En El Centenario de La muerte de Kafka
Kafka & Kafka
¿Cómo descrifrar a Kafka? ¿A cuál? Kafka puede leerse o sobreinterpretarse, no hay término medio. Desenmarañar su laberinto sería devaluar a quien lo llenó de bruma
Otros textos del autor
![Kafka por David de las Heras](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/06/06/12DAVIDDELASHERAS-RWVU37L1rIINJ4KKFNXQ2FJ-1200x840@diario_abc.jpg)
Kafka, el hombre adjetivo, el escritor nocturno, el hijo diminuto de ojos grises, el joven atractivo (y aterrado), que nunca supo que lo fue, visitó un día a su amigo y futuro albacea Max Brod —lo cuenta Max, este escribidor no estaba—, mientras su ... padre —el de Brod— dormitaba en el sofá, acabada ya la cena. Kafka, que debía cruzar la estancia para ir al cuarto de su amigo, lo hizo casi de puntillas, con el mayor sigilo. Pero el padre se removió igualmente. Así que Kafka, alzando las manos, dijo: «Considéreme un sueño». Y se fue.
Kafka se desliza del suelo al cielo y del cielo al suelo, grises ambos, sin notar ni hacer notar la línea discontinua que en los mapas separa Bulgaria de Serbia y España de Portugal. Para Kafka, los mundos no convergen, son simplemente; no distingue lo estelar de lo telúrico; atraviesa sus fronteras por detrás de la aduana, donde la luz ya no mancha, donde se acaba la valla y empiezan los matorrales. Donde los conejos de ojos brillantes alzan la cabeza para mirar al paseante sin cuerpo. Se vive como se es.
Kafka escribe en blanco y negro, como lo hacía Poe. No hay color en sus palabras, que miran a uno y otro lado antes de hablar y se cargan de grafito, pero no de azules. El gueto no es acuarela, es carboncillo y tinta de contable. Y lápiz de sastre. Y se cierra con llave por fuera. 'La condena', 'El fogonero', 'Un médico rural', 'Informe para una academia' (ahí cabe el rojo). Kafka es un hombre aplastado por su autopercepción que sonríe al mundo para negarse la lucidez. Con qué claridad mira Kafka, tan cegadora e hiriente. Cuánto habría dado por regresar a la silenciosa nada, al útero de la tierra con minúscula, a cualquier galería calma escrita en primera persona, como la de 'La madriguera', esa habitación que quiso para sí donde nadie lo importunara, salvo para llevarle, tal vez, algo de comida. «Ayunar es lo más fácil del mundo», escribió una vez.
![Imagen - Vive atormentado por sus deseos, se refugia en las cartas para inventarse el amor](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/06/06/kakak-U64352881773xWS-170x170@diario_abc.jpg)
Vive atormentado por sus deseos, se refugia en las cartas para inventarse el amor
Nunca encontró su cueva ni salió de ella, así era Kafka, que era a veces dos y a veces tres. Todo hogar es, para Kafka, pensión. Sus cuartos son guaridas sitiadas, haya fuera o dentro parientes o cupletistas de cabaret; cuartos ruidosos llenos de ojos, cada títere con su pareja y cada oveja en su papel: hombres inflexibles, niñas serias, viejos torvos, damas jóvenes amenazantes, obstáculos mecánicos vacíos de conciencia, piezas de un ajedrez libidinoso, nuevo, sin reglas, o sin reglas desveladas, que igualmente se hacen valer.
De pocos autores se sabe tanto como de Kafka, en pocos obra y vida se funden tanto e importan tanto y tan poco a la vez. No es alemán ni es checo, Kafka es un Kafka equilibrista —el más occidental de los judíos, ni cristiano ni sionista, ni siquiera austríaco— que sufre las consecuencias de ser alemán, judío y checo a la vez. ¿Conviene estudiarlo, esclarecerlo? ¿Basta con leerlo? ¿Conviene conocer al padre, la forma del bigote, las cejas, el mentón, o la obra del hijo expresa cuanto importa de su sombra y talla, o de cómo las vivió él? ¿No nos bastan sus criaturas? ¿No es el señor Samsa todos los tiranos asustados del mundo? ¿No son sus protagonistas hijos reducidos, insectos bajo la sombra infinita de un patriarca metafísico que seca el más caudaloso río con un gesto de decepción?
¿No es el señor Samsa todos los tiranos asustados del mundo?
