HISTORIAS ANTICLIMÁTICAS
Memorias de un maromo
Cuentan los juglares de taberna que Horror Vacui aparcó sus sueños de púgil y se ganó la vida haciendo lo que mejor sabía: montar espectáculo
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Siendo Vacui el apellido paterno, su madre decidió llamarlo Horror. De joven, se hizo notar ahí donde fue. Ansió boxear como Mike Tyson, incluso se tatuó un tigre blanco en la espalda. Soñó con subirse a un ring, pincharle el hígado a un oponente ... y alzar el trofeo frente a todos. Llegó a hacerlo, pero como 'amateur'. Libró varios combates en algunos casinos de ciudades dormitorio y aún se paseaba por los gimnasios con la cara embadurnada de vaselina y moviendo sus piernas como Ray Sugar Leonard. Pero quiso la vida que Horror Vacui acabara como aquel welter en su pelea contra 'Mano de piedra Durán': fuera del ring.
Cuentan los juglares de taberna que Horror Vacui aparcó sus sueños de púgil y se ganó la vida haciendo lo que mejor sabía: montar espectáculo. Trabajó duro en su negocio de organizador de fiestas infantiles. Llegó a dominar el mercado de los magos y los payasos hasta crear un modelo de negocio único. Así levantó a la docena de hijos que tuvo con seis bailarinas de barra americana distintas. Los envió a todos a las mejores escuelas de negocios, con tal de no verlos demasiado —a los niños, no a las bailarinas— y se abrió paso como un Lobo de Wall Street de Fuenlabrada.
Llegó a dominar el mercado de los magos y los payasos hasta crear un modelo de negocio único
A pesar de sus éxitos, Horror Vacui no se sentía completo. Probó suerte con el flamenco. Invirtió la mitad de su fortuna en una cadena de tablaos que hizo las delicias de cuanto guiri, blanqueador de capital, testaferro panameño o millonario paisa visitara la ciudad. En los negocios de Horror Vacui, como en el imperio de Carlos I, nunca se ponía el sol. Ahí donde incursionaba, vencía. Su fama adquirió proporciones descomunales. Se paseaba por las calles de la villa saludando a todos los porteros de restaurantes y discotecas, también a los repartidores de volantes comerciales, a los que abrazaba y palmeaba, y a las camareras a las que deslizaba billetes de cincuenta euros guiñándoles un ojo. Horror Vacui llevaba la fiesta dentro.
Él era la fiesta. No había selva de utilería ni desierto de atrezo que se resistiera a sus encantos. Con el dinero que ganó en sus prósperos negocios, conoció medio mundo y alimentó fama de expedicionario. Cazó una ballena a puñetazos. Ahorcó a una pantera en Indonesia con sus propias manos y hasta lidió un quinqueño de Miura que mandó a disecar y colgar en su despacho, junto a su mayor tesoro, la armadura de un samurai japonés del siglo XIX.
Un día, un conocido anticuario especializado en casas de indianos, visitó el palacio con lago de hielo artificial que Horror Vacui mandó construir para llenarlo con focas y leones marinos. El anticuario le hizo notar que su mayor tesoro, el caballero armado que había convertido en logotipo de su emporio de salas de fiestas, estaba mal colocado en la vitrina.
—¡Tiene el casco en las piernas y el peto en las rodillas! ¡Es un manga por hombro, cariño!
Horror Vacui asestó el bofetón con la dignidad de un hombre próspero.
—Gracias, chaval —con palmada incluida—. Disfruta de las vistas al lago mientras ordeno a mis sirvientes que corrijan el error. ¡Mi palacio es tu palacio!
Hizo abrir el vino más caro de su bodega y agasajó al impertinente con una copa del Petrus Nabucodonosor que había comparado en su último viaje a Abu Dabi. El mal, sin embargo, ya estaba hecho. Una pequeña astilla amenazaba con producir una catástrofe en el cristal de su amor propio. Horror Vacui subió a sus aposentos y se calzó sus botas flamencas, unos finos zapatos con tacón que usaba en las grandes ocasiones.
Una pequeña astilla amenazaba con producir una catástrofe en el cristal de su amor propio
Bajó las escaleras sintiéndose más alto, más hombre, más próspero. Chasqueó sus dedos con fuerza y comenzó a zapatear por toda la 'mezzanina' de su mansión. «¡Eh, bastardos, miradme bailar!». Los convidados a la fiesta aplaudieron a rabiar a su anfitrión, un Simbad el Marino castizo rodeado de riquezas y oropeles. Zapateando, se acercó al anticuario, que miraba las vistas al lago con su copa en la mano.
—¿Qué tal el Petrus, colega? ¿A que está bueno?
Horror Vacui siguió zapateando. Primero una serie de sevillanas, luego, las bulerías y cuatro rumbas. Avanzó cual peonza por los jardines versallescos a escala que mandó construir y se dirigió al lago natural que hizo congelar con un generador eléctrico que en dos ocasiones dejó sin luz a sus vecinos. «¡Eh, bastardos, mirad lo que hace Horror Vacui!». Un taconazo, y otro más, y luego otro más. Al constatar que el hielo no cedía, el magnate de Fuenlabrada viose poseído por el espíritu de juerga flamenca de Lola Flores y Marujita Díaz y se perdió en una danza irrefrenable.
El hielo, como su amor propio, era recio, pero no invencible, y comenzó a agrietarse bajo sus botas flamencas. Fueron necesarias una grúa para sacarlo del agua y dos kilos de mantas hipotérmicas para descongelarlo. Y ni así consiguieron revivirlo. Por decisión de sus doce hijos, Horror Vacui yace en su jardín bajo dos inmensas botas de tacón de bronce.
Cuentan los porteros de discoteca y demás juglares de su gesta, que el tigre blanco tatuado en su espalda permanece intacto.