Entrevista a:
Juana de Aizpuru: «He sido libre, he hecho lo que me ha dado la gana»
Despedida de una figura histórica
Misión cumplida. A los 90, y tras 53 años de incansable trabajo, la marchante del pelo rojo dice adiós. El mundo del arte en España pierde a una mujer irrepetible, que se inventó ARCO y a la que solo un fuerte pitido en los oídos ha logrado jubilar
Juana de Aizpuru cierra su galería: «Todo tiene un final y yo he agotado mi tiempo»
Si no existiese, habría que inventarla. Carismática, divertida, sin pelos en la lengua, con retranca..., es una institución en el mundo del arte. Si hablamos de Juana Domínguez Manso, pocos le pondrían cara, pero si decimos Juana de Aizpuru (se quedó con el apellido ... de su marido), la cosa cambia. Es la galerista más mediática y uno de los rostros más conocidos del mercado artístico en España. Fundadora y primera directora de ARCO (los Reyes no se pierden ningún año su estand), creadora en 2003 de la Bienal Internacional de Arte Contemporáneo de Sevilla (BIACS), el pasado 20 de noviembre mandó, vía mail, una carta anunciando que cierra la galería por motivos de salud.
Días después, recibe a ABC en el despacho de su galería, en la calle Barquillo. Luminoso, con grandes balcones, apenas hay fotos familiares, ni recuerdos. En sus brazos, un perro, que no suelta en toda la conversación. Explica que es de un vecino. Juana tuvo uno (Teo), pero lo pasó tan mal cuando murió que no quiso ningún otro. A los 90 años, mantiene intactas la ilusión y la emoción, pero sus oídos la traen por la calle de la amargura. Unos amigos de Pamplona han encontrado a un neurólogo en el hospital de la Universidad de Navarra al que le interesa su caso. Al final, Juana acabará siendo estudiada en las Facultades de Historia del Arte y de Medicina.
Para ella, nueve décadas no son suficientes. Le falta tiempo: «¡Ojalá tuviera 60 años! Voy a alargar mi retirada todo lo que pueda, pero por desgracia es irreversible», dice con tristeza. Desde que hizo pública la noticia está muy arropada. «Pero luego me quedo sola y...» Ha vendido su antiguo piso de la calle Barco y ha visto uno, más pequeño, cerca del Retiro, que posiblemente compre. Cuando al fin se jubile, repartirá su tiempo entre Madrid y Sevilla, donde tiene casa en los Remedios. Adora Madrid, adonde llegó con 3 años de su Valladolid natal: «Es maravillosa, aunque se está estropeando con tanto turista de medio pelo. Para mí, no hay otra ciudad igual en el mundo». Sevilla «es divina, muy cautivadora. Lo malo son los sevillanos». Haciendo amigos... «Cuando llegué a la ciudad, tras casarme, se me cayó el alma en los pies. Era una ciudad tan retrógrada, me asfixiaba».
Debieron alucinar en la Sevilla de 1970 al ver, en pleno franquismo, a esta mujer moderna, de pelo en llamas, abriendo galería: «Me vieron estrambótica. A los hombres les daba un poquito de miedo. Pero siempre he sido libre, he hecho lo que me ha dado la gana». ¿Por qué el pelo rojo? «Todas eran rubias en aquella época. Y no me seducía nada ser rubia». En Sevilla se topó con Paco Molina: «Era un pintor ácrata. No quiso hacer la mili. Lo declararon en rebeldía y emitieron una orden de detención contra él. Lo protegí mucho y le conseguí el perdón». «Siempre me han interesado los artistas difíciles», advierte. ¿Y usted ha sido una galerista difícil? «No creo, he sido muy normal. Aunque hoy día eso es raro». Molina y la galería La Pasarela, donde compró obras que años después donaría al CAAC, le inocularon el virus del arte.