Para atravesar a Kafka basta la inspiración lectora, la voluntad de sentir lo inefable, tocar lo que no es materia, pegar el oído a cuanto no suena y mirar de cerca y lejos (sentir, por tanto) lo que no se ve. Kafka conoce los mil brazos hipertrofiados del poder, ama lo verdadero y justo, se resigna con neutralidad ante su imposible satisfacción. Kafka es realista, de forma innegociable, el más judío de los cómicos, con su martillo suave de desenmascarar. Lo falso dura poco en su pluma disolvente, que a veces clava en la madera para no perder del todo el sentido de lo racional. La burla es su arma contra la angustia.
Si me encuentro a una muchacha bonita y le digo: «Sé buena, ven conmigo», y pasa de largo sin decir palabra, su actitud significa: «Tú no eres un duque con apellido rimbombante; ningún americano atlético con la estatura de un indio, con ojos horizontales y contemplativos, con la piel acariciada por el aire de las praderas y de los ríos que fluyen por ellas. No has viajado a los Grandes Lagos, ni los has surcado, aunque no sé ni dónde se encuentran. Así que dime por qué yo, una muchacha bonita, tendría que ir contigo».
Olvidas que no te llevan en coche por la calle, balanceándote con sus sacudidas; no veo ir detrás de ti a los señores de tu séquito, embutidos en sus trajes y murmurándote piropos. Tus pechos quedan bien comprimidos por el corsé, pero tus muslos y caderas se resarcen por esa sobriedad. Llevas un vestido de tafetán con pliegues, como el que nos alegró tanto a todos el pasado otoño y, sin embargo, con ese peligro mortal en el cuerpo, sólo te ríes de vez en cuando.
Sí, los dos tenemos razón y, para no ser conscientes de ello de un modo irrefutable, preferimos irnos solos a casa, ¿verdad?
Con qué fiera delicadeza nos hace dibujar la sonrisa que la vida le niega. Se escribe como se es.
Kafka inventa de noche, su voz nace de la sombra. «Escribo con sangre», dijo. De día —no descubro nada— renuncia a su condición de jurista excelente, innecesariamente dotado, para rasguñar informes en el Instituto de Seguros de Accidentes Laborales del Reino de Bohemia (sintagma más kafkiano que «la casa de los muertos») y asegurarse así poder escribir al retirarse el sol, con la vida ya callada, y cumplir su condena sanadora, engrillado a la pluma por el mismo fantasma que le da y quita la vida mientras convierte en mar su ortografía rota y esas desviaciones sintácticas fruto de la desatención primera, urgida de corrección, y del deseo de oralidad, y de su alemán anticuado, asediado de checo, y por su propio instinto vertido en prosa inhumana, a ratos sentenciosa, a menudo informal. Con qué ferocidad escribe, qué logro de la voluntad, con qué tenacidad implacable, transformado en literatura él mismo. Si la prosa lo salva, es también la lamia que drena sus energías: moverse es mover un pueblo; morirse, liberarse del dolor, el final amparo del «no ser». También para sus hijos morir —de forma vulgar— es un alivio. Morirse es volverse insignificante. Como lo es vivir.
De pocos autores se sabe tanto como de Kafka, en pocos obra y vida se funden tanto e importan tanto y tan poco a la vez
¿Qué haremos en los días de primavera que ya llegan? Hoy por la mañana estaba el cielo gris, pero si alguien va ahora a la ventana se quedará sorprendido y apoyará la mejilla en el picaporte. Abajo puede verse cómo la luz del sol, que ya comienza a ocultarse, se refleja en el rostro infantil de una muchacha, que anda y mira alrededor, y al mismo tiempo se ve la sombra de un hombre que camina rápidamente detrás de ella.
El hombre la ha pasado y el rostro de ella reluce de claridad.
No leemos lo que escribió, no siempre. Max Brod cosió a veces retales tras la muerte de su amigo y creó con ellos una colcha que no existió. O los tituló de nuevo. O simplemente los tituló. O los interpretó desde su fe y gafas para que los interpretaran otros. Kafka no escribe novelas largas, tal vez una (tal vez dos, si dejar algo a medias cuenta; un poco de Kafka es mucho), elige para sus desvelos los relatos en una obra inaprehensible en forma de tribunal, cuentos cargados de desesperación indiferente, de filosofía abstracta (¿hay otra?), de ironía y autodesprecio. No hay nihilismo en Kafka, hay otra cosa: la nada es demasiado para él. Ni siquiera es un escéptico: «Un libro ha de ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros».
Kafka vive atormentado por sus deseos, que siente repugnantes, se refugia en las cartas para inventarse el amor que no quiso poner a prueba en su realidad convulsa. Kafka es un mujeriego sin mujeres. Inaccesible, epistolar. Kafka —como K., que también fue más de uno— no es víctima, sólo inocente. Si sus personajes no son héroes, tampoco él, si mueren de forma banal, así será su marcha: la muerte es banal siempre. Kafka, sin querer ser nada más que palabras, expresa un tiempo y es su involuntario espíritu, su mejor criatura.
