TEATRO
Juan Mayorga: «Aspiro a convertir mis obras en un lugar de peligro»
Cuando cae el telón de una pieza suya en España o en Francia, se alza en América. Sus premios son tantos que solo es posible medirlos en décadas, a lo largo y ancho de la historia última del teatro en español. El Princesa de Asturias de las Letras, que recogerá en estos días, visibiliza lo evidente: que es uno de los grandes
Juan Mayorga ha hecho del teatro ese lugar donde combaten sin tregua las conductas humanas: nuestros miedos, nuestras desviaciones, nuestra historia, nuestras intimidades. Cada obra suya esconde la ambición de ser el espejo en el que el espectador descubra ese «drama en gente» que está ... detrás de su rostro. Un reflejo tan convulso como somos nosotros mismos, como es este tiempo y sus historias de víctimas silenciadas, como son esos abismos de las palabras con las que nos creamos, dominamos, nos crean y nos dominan.
No es extraño, por eso, que sus reconocimientos no tengan fronteras, es decir, que en ellos no se ponga el sol. Cuando cae el telón de una obra suya en España o en Francia, se alza en América. Sus premios son tantos que solo es posible medirlos en décadas, a lo largo y ancho de la historia última del teatro en español. El Princesa de Asturias, que recogerá estos días, visibiliza lo evidente, que es uno de los grandes. Pero quizá su premio mayor es seguir escribiendo en esas pequeñas libretas donde se encuentran los bocetos, los sueños de textos futuros, seguir estando a la escucha de lo que se dice en los mercados diarios, en los metros, debajo de las multiplicaciones de las oficinas, como diría Lorca…
«El teatro es el lugar en el que te puedes encontrar con otra posibilidad de ti»
Sus dos obras inéditas han nacido de ahí, de estar atento a cuando llega algún ángel y se produce la anunciación: 'María Luisa' nació en las gradas de un polideportivo; 'La colección', leyendo el periódico. En la primera, un amigo portero le comentó que le había aconsejado a una mujer del inmueble, que vivía sola, que pusiera más nombres en su buzón de correo, para disuadir a los cacos; en la segunda, una pareja de ancianos sin hijos se lanza a buscar a alguien lo suficientemente preparado para que pueda heredar su colección. «Para mí, no hay escritura inocente», nos dice y añade: «Tampoco los ensayos de las obras lo son, en los ensayos cualquier texto mío entra en una desestabilización, en una crisis, se pone a buscar su forma».
—Sí, en el proceso de escritura de su obra le da mucha importancia al momento en el que entran en juego el director, los actores. ¿Ellos también escriben el texto en cierta manera?
—El texto teatral debe despertar el deseo de teatro, de reunión. Esa reunión tiene dos momentos: uno, el momento en que esas palabras convocan a unos actores; y dos, el instante en que esos actores abren su palabra y sus gestos a la ciudad. Cuando uno está escribiendo una obra de teatro, ya está escribiendo una literatura que se singulariza por el hecho de que busca ser excedida, superada o completada en ese encuentro conflictivo entre el actor y el espectador. En su vocación de oralidad, en ese ser palabra en situación, ya está implícito el hecho teatral, por eso, cuando escribo no es infrecuente que lea mis textos en voz alta. Después, en el momento en que el texto toma contacto con la escena se desestabiliza: cambio diálogos, acorto o desarrollo determinadas situaciones.
—Aunque sus obras se hayan estrenado y publicado en libro, vuelve a reescribirlas. Parece un proceso muy juanramoniano.
—He dicho a menudo que, a mi juicio, la reescritura es previa a la escritura. Cuando un escritor escribe una frase en su cabeza ha desechado dos. En este sentido, mi trabajo como adaptador de textos de Calderón o Shakespeare me ha dado la medida del carácter dialéctico que tiene el teatro. El teatro se hace hoy aquí y no tiene sentido, por ejemplo, custodiar una expresión cómica del teatro áureo cuando su comicidad se ha desvanecido. Serás más leal al texto reescribiendo esa situación cómica.