En 1983 abrió una segunda galería en Madrid, en la calle Barquillo. Durante dos décadas compaginó ambas, hasta que en 2004 cerró la de Sevilla. Más de 500 exposiciones y una treintena de artistas en nómina avalan su impecable trabajo. Con muchos de ellos lleva cuatro décadas: Jordi Colomer, Rogelio López Cuenca, Dora García... «Están acostumbrados a mí. He vivido para ellos. Les he facilitado las cosas. Lo que más siento de mi marcha es dejarlos». Ha recibido flores y cartas preciosas: «Heimo Zobernig, que es un poco frío y distante, me ha escrito una carta divina. Y la que ha enviado el japonés Yasumasa Morimura es conmovedora. Jordi Colomer cogió el primer tren y vino a verme«. Fiel a 'sus hijos', 'mamá' Juana apuesta fuerte por el arte emergente. La última exposición en su galería es de Chase Wilson, un californiano jovencísimo. ¿Diría que tiene buen ojo? «Sí, lo tengo».
Ninguna de sus hijas –Cristina, Margarita y Concha– se quedará con la galería. ¿Fue una decepción para usted? «Fue muy triste, claro. No quiso ninguna. Concha estaba predestinada a sucederme, porque ha trabajado conmigo 27 años [37, aclara Concha]. Cristina no estudió carrera. Le atraía más ser ama de casa. Y Margarita es comisaria y crítica. Se reunieron un día conmigo. Margarita apostaba por que ella y Concha se quedaran al frente de la galería, pero tienen un carácter opuesto. No podía ser. Se acordó que Concha continuaría mi proyecto». ¿Y qué pasó? «El Covid y la crisis económica, que fue muy dura, influyeron en su decisión de prejubilarse y marcharse a Estepona. Yo siempre dije que no me iba a jubilar nunca, la galería me da la vida».
El Reina Sofía, que a lo largo de su historia ha adquirido 133 obras en la galería Juana de Aizpuru, se ha quedado con su archivo documental. «Se lo he vendido por cuatro gordas. Lo que me han querido dar». La cifra: 96.800 euros (80.000 más IVA). «Me dijo Segade: «Sé que es poco, pero el ministerio no tiene dinero». Siempre he sabido que mi archivo era importante, que algún día serviría a los demás. Me ha gustado mi época, y quería ilustrarla de alguna manera». Dice que Manuel Segade, director del museo, ha visitado el almacén. Aún no le ha hecho ninguna oferta, pero espera que la haga.
Quien sí lo ha hecho es Pedro Almodóvar. De momento, el cineasta ya ha comprado cuatro de las diez obras de una carpeta de Antonio Saura, del 62. Se la trajo el pintor a la galería cuando abrió. La guardó y cayó en el olvido. «Es una joya». En el piso anexo a la galería ha vuelto a hacer este año un mercadillo navideño, con dibujos, obra gráfica y fotografía. Hay cientos de obras apiladas. «Lo abrí hace tres años, tras la pandemia, para animar la situación y le encantó a la gente».
Sabe a la perfección de quién es cada obra y las historias que hay tras ellas. «¡No le muevas la cola!», riñe a nuestro compañero Ignacio Gil, mientras se dispone a hacerle una foto. Es una alfombra de la Pantera Rosa, obra de Sigfrido Martín Begué. A sus 90 años, no ha perdido un ápice de gracia, ni de coquetería. Lleva zapatos cómodos: «Yo iba siempre con tacones. Cuando tuve que dejarlos, me di cuenta de lo mayor que era. Los tacones eran mi perdición. Pero he pasado tantos sufrimientos...» «No me he retocado. Me tienes que favorecer. No creas que poso así para todo el mundo. Ya no tengo edad para ponerme picarona», dice a Ignacio, que sonríe. Sobrelleva la edad «bastante bien», aunque en ocasiones se hace la olvidadiza. «Son metirijillas».
No piensa donar nada: «Quien quiera mis obras que las compre». ¿Las grandes fortunas latinoamericanas afincadas en Madrid son coleccionistas de su galería? «Algunos, pero no son tanto como dicen. Piden muchos descuentos. Suelen venir con el arquitecto o el decorador. Compran arte para decorar». Y cuando ve que buscan obras a juego con el sofá, ¿los echa de su galería? «Yo no echo a nadie, pero me decepciona, no es el coleccionista deseable». ¿Cómo es el coleccionista deseable? «El que entiende de arte, va a ferias, lee los catálogos y compra con pasión. Nuestros clientes de los 80 y los 90... Ésos eran los buenos». Su lema: Primero, el cliente. Y es que si son fieles sus artistas, no menos lo son sus coleccionistas. Recuerda con cariño a dos maravillosos que ya murieron.