La fama, tan judía y chistosa, acude puntual a su tumba en cuanto nadie la necesita
Se cartea —para no tener que verlas— con Felice Baúer, Grete Bloch, Milena Jesenská (las cartas más amorosas son para ella). En su otoño enfermizo se prenda de Dora Diamant, de diecinueve años de edad, con un afecto que no es físico, pero sí presencial. «Todas las desdichas de mi vida han sido por culpa de las cartas».
Ni en sus relaciones ni en su obra hay apenas consumación, más bien inacabables prolegómenos, una atmósfera lúbrica y densa, excitante, culpable, que convierte lo desagradable en requisito para el deseo que lo atormenta. 'El castillo' es invisible logro erótico: la puerta de Klamm, dueño del lugar, su ruido sordo al cerrarse, dos cuerpos yacentes —el agrimensor y Frieda— sobre un charco de cerveza, rodeados de basura, un único latido, una sola respiración… Le escribe Kafka a Brod: «Tengo tanta necesidad de encontrar a alguien que me toque amistosamente y nada más, que ayer me fui a un hotel con una prostituta. Aunque es demasiado vieja para dejarse llevar por la melancolía, le duele, por más que no le sorprenda, que los hombres no traten a las prostitutas con tanta delicadeza como a sus novias. No la consolé, ya que ella tampoco me consoló a mí». En Kafka, lo ultraterreno deriva en lo terreno sin costuras. Dios puede encontrarse en lo irrelevante. Y puede no encontrarse. Ni buscarse.
Hay un Kafka hipocondríaco, un Kafka ulceroso e insomne, asmático, adolorido, un Kafka hipersensible al ruido, que lo agota
Hay un Kafka hipocondríaco, un Kafka ulceroso e insomne, asmático, adolorido, un Kafka hipersensible al ruido, que lo agota. Un Kafka que se planta frente a la ventana y flexiona las rodillas y agita los brazos y los pone en cruz y se echa al suelo cada mañana y extiende una pierna y la otra y se apoya en una silla cada día y cada día vuelve a empezar. Un Kafka que renuncia a la carne y mastica y mastica y mastica cuanto acepta comer. Un Kafka capitán de su debilidad. Cuando la tuberculosis lo mata, aliada con una pulmonía que se abre en él como una orquídea, el dolor le trepa por la garganta y lo convierte en el artista del hambre cuyo relato intenta, mientras tanto, corregir. La enfermedad le niega el aliento y le impide la palabra, lo echa a escobazos de la vida como a un Gregorio cualquiera, grabada en la piel con un rastrillo su condena irrevocable. Tropo infeliz el de la cerilla que Max Brod no quiso prender: la desobediencia salvadora. (La Gestapo cumple, en parte, los deseos de Kafka años después, cuando le arrebata a Dora Diamont los manuscritos que custodia y que tampoco ella fue capaz de destruir).
Laberinto
¿Cómo descrifrar a Kafka? ¿A cuál? Kafka puede leerse o sobreinterpretarse, no hay término medio. Brod lo arroja en la maleta sionista y se sienta encima para intentar cerrarla (embutirlo en la freudiana habría sido psicoanalizar al diván). ¿Hay baúles cabalísticos, temáticos, filosóficos, expresionistas? Kafka no sueña solo, ni solamente, su mente es más que demiúrgico impulso; se deja habitar por Lang, por Wiene, por Murnau: también sueñan los otros. Desenmarañar su laberinto sería devaluar a quien lo llenó de bruma, a quien no puede ser aclarado y prefiere la extenuación que queda al cruzar a nado el lago como única fuente de luz.
Pues somos como troncos de árbol en la nieve. Aparentemente yacen en un suelo resbaladizo, así que podrían desplazarse con un pequeño empujón. Pero no, no se puede, pues se hallan fuertemente afianzados en el suelo. Aunque, fíjate, incluso eso es aparente.
De no haberse ido tan joven, lo habría matado la historia, que pronto calzaría botas altas y habría cortado en seco el equilibrismo de Franz. No hace falta: la muerte lo salva de morir luego. La fama, tan judía y chistosa como la muerte, acude puntual a su tumba en cuanto nadie la necesita (Kafka no la persiguió). Final silente y exacto para un poeta en prosa que cada día necesitó escribir al menos una frase en su contra. «Considéreme un sueño», dijo. Se muere como se es.
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