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Entrevista con el vampiro
Carlos Robledo Puch, rubio, aniñado e hijo de una familia pudiente y culta, el mítico asesino múltiple había aterrorizado a los argentinos
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![La detención de Carlos Robledo Puch](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/05/28/robledo.jpg)
En el rubro asesinos seriales, Jon Sistiaga consiguió acaso la máxima exclusiva: logró entrevistar en una cárcel de Colombia al mayor depredador de la historia, Luis Alfredo Garavito, acusado de más de doscientas muertes. Por una extraña alquimia, hace unos días los algoritmos me ... conectaron con esa experiencia periodística y también con las secuelas que le dejó: narra Sistiaga que el convicto intentaba todo el tiempo capturarlo psicológicamente.
Y que había percibido por primera vez la «maldad químicamente pura» (sic). Garavito conseguía succionar su energía, y al acabar la entrevista, el reportero notó que el cámara, que era un «un tío joven y guapo», tenía patas de gallo. Sistiaga y su equipo estaban tan satisfechos por la primicia mundial que quedaron para celebrarlo esa misma noche, pero cuando llegó la hora todos comenzaron a llamarse por teléfono y a defeccionar de la juerga; se sentían raramente extenuados: «Ninguno de los cuatro fuimos capaces de salir, nos quedamos en el hotel como cuatro abuelos a los que nos habían dejado sin vida. Garavito había logrado capturar nuestras almas».
Al escuchar eso sentí un cierto alivio, puesto que a los 25 años –cuando yo era un temerario reportero de sucesos– experimenté lo mismo en Sierra Chica, la cárcel de máxima seguridad donde entrevisté a Carlos Robledo Puch. Rubio, aniñado e hijo de una familia pudiente y culta, el mítico asesino múltiple –cometió once homicidios–, había aterrorizado a los argentinos, que lo bautizaron como 'El ángel de la muerte'. Confinado de por vida, Robledo no había querido recibir a ningún periodista –años después Jesús Quintero lograría persuadirlo–, pero yo entonces era joven y tenaz, y viajé por las mías a ese penal inexpugnable.
Como su director estaba convencido de que su huésped más famoso rechazaría mi visita, me ofreció en compensación al 'Loco del Martillo': tenía allí un verdadero supermercado de asesinos. Se me ocurrió una idea: simularíamos juntos que me estaba mostrando la penitenciaría por dentro y provocaríamos un falso encuentro casual. El truco dio resultado. Carlos Robledo Puch se puso en posición de firme cuando abrieron su celda –estaba avejentado pero sus ojos grises refulgían–, me tendió la mano y aceptó la propuesta que yo improvisé: una charla a solas. Al rato nos encerraron juntos en un cubil de dos por dos, sin guardias ni testigos, y el «ángel» me contó durante cuatro horas amenazantes e hipnóticas los querubines que lo visitaban, los mensajes que le enviaba Dios y la maldición que había destruido a cada uno de sus perseguidores.
Al final, logró de una manera insólita darme pena, y le dejé en la entrada un sobre con todo el dinero que traía encima. Me fui de Sierra Chica lleno de culpa y paranoia, y con un cansancio sobrenatural en los huesos, como si un vampiro me hubiera quitado hasta la última gota. Callé esos sentimientos ambivalentes, ese terror íntimo y esa tortuosa fatiga existencial, porque los veteranos de la sección Sucesos se habrían mofado de mí, y conviví años de silencio vergonzoso con aquella «cobardía», con aquella turbia niebla del infierno. Ahora sé que no fue una mera sugestión: Jon Sistiaga, que como yo es agnóstico, lo llama la «maldad químicamente pura». Existe. Doy fe.
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