A veces me digo que escribo a la busca de un adaptador futuro, que mis textos algún día se librarán de mí y posiblemente entonces llegarán a lugares más altos o más hondos que los que yo imaginé. A veces me concibo como un adaptador de mí mismo. El tiempo corrige, tacha. Es cierto que cualquiera de mis obras ha sido desestabilizada por una puesta que yo he dirigido o por la de otro director. Y como tú decías, algunas de mis obras premiadas, estrenadas y publicadas todavía siento que buscan su forma definitiva, que no han dicho su última palabra. Estoy seguro de que 'El arte de la entrevista' o 'El mago' necesitan un proceso de reescritura, que todavía en ellas no encontré lo que buscaba.
—Algo de eso ha sucedido entre Blanca Portillo y usted en 'Silencio'.
—Con Blanca hay mucha complicidad. Ella y yo somos del barrio de Chamberí, fuimos al mismo colegio (el Fernando El Católico), y aunque nos conocimos más tarde, compartimos una misma educación sentimental. 'Silencio' se inspira en mi discurso de ingreso en la Real Academia, pero desde el inicio está concebido desde la oralidad, e imaginé que un actor la podía representar. La noche del ingreso ya le dije a Blanca que me gustaría que fuera ella quien la representara porque, al ser una actriz, permitía no solo decir el discurso, sino comentarlo o criticarlo. Esto nos dio un mayor y más interesante juego dramático.
—¿ Dónde está el origen de su escritura?
—En la infancia. Allí está mi curiosidad por las acciones de la gente. Me di cuenta de que la gente realiza acciones para cumplir unos determinados deseos. Desde entonces, esa curiosidad, esa perplejidad, ese asombro se convirtieron en mi gran pasión, la pasión de preguntarse por qué alguien hace algo, se enamora o levanta un campo de concentración.
—¿Qué maestros han descubierto o han ampliado su yo?
—Los trágicos griegos. El maestro, como decía María Zambrano, no es alguien ante quien preguntar, sino alguien ante quien preguntarse. No tener maestros es no tener a nadie ante quien preguntarse. Esos son para mí los trágicos griegos. En ellos está el teatro como posibilidad de representar la vida humana y como forma de presentarte algo inconcebible, como Medea matando a sus hijos. Tengo una relación íntima con Calderón, por el teatro de pensamiento, pero también por su concepción del sueño, no como lo opuesto a la vigilia, sino como la esfera que la envuelve.
«Mis textos, algún día se librarán de mí. Entonces llegarán a lugares más altos o más hondos»
Esto está en Walter Benjamin. El mundo de los cuerpos no está solo rodeado por las ensoñaciones, sino también por las ideas, la cultura, los deseos, los miedos. Todo eso es importante en mi teatro. Siento una admiración extraordinaria por Shakespeare porque tenía un instinto especial para lo teatral, para eso tan difícil de caracterizar y definir en la teatralidad como aquello que nos absorbe, que no podemos dejar de mirar o de escuchar. Por último, debo citar a Chéjov y a Lorca. Más allá del teatro estarían Teresa de Jesús, Kafka o Bulgákov. Todos estos autores pueden parecer disímiles, pero son perturbadores, cultivan la perturbación, y eso les une.
—La perturbación que nos provoca la conducta humana como abismo.
—El viejo Aristóteles caracteriza el teatro de una forma muy sencilla: el teatro es el arte de las acciones humanas reales o posibles. Esto está en el centro del arte teatral, lo que nos lleva a algo transcendental: todos somos seres deseantes, los deseos interesantes son los que te transforman, los que te ponen ante otras posibilidades de ti mismo, y a eso conducen una y otra vez las grandes obras de los griegos.
—Estamos en el teatro que dirige, La Abadía. Ha hablado del teatro como lugar de encuentro, pero en su obra hay algo más, un lugar de peligro. Sus argumentos parten siempre de una normalidad en la que de pronto salta el abismo.
