres palomillas alborotadas, como había creído al principio. Al azar la vista hacia el techo, comprobó que había muchas más repartidas en las esquinas.
Los insectos buscan lugares frescos y tranquilos para morir, pero eso también ocurre en verano, cuando el sol cae sin piedad sobre agonías minúsculas a las que un extraño instinto les dicta guarecerse en la sombra para mover sus patitas boca arriba con lentitud creciente. Aunque el estío aún quedara lejos, tal vez esas palomillas se habían refugiado allí para fallecer tranquilamente. Esta hipótesis, a la que en verdad no dio crédito, acudió a su cabeza al percatarse de que había, al menos, una decena de ellas muertas por el suelo, casi todas a los pies de su cama, como si sus ínfimos cerebros de insecto hubieran intuido que la cama era el lugar más adecuado para perecer. En realidad, ya sabía lo que estaba pasando, pero se negaba a admitirlo. Aquel reguero fúnebre también la hizo pensar en la fugacidad de la vida.
Aquel reguero fúnebre también la hizo pensar en la fugacidad de la vida
Cuando se hizo de noche y las farolas de la calle se encendieron, abrió la segunda puerta del balcón, alzó la persiana hasta arriba y salió de su dormitorio con la esperanza de que las palomillas se fueran a la calle atraídas por la luz de las farolas. Preparó la cena para sus hermanas y su padre, luego se quedó en el salón a pesar de que detestaba aquel programa de la tele donde otros insectos, aunque esta vez gigantes y de trapo, preguntaban imbecilidades a algún invitado.
Transcurrieron casi dos horas y volvió a su habitación, que seguía llena de palomillas volando o posándose en el techo. Aún se empecinó en que procedían de fuera. Decidió dormir con el balcón abierto para que salieran hacia las luces de la calle, si bien con el frío que ya empezaba a arreciar -decían que las temperaturas iban a caer más de quince grados durante la madrugada- no tenía ningún sentido seguir pensado que aquel enjambre iba a abandonar su dormitorio. Pero sí podía suceder que sucumbieran todas: aquellos animalitos no sobrevivían con temperaturas tan bajas.
Sacó un par de mantas y las extendió sobre la cama; a continuación buscó un pijama de felpa y se lo puso mientras tiritaba. Apagó la luz con un montón de palomillas reposando en las esquinas, muy quietas. Durmió mal, con la impresión de que no podía abrir la boca para que ninguna aterrizara en su lengua buscando calor, de que respiraba el polvillo de sus alas, de que iba a despertarse cubierta de pequeños cadáveres porque continuarían acudiendo allí desde la calle para morir calentitas.
Se puso en pie al amanecer. En efecto, sobre las mantas y el suelo había un montón de bichitos muertos, aunque eran todavía más los que seguían vivos. Abrió cajones y miró detrás de los muebles para averiguar dónde habían anidado. No encontró nada. Escrutó con atención todas las estanterías, que cubrían buena parte de las paredes. Estaban llenas de libros. En una de ellas vio el origen de aquella invasión: un paquete abierto, y olvidado, de higos secos, ahora cuajado de gusanos.
La parte de la biblioteca infestada era la que albergaba los libros que ella más amaba
Lo lanzó por el balcón con asco. Luego se fijó en un par de larvas que avanzaban por los lomos de los libros donde habían estado apoyados los higos. Sacó varios y comprobó que, en la parte de las páginas, había una pelusilla que era como una baba, sobre la que las palomillas habían puesto infinidad de huevos. Muchos habían eclosionado, y las larvas movían sus cabecitas, como si la saludaran.
La parte de la biblioteca infestada era la que albergaba los libros que ella más amaba. Le pareció que a las palomillas las dirigía una voluntad maligna, pues no hubo un solo clásico a salvo. Barajó llevarlos a algún lugar para que los desinfectaran, pero era demasiado aprensiva. Si los rociaban con químicos, no los volvería a leer. Tendría miedo de poner los dedos sobre alguna sustancia tóxica. Limpiarlos era imposible por la cantidad de huevos, miles, que aquellas palomillas le habían dejado como regalo.
Tiró a Dostoievski, a Tolstói, a Flaubert, a Woolf, a Borges. Luego siguió con las estanterías cercanas, y más tarde con las demás. Tardó horas en vaciar las baldas, y cuando ya no quedó un solo libro, notó cómo algo se abría paso en su garganta, algo vivo que se le pegó al cielo de la boca. Sacó aquello con los dedos: era una palomilla.
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