relatos de viajes
Ítaca no vende, la 'Odisea' no está de moda
Las agencias, para atraer al nuevo turista, comercian con aquello que se puede entender rápidamente en una imagen, lo 'fotografiable'
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![Desembarco de turistas en la playa de Afales](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/07/23/fotomaraJose.jpg)
Ítaca no vende, ni siquiera en Grecia. Existen, por supuesto, viajes organizados desde Atenas y otros lugares, pero Ítaca se disuelve como un azucarillo en su propio mar, incluida en el paquete abstracto de 'Crucero por las Islas Jónicas' Las agencias, para atraer al ... nuevo turista, comercian con aquello que se puede entender rápidamente en una imagen; lo 'fotografiable': color y experiencias. La historia y la mitología han pasado a un segundo plano, no digo ya la literatura.
El Jónico y sus islas alineadas en la costa oeste de la península helénica, fueron el laberinto de agua de los amores de Ulises. Colonizadas en el siglo VIII a.C. por los corintios, y luego unidas a los atenienses, alianza que provocó la guerra del Peloponeso, estas islas fueron en su día un destino de veraneo para los romanos, a los que les encantaba recordar, sentados a la sobra de las higueras, a los héroes legendarios de la 'Ilíada' y a las seductoras mujeres de Odiseo. Unos amoríos que finalizan entre estas islas, cuando Ulises, capitán sin barco ni tripulación, más conradiano que homérico, es empujado por las olas hasta el reino de los feacios, exhausto y tras haberse zafado del amoroso abrazo de Calipso primero, y del terrible abrazo de Caribdis después.
«Si esta isla fuera mía, pensé citando a Lord Byron, enterraría aquí́ todos mis libros y no me iría nunca más»
En Corfú, Kerkyra para los griegos, Esqueria para Homero, ya nadie recuerda el encuentro entre el héroe y la joven Nausicaa, y en la playa donde ella se enamoró de aquel hombre desnudo, se levanta hoy un chiringuito en el que, bajo juramento de Manolis, mi taxista, fríen las mejores sardinas de todo el Jonio. Hacía frío aquel febrero en el que llegué a Corfú, por lo que el chiringuito estaba cerrado y nunca pude averiguar la verdad, así que le pedí que me esperara con la calefacción encendida, me subí el cuello del Barbour hasta las orejas y me descalcé.
Caminé unos minutos por la orilla envuelta en un cielo húmedo y oscuro, recogí unos cantos rodados que brillaban bajo la amenaza de tormenta y me llené el bolsillo izquierdo con un puñado de arena. Cuando el motor volvió a arrancar, llovía suavemente sobre la playa de Ermones borrando una vez más las huellas de Nausicaa y Ulises. «Si esta isla fuera mía, pensé citando a Lord Byron, enterraría aquí́ todos mis libros y no me iría nunca más». No podía saberlo entonces, pero aquella mañana los dioses habían trazado para mí un plan homérico: «Alcanzarás finalmente las playas de Ítaca, trescientos setenta y nueve días después de decir adiós a Ulises en Corfú, pero mucho más sola: sin tripulación, ni esperanza de amor, ni compañía; con un deseo extraño de no querer llegar nunca a tu destino».
No parece probable que el héroe abandonara Corfú para reencontrar, en Ítaca, a su amada Penélope, aunque hay cientos de interpretaciones. Lo que sí es posible es evocar el último trecho de su vuelta a casa: Ítaca se halla a menos de 100 millas náuticas de Corfú y el viaje en ferry permite hacer parada en Paxos y en Antipaxos. En mi caso, el paso obligado fue Leúcade, Lefkada para los griegos, la tumba de la poetisa Safo, cuyas playas no son de arena, sino de hermosas y rotundas piedras blancas que desafían al bañista a buscar el camino menos doloroso para llegar hasta sus orillas. En realidad, las piedras y el dolor definen esta isla llamada así, leukós, 'blanca' por sus acantilados, que se elevan como espuma petrificada en la costa sur.
No necesitaba mirar nada más porque ya tenía lo que había venido a buscar
Desde allí jugaban con la gravedad los dioses heridos de amor, entre ellos la mismísima Venus que, aconsejada por Apolo, saltó desde la punta más alta emergiendo con las heridas de amor milagrosamente cauterizas por el salitre. «De esta manera se inauguraba el salto sagrado, previo pago y para satisfacción de los sacerdotes leocadios que, para asegurar el negocio y no quedarse sin clientela, habían tejido unas redes que amortiguaban la caída al vacío de los más desesperados». El altavoz del ferri se apagó con un pitido ensordecedor. El guía había contado con profesional desapasionamiento la historia a los turistas de esa mañana que, apiñados en la regala del crucero, guardábamos silencio. Por la amura de estribor, al doblar uno de los acantilados, apareció, a menos de una milla, el famoso faro de Leúcade, testigo del último vuelo de Safo.
