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Leer libros en el estribo del infierno
Juana Libedinsky y Martin Amis jugaban al tenis en verano en José Ignacio (Uruguay), pero no se podía hablar de libros durante aquellos 'games'
Juanita jugaba siempre al tenis con Martin Amis, cuando el autor de ‘Dinero’ pasaba sus veranos en José Ignacio, el paradisíaco y bohemio pueblo de Uruguay. Solían salir a comer con sus familias y de hecho ella le realizó, a pedido mío, varias entrevistas literarias, ... pero no se podía hablar de libros ni prácticamente de nada durante aquellos ‘games’ serios, sagrados y esforzados que Amis abandonó más tarde porque le quitaban tiempo y energía para leer y escribir.
Una de las primeras veces que se encontraron en las canchas, el escritor aceptó al marido de Juanita para un partido de dobles y se sorprendió agradablemente —como si fuera una buena señal del destino— que llevara el nombre de Conrado, porque le hacía acordar a Joseph Conrad a quien señalaba sin dudar como su escritor favorito.
Juana Libedinsky, una de las grandes periodistas culturales de la Argentina, recuerda esos días en la página 59 de su flamante libro ‘Cuesta abajo’ (La Bestia Equilátera) donde narra cómo el tenis y la literatura le permitieron sobrevivir a un drama espeluznante: Conrado tuvo un accidente en una pista de esquí y quedó en un coma que fue prolongado y que parecía irreversible. El hecho sucedió en Bariloche, una bella ciudad de la Patagonia, el 27 de agosto de 2019, cuando el marido de Juanita perdió el control en una plancha de hielo, cayó como una bola humana por la pendiente, rebotó con la cabeza y con los pies, se le soltó el casco y se estrelló contra una roca.
Traumatismo encéfalocraneal grave, y un tres en la escala de Glasgow, la fase de coma más cercana a la muerte cerebral: el 90% de estos pacientes nunca recobra la conciencia, y quienes por milagro lo hacen, padecen «trastornos remanidos significativos». La lucha de Libendinsky por cuidar a su esposo y lograr despertarlo de ese sueño oscuro es una odisea humana digna de leerse, porque nos hace reflexionar sobre el amor y sobre la ruleta rusa de la vida, pero con una característica singular: le sucedía a una gran lectora, que de inmediato se aferró al tenis –«le daba orden a mi mundo de caos»– y a la literatura, que al final la mantuvo cuerda en la tempestad.
Mientras aguardaba en ese estribo del infierno, a Juanita la salvaron Joan Didion, Jane Austen, Francesca Segal, Una McIlvenna, David Foster Wallace, Marie Darrieussecq, Jonathan Spence, Nora Ephron, Agatha Christie, y por supuesto, Kafka, Pavese, Murakami, Proust, Balzac, y tantos más.
Los libros, los escritores y a veces las películas, fueron analgésicos frente al dolor y la llevaron en vilo durante esa pausa de infinita incertidumbre, y la arroparon en las largas y desesperantes vísperas de la sorpresiva recuperación. Porque Conrado fue lentamente volviendo del limbo, porque despertó a una orden final de su suegra, porque contra todo pronóstico no registró secuelas y porque, como en las buenas novelas, él y su esposa se negaron luego a caer en los clichés: no se presentaron como héroes, ni consideraron que su punto de vista existencial hubiese cambiado.
Y cuando regresaron a Bariloche y a las pistas de esquí, lo hicieron sin miedos, sin ceremonias ni sentimientos literarios ni refundacionales. Juanita volvió a ser lo que era, como si no hubiera pasado nada. Conrad y Amis hubieran aplaudido ese final
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