—Si no lo he conseguido debo aspirar a eso, a convertir cualquiera de mis obras en un lugar de peligro. El teatro debe ser catástrofe, no significa esto que deba ser terrible, significa que el espectador, cuando salga de una obra, no debe ser el mismo que entró. A mí me pasó con 'Doña Rosita…', de Lorca, mi primera gran experiencia como espectador. Al verla me dije que yo podía ser doña Rosita, pero también me ocurrió poco después con 'Seis personajes en busca de autor', de Pirandello, o 'El pato salvaje', de Ibsen. De esta última salí literalmente temblando, emocionado y temblando.
El teatro es, por eso, el lugar en el que te puedes encontrar con otra posibilidad de ti, con otra posibilidad que ignorabas o que temías, pero que llevabas dentro. El teatro puede romper tu cotidiano, puede hacer que tú no vuelvas a casa como el que fuiste, o incluso puede hacer que no vuelvas a casa nunca.
—Curiosamente, en nuestra sociedad, como vemos en las redes, todos queremos parecer otro, pero usted se refiere a un cambio más profundo.
—Exacto. Lo que debería darse en el teatro es otra cosa que ese enmascaramiento banal de las redes de hoy, donde uno se pone máscaras que no comprometen porque en este tiempo hay una oferta ilimitada de disfraces. No, por el contrario, de lo que se trataría es de exponerte a una transformación profunda e inesperada. Como espectador no te puede suceder algo más brutal que el hecho de decir ante lo que está sucediendo en el escenario «ese personaje soy yo», aunque ese personaje física o sexualmente no tenga nada que ver con uno.
![Imagen secundaria 2 - El director de La Abadía, en distintos emplazamientos del espacio teatral que dirige](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2022/10/20/1452591732_papel_xoptimizadax-U20850701285GUt-278x329@abc.jpg)
Cuando eso pasa, tiene un efecto tan vertiginoso como cuando sueñas contigo con otro rostro. Podemos ver 'La vida es sueño' e identificarnos con ese mal padre (Basilio) que aparta a su hijo, que lo manipula y decide cuándo y dónde debe despertar. Este encontrarse con tu doble, o verte afectado por una frase o una situación, puede suceder en una tragedia, pero también en una comedia donde uno puede descubrir que desea bailar, besar o abrazar, pero nunca en una obra de entretenimiento.
En Argentina se publicó una monografía sobre mi teatro, dirigida por Gabriela Cordone, que llevaba como idea central, subtítulo, «un espejo que despliega», es decir, un teatro que amplía el reflejo de nuestro rostro, de nuestra identidad.
—En efecto, uno de sus grandes temas es el de la identidad, pero una identidad no fijada, sino inestable, que muta. Sus personajes buscan quiénes son, no tienen la certeza de ser.
—En 'La lengua en pedazos', todo comienza cuando el Inquisidor le pregunta a Teresa de Ávila: «¿Quién sois vos?». Eso es lo más peligroso que hace el Inquisidor, mucho más que amenazarla con la hoguera o con la destrucción de la casa. Y, sobre todo, cuando al final le dice: «Vos no sabéis quién sois» porque lo que intenta decirle es que, al no saber Teresa quién es, todas las palabras que sostiene son una máscara del vacío y del terror al vacío. Mis personajes son frágiles, se sienten incompletos y a quienes un encuentro azaroso, peligroso, los lleva a la búsqueda de poder completarse.
—Hablemos de su preocupación por las relaciones entre la historia, las palabras de la historia y el individuo.
—¡Uf! Las palabras de la historia, qué tremendo. Todos debiéramos vigilar las palabras y ser comentaristas de textos. Estamos rodeados de textos y debiéramos ser críticos con ellos, incluso con los que emitimos. Preguntarnos hasta qué punto somos autores de ellos o estamos mediatizados por los discursos imperantes. Los textos del pasado o del presente, ¿son realmente así, nos dicen la verdad?