Aunque no faltan los optimistas que aseguran que, como una Venus mortal, la poetisa logró salir sana y salva y regresar a Lesbos, donde envejeció perfeccionando en versos la lira de Apolo. Todo eso estaba muy bien, pero adonde yo quería llegar era a Ítaca, y todavía dudaba de que realmente mi barco fuese a llevarme hasta allí.
La mañana había comenzado con lentitud mediterránea: «Le espero con el taxi a las siete junto a la iglesia de Ayos Minas». Sentada en el escalón del portón cerrado, el café frapé, me sabía a gloria. La dueña de la confitería Olimpos me saludaba cada diez minutos sonriendo desde el otro extremo de la calle desierta. Por fin, a las ocho menos cuarto, el taxista apareció. Dicharachero, me ofreció el segundo café de la mañana, que había comprado para mí: «No es bueno desayunar solo. No es bueno para la salud», sentenció, mientras conducía sorbiendo ruidosamente la pajita. Le expliqué, mirando el reloj, que tenía prisa y que íbamos al puerto de Nydri, a unos veinte minutos al sur de la capital, pues mi idea era llegar a Ítaca.
El taxista dejó de chupar su café helado y me observó con la misma curiosidad con la que los sacerdotes leocadios mirarían a los desesperados justo antes de saltar. «¿Ítaca? Allí no hay nada. ¡Nada! Ve a Cefalonia, que es grande y se come de maravilla, o a Skorpios, la isla de Onassis. O mejor, quédate aquí, en mi Lefkada, la más hermosa». Abría los brazos soltando peligrosamente el volante. Yo le escuchaba con la misma sonrisa obstinada que tendrían los enamorados con un pie ya fuera del acantilado. «Es que estoy buscando a Ulises; a Odiseo. La 'Odisea' de Homero» ¿You understand?»El griego se encogió de hombros y siguió saboreando su café. Hay saltos de amor que un taxista no puede impedir.
El puerto de Nydri estaba a rebosar. En el muelle, los capitanes de los más de veinte ferris que conté a ojo, se alineaban con sus mesitas de plástico vendiendo las entradas a los centenares de turistas que esperaban pacientes su turno. Todos, más o menos, ofrecían lo mismo, así que decidí comprar los billetes en el lado opuesto del puerto, en una oficina que parecía estar vacía. Al entrar entendí por qué: al otro lado de una ventanilla cubierta de metacrilato amarillento, una señora hablaba por teléfono. Me vio entrar, se puso el auricular en el pecho y me hizo un gesto de urgencia con la cabeza. «Ítaca», respondí. Ella, sin soltar el teléfono, sacó un mapa arrugado que me enseñó pegándolo mucho al metacrilato. Las islas jónicas parecían tener una enfermedad hepática. Me señaló un punto indeterminado.
«Desde aquí no puedes ir a Ítaca. Tienes que bajar aún más hasta el puerto de Vassiliki. Allí compras el billete del ferri, pasas una noche en Vathy y vuelves al día siguiente». Consultó su reloj. «Pero ya no llegas a tiempo. El último barco acaba de salir». Luego volvió a su conversación. Una pésima viajera habría sido yo si me hubiese rendido entonces. Salí deslumbrada de aquella cueva de mal augurio y observé los cruceros alineados en el muelle, eligiendo aquel cuyo vendedor de tiques iba vestido de capitán de navío, con la gorra y todo. Compuse una amplia sonrisa y pronuncié la palabra mágica: «¿Ítaca?». El supuesto capitán, orondo y afable asintió: «Ne, ne, fysiká. Te llevaré a la más hermosa playa de Ítaca. Son 45 euros. Puedes pagar con tarjeta».
Lejos de Ítaca
En el ferri, enorme y moderno, de tres plantas, la única extranjera era yo. Los demás eran griegos, o más concretamente, griegas: aparte de unos pocos matrimonios con sus hijos y algún grupo de jóvenes, lo destacado de aquel crucero eran los numerosos grupos de amigas, señoras de buen ver y mediana edad, con sus sombreros llamativos, y sus 'kaftanes' de flores, parloteando alegres mientras se untaban un poco más de crema solar bajo las enormes gafas de sol Gucci.
Poco más sabía yo de aquel crucero. Miraba el folleto escrito en griego tratando de encontrar alguna palabra que me sonara, pero no. Me arrepentí de haber escogido ciencias mixtas en el instituto. Mierda. ¿De qué me sirven ahora? Saber la vida y funcionamiento de los platelmintos, que en su momento me apasionaba, me pesaba hoy como un fardo.
Eran las diez de la mañana y el crucero regresaba a Nydri a la seis de la tarde. Decidí ponerme en manos de los dioses, subir a la cubierta superior, tumbarme al sol, y en todo caso, saltar por la borda y llegar nadando si pasábamos cerca de Ítaca. Comenzó el recorrido en la playa de Egremni: «Disfruten de su primera parada de baño del día en esta famosa playa. Tienen media hora —atronó el altavoz—, después nos dirigiremos a Porto Katsiki para tomar algunas fotos y más tarde nadar mientras estamos amarrados en alta mar». El ferri se aproximó, imponente, a la primera cala hundiendo su enorme proa en los guijarros de la orilla. Desde arriba, observé cómo se abrían las compuertas y bajaban, entusiasmados, los bañistas.
En un esfuerzo romántico, quise pensar que así llegarían los trirremes aqueos a Troya, pero aquello se parecía bastante más a las fotos de Capa del D-Day en Normandía. Continuamos periplo hasta el pueblo costero de Fiskardo, en la isla de Cefalonia. Ahí el tiempo otorgado era de una hora y media para comer y hacer compras en sus tiendecitas pintorescas. Sentada a la sombra de un techo de paja, en uno de los restaurancitos pesqueros, el retsina frío me trajo el recuerdo de otros viajeros y otras aventuras griegas. Me encontraba aquí tan sola como en aquel viaje a Mani, donde al menos tenía a quién aferrarme: al odio de Penélope, a la melancolía de Nausicaa, a la sensualidad de Circe. Le escribí un SMS imaginario a Ulises, que andaba disfrutando de otros amores y otros mares: «Cerca de Ítaca, vida mía. Aunque me temo que hoy, en sus playas, ni mi perro me reconocería».
Tras la pausa para comer, volvimos a subir al barco. «Next station, Ítaca» atronó el altavoz. No me lo podía creer. Le habría dado un beso al griego vestido de falso capitán, pero me contuve. En la cubierta superior, bajo el toldo azul, un grupo de mujeres entonó, casi en un susurro, un cántico triste. Imposible entender lo que decían, pero su música sonaba ancestral, con algo del crujir de los cantos rodados en la orilla y otro tanto del choque de maderas de las piezas de un telar.
Echada en el puente, obedeciendo a Kavafis, trataba de disfrutar del camino. Un collar de elevaciones cubiertas de vegetación circundaban nuestro lento avance bajo un cielo febril, semejante a una nube de vapor caliente sobre un mar deslumbrante, carbunclo líquido y azul, como si el color se hubiese derramado de arriba abajo. El contraluz de la tarde era tan fuerte, que anulaba los selfis de los turistas. La proa enfiló hacia una ensenada blanca de guijarros, sobre la que parpadeaban las hojas de los olivos. «Bienvenidos a la playa de Afales» anunció el capitán. Muchos viajeros prefirieron quedarse dormitando en sus asientos de cubierta. Era la hora de la siesta. Descendí descalza haciendo equilibrios sobre la estrecha tabla de madera húmeda a modo de puente, que unía la proa del ferry con la playa y que, a la vez, separaba mi realidad de mis sueños. «Ítaca».
En el escaso tiempo de margen otorgado por el capitán hice todo lo que había que hacer: nadé en sus aguas cristalinas; me sequé al sol sobre los gruesos guijarros, caminé a lo largo de un estrecho sendero flanqueado de romero y olivos hasta un cercado de alambre que cortaba el camino, fotografié el paisaje, guardé algunas piedras en la mochila y regresé al ferri tras el último aviso de sirena. Hice el camino de vuelta con los ojos cerrados, tumbada bajo una sombrilla, en uno de los bancos de madera de proa. No necesitaba mirar nada más porque ya tenía lo que había venido a buscar: la certeza de que los dioses han decidido condenarme al viaje perpetuo, pues Ulises sólo es Ulises cuando está lejos de Ítaca.
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