Las obras que vende en su galería cuestan unos 200.000 euros como máximo: «No me dedico a los coleccionistas estrella, ni vendo obras de artistas estrella». ¿No se considera una galerista estrella? «¿Yo? Qué va. Mira la galería, en un piso; aquí me vine al principio y de aquí no me ha movido ni Dios. Aquí sigo, en el mismo sitio». ¿Se ha hecho rica con el arte? «¡Qué va! No hay quien se haga rico con el arte». ¿Y se ha arruinado? «En estos 53 años han pasado muchas crisis económicas. Cuando íbamos levantando cabeza, otra vez al hoyo. No pensé nunca en cerrar la galería, pero sí he tenido que meter mucho dinero en ella».
Ha cambiado mucho el sector desde que abrió su galería: «Hoy, el mejor galerista es el que tiene más dinero». El problema en España, dice, es que «no acabamos de implicar en el coleccionismo de arte contemporáneo a las grandes fortunas. El dinero en España está generalmente en manos de la gente más conservadora y esos siguen comprando Picasso, Miró y Renoir«. ¿Nunca le ha picado el gusanillo de vender a esos artistas? «No, porque no tiene emoción. Es simplemente mercado». ¿Los empresarios del IBEX 35 compran arte? «Sí, pero no sé a quién».
A estas alturas de la charla, Juana sigue aferrada al perro, que no ladra ni una vez. Lo tiene hipnotizado. ¿Hay algo que le haya quedado por hacer? «Me hubiera gustado una exposición de Bruce Nauman. Cuando vi su obra por vez primera flipé, parecía que estaba hecha para mí. Pero ya era carísimo. Y me hubiera encantado exponer a Doris Salcedo. Fui a su galería de Nueva York, me pusieron en la lista... Es muy artista». Y hablando de mujeres artistas, la Aizpuru nunca ha impuesto la cuota femenina en su galería. «Soy feminista. Mi vida lo demuestra. Pero lo soy actuando, no soy feminista de pancarta. Sinceramente, me siento capacitada para hacer lo que cualquier hombre. Hay mujeres artistas fantásticas, las he sabido ver y escoger».
La política se cuela de pasada en la conversación. «Ya ves los ministros de Cultura que hemos tenido. Desde Javier Solana no ha habido otro igual». No recuerda verlos por la galería: «No suelen ir a ninguna. No les llama la atención». No conoce aún a Ernest Urtasun: «Parece listo». Quiere proponerle que compre un grueso de su colección. Buena suerte...
ARCO y la BIACS son sus grandes proyectos. ¿Por qué fracasó la bienal? «Por la envidia, que es la enfermedad de Sevilla. Tenía el enemigo en casa». ARCO fue un invento suyo. Nació en una cena en El burladero de Sevilla. «Ifema me apoyaba a muerte». Sobre la feria en la actualidad, comenta que no le gusta que «se empeñen en batir récords con listas de actividades culturales: «Don nadie, don nadie, don nadie...»».
Juana pertenece a una generación irrepetible de grandes galeristas: Elvira González, Soledad Lorenzo, Helga de Alvear... ¿El relevo está asegurado? «No conozco demasiado las nuevas galerías para juzgarlas. Creo que hay muchísimas; abren y cierran, algunas duran tres o cuatro años. Pero no hay ninguna figura relevante. De momento, no apostaría mucho, pero puede cambiar». ¿Ha firmado ya alguno de sus artistas con algún colega? «De momento, no. Pero hay un galerista de Madrid muy interesado en el 'estate' de Claramunt».
Echando la vista atrás, ¿ha merecido la pena? «Indudablemente, ha merecido la pena, claro. He trabajado horas sin descanso, a veces me iba a casa de madrugada. Pero eso me ha dado vida, no me la ha quitado. He conocido a gente maravillosa». Recuerda a Kippenberger («era muy especial») y los ojos de Joseph Beuys («tenía una mirada impresionante»). ¿Y ahora qué? «No sé qué haré. Nunca tuve prisa por jubilarme. Amo mi profesión y disfruto con la galería. Al final, me alegro de que no haya una sucesora. Aquí paz y después gloria. Soy muy dominanta. Estaría desde el cielo controlándolo todo. Es bonito que la galería desaparezca cuando me vaya». Misión cumplida.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete