HISTORIAS ANTICLIMÁTICAS
La metamorfosis (ministerial)
Al alzar la cabeza se descubrió ataviado con un traje de raya diplomática y una corbata de seda que él, en su sano juicio, jamás habría elegido. Las manos le olían a puro
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![La metamorfosis (ministerial)](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/06/05/KARINA.jpg)
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Puente Coronario se despertó convertido en ministro de Fomento. Estaba echado de espaldas sobre una silla Barcelona tapizada en cuerpo blanco, cuando notó algo extraño. Al alzar la cabeza se descubrió ataviado con un traje de raya ... diplomática y una corbata de seda que él, en su sano juicio, jamás habría elegido. Las manos le olían a puro y a cada lado, sujetas a la cabeza con unas finas cadenas de plata, unas anteojeras que le impedían mirar a los lados. En la mano derecha, un teléfono móvil atado a la muñeca. En la izquierda, un canapé correoso.
—¿Qué me ha ocurrido?
No estaba soñando. Su despacho, un despacho normal de profesor universitario, aunque muy pequeño, tenía el aspecto habitual. Sobre la mesa las versiones anilladas de algunos legajos –Coronario, además, era jefe de Departamento–, y de la pared colgaba una fotografía con un grupo de estudiantes en actitud festiva. La imagen mostraba, en primer plano, a una mujer de cabello rubio vestida con toga y birrete junto a otros dos jóvenes sonrientes que sujetaban con entusiasmo una pancarta. «¡Liberen Palestina!».
Puente miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el cinc del alféizar repiqueteaban las gotas del aire acondicionado. Sintió una gran melancolía al ver el campus convertido en una llanura del Serengueti. Pensó en los cuentos de Juan Bonilla, los de 'Una manada de Ñus', también en un mar helado roto por hachazo de una ola de calor. «Bueno –se dijo–; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas estas locuras?»
Cerró́ los ojos para no tener que ver aquella confusa agitación de mensajes de texto
Pero no fue posible. Puente Coronario tenía por costumbre leer algo breve, un relato o un recorte de prensa, pero en su estado actual –apoltronado en un mueble de lujo— le resultaba imposible. Cerró́ los ojos para no tener que ver aquella confusa agitación de mensajes de texto en su teléfono. El soniquete de la impresora, que no paraba de escupir folios impresos con informes de prensa, le trituraba el cerebro.
—¡Qué cansada es la profesión que he elegido! –se dijo–. Siempre preparando clases. Las preocupaciones son mucho mayores cuando son presenciales: ver a los estudiantes masticar chicle con la boca abierta; incapaces de mantener la atención y que al final del semestre evalúan al docente mediante un cuestionario de selección simple, en el que no tienen cabida los sentimientos.
¡Al diablo con todo!
Sintió́ el teléfono vibrar en su mano, varias veces.
—Estoy atontado de tanto dar clase –se dijo–. No leo ni salgo lo suficiente de la Facultad. Si no fuese por el alquiler, hacía rato me habría marchado al pueblo a dictar un taller de fenomenología agrícola.
Coronario volvió a mirar su traje. No le quedó nada claro qué hacía con esos zapatos de cordón ni por qué así, de pronto, se veía incapaz de levantarse de ese lujoso sillón ni por qué esa repentina repugnancia por los libros de la editorial Acantilado apilados en la estantería.
—¡Dios mío! –exclamó́ para sí– ¡Me estoy convirtiendo en un bicho!
Eran más de las siete y media. ¿Es que no había sonado la alarma del teléfono? En su lugar, el editorial de Carlos Alsina se disparó a todo volumen, pero a diferencia de otros días, cuando el comentario del periodista le aportaba calma y sosiego, esta vez le crispó los nervios. Al instante entró un sujeto retaco que dijo ser el jefe de gabinete. «¡A las ocho tiene que insultar al director de El Mundo!». «¡A las ocho y cuarto ha de amenazar al adjunto de ABC»! «¡Ah!, y a veinte debe entrar en una entrevista, en directo con la cadena oficial». Puente Coronario hizo un ademán.
—A esa hora tengo clase, ¡capullo! –Coronario se llevó las manos a la boca, él jamás habría utilizado esa expresión– ¡Tengo clase!
Mientras pensaba atropelladamente, y justo en el momento en el que su teléfono volvía a sonar, Puente Coronario intentó ponerse de pie, pero una argolla de plomo lo mantenía atado a la silla de diseño. Con correcta dicción intentó decir al sujeto que lo dejara preparar sus clases.
Intentó ponerse de pie, pero una argolla de plomo lo mantenía atado a la silla de diseño
—Lo de las clases es como… ¿sabes? –sufrió un espasmo– ¿Qué hacen todos esos libros afeando mi biblioteca?
Volvió a llevarse las manos a la boca, horrorizado. El supuesto jefe de Gabinete actuó, solícito.
—¡Ya mismo mando al personal de limpieza para que se deshagan de estos libros! –le contestó– ¡Libros en un despacho ministerial, habrase visto!
Puente Coronario intentó, una vez más, abandonar la poltrona de lujo de su despacho ministerial. En su tercer intento, entró la secretaria del ministro.
—Señor –inquirió.
—¿Me habla a mí? –contestó, aterrado, Puente Coronario, tendido boca arriba, en su silla de lujo.
El jefe de Gabinete y la secretaria se miraron.
—Hay que deshacerse de él –dijo ella, en voz baja–. Esto acabará́ matándonos a los dos.
El jefe de gabinete asintió.
—Si al menos nos entendiese –suspiró.
—Lo mejor será cambiarnos de ministerio.
Se alejaron con pasos lentos, imperceptibles. Les convenía un ministerio más discreto, sobre todo, mejor posicionado. Ya vendrían los otros, a sacarlo del sillón, a patadas si fuera necesario
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