«Vigilar el presente significa eso: prestar atención a las palabras que nos rodean, a las palabras que nos hacen asumir y a los pensamientos que nos hacen pensar»
Yo me he educado en Benjamin, y lo que vengo a entender que me dice es que en el pasado fallido hay una paradójica ocasión de emancipación, porque en esas voces que están a punto de perderse, en las miradas hacia las injusticias del pasado, podemos fortalecernos en las injusticias del presente, fortalecernos ante esa gran injusticia que es la dominación del ser humano por otro ser humano. Este tema del pasado fallido es central en mi teatro, ya desde 'Siete hombres buenos', mi primera obra donde, el pasado roto tiene que ver con la guerra civil y la gobernación de un país fantasmagórico, imposible ya, por el gobierno de la República metido en un cuartucho.
—Un pasado roto que está, como dice, en la Guerra Civil, pero también en los campos de concentración o en el estalinismo, todo eso podemos verlo en su obra.
—Lo que nunca he pretendido es presentarme como la voz de los vencidos, eso me parece obsceno. De lo que se trata es que resuene el silencio de aquellos cuya voz se perdió. El silencio, solo el silencio. En 'Himmelweg', los judíos que están en ese campo no dicen otra cosa que lo que el comandante les ha dicho que deben decir. Para nosotros, todos ellos serán incógnitas, misterios, porque nunca sabremos cuál fue su experiencia, sin embargo, ese vacío es importante para nosotros.
—Usted ha dicho alguna vez que el teatro tiene la misión de vigilar el presente.
—El teatro nos ayuda a prestar atención. Es tremendo: vivimos en un estado general de desatención, y eso podemos vincularlo a los grandes discursos políticos y a la pequeña experiencia. Vigilar el presente significa eso: prestar atención a las palabras que nos rodean, a las palabras que nos hacen asumir y a los pensamientos que nos hacen pensar. El teatro nos exige fijarnos, nos obliga a la escucha permanente para que el presente no se rompa, no se llene de víctimas, no lo hagamos fallar. El fallo del presente es el fallo de nosotros mismos.
—Como director del teatro de La Abadía, cuando programa, ¿también tiene en cuenta esa vigilancia del presente?
-Alguien de este equipo propuso que las cuatro palabras a las que aspira mi teatro se convirtieran en el objetivo de La Abadía. De esta manera, la acción, la emoción, la poesía y el pensamiento está en todo lo que programamos. La gestión es un trabajo fascinante porque se puede convertir en algo muy bello si se dan dos cosas: la reunión de personas, la posibilidad de crear comunidad con los espectadores; y, la otra, acompañar a los creadores, a los directores, a los actores. Siempre sabiendo respetar su voz. En cuanto a la programación, tengo en cuenta un concepto que leí en una declaración de Mortier, que dirigió el Teatro Real, y es que la programación es también una obra, una obra de creación formada por distintas propuestas, distintos perfiles. Intento que el campo sea muy ancho, pero que todo lo que se presente tenga una aspiración a la excelencia.
—¿Hasta qué punto el creador no se ve desplazado por la urgencia, por el torbellino del gestor, y se resiente?
—El creador se resiente, pero también crece. Hay dos frases de Teresa de Jesús que me sirven como guía. Una es «Me trae molida tanto andar con gentes». La otra, maravillosa, supera la anterior: «En la contradicción está la ganancia».
—Y el tiempo, Juan, ¿qué hace con el tiempo?
—No puedo perder el tiempo. El tiempo es poco, demasiado poco, y más cuando uno cumple una determinada edad.
Los días para Juan Mayorga no tienen 24 horas, sino 24 mundos, 24 búsquedas. Hay una idea suya que debemos retener: «Un escritor debe encerrarse, buscar, volverse loco y compartir su locura». Que dialoga con esta otra: «Las palabras, como las acciones humanas, como la historia, son perturbadoras, si se mira dentro de ellas no se ve el fondo, solo sus vibraciones peligrosas». Ese es el rostro de su teatro.
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