POR LAS DUDAS
LA EXORCISTA
Un nuevo relato de Elvira Navarro. Poseídos por el diablo, médium y exorcista entran en acción
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Ella era médium. Ejercía de tal desde hacía más de cuarenta años. En todo ese tiempo, no había sido capaz de descubrir si Dios existía. Su experiencia solo le había mostrado que los espíritus se quedaban vagando en un limbo en el que seguían preocupados ... por asuntos terrenales. Eso la angustiaba. Estaba a punto de jubilarse, y aunque no tenía problemas de salud, comenzaba ya a pensar en su muerte. No quería convertirse en uno de esos seres que hablaban por su boca en las sesiones de güija, que no eran más que una réplica impotente y monótona de las personas que fueron mientras estaban vivos. Necesitaba saber si había un Dios que liberase a los espíritus de sí mismos. Pero de Dios no parecía haber ninguna prueba en este mundo. En cambio, del diablo sí, o eso le aseguraba un amigo exorcista. Por eso había decidido convertirse en su ayudante.
Su amigo era un sacerdote jesuita que, para el primer ritual, la citó en un caserón imponente de la sierra. Se acordó de una afirmación de Gabriele Amorth, el famoso exorcista de la Curia: «El diablo ataca a los poderosos». ¿Viviría allí un exministro o un banquero? Su amigo jesuita la esperaba en la puerta.
Su amigo era un sacerdote jesuita que, para el primer ritual, la citó en un caserón imponente de la sierra
—Ponte esta estola antes de entrar —le dijo el sacerdote—. Es importante que no te asustes, aunque al principio no lo vas a poder evitar. —El jesuita la condujo al piso de arriba por una escalera de mármol—. La endemoniada es ella —añadió tras abrir la puerta de un dormitorio y señalar hacia arriba—. Nos acompañan el marido y la hija.
Gabriela saludó a la familia. Las manos le temblaban. Procuró no mirar a la mujer posesa, quien sin embargo sí mantuvo los ojos fijos en ella durante algunos segundos. Se trataba de una cuarentona rubia que volaba alegremente por el techo de su dormitorio mientras su marido, algo más mayor que ella y con tirantes y pajarita, la miraba con aspecto de haberse bebido diez termos de café y estar a punto de sufrir un ataque de pánico. La hija era una adolescente que lloraba, reía y tomaba fotografías de su madre con el móvil. El marido se acercó a Gabriela y le dijo:
—Yo soy ateo, ¿sabe?
Se apenó de aquel pobre hombre. El jesuita empezó a rezar un avemaría y la mujer cambió su actitud: de una animada conversación consigo misma mientras iba de una esquina a otra del techo, pasó a ser una endemoniada típica. Insultó, se retorció, arrancó de cuajo la lámpara y la estrelló contra la ventana. La atención de Gabriela se desvió entonces a una esquina del techo, desde donde una voz limpísima afirmó: «Con eso te has pasado, Manuela». Comenzó a ver una figura enlutada con pendientes de perlas y abanico, sentada en el vacío, y que a todas luces era un fantasma. Al mismo tiempo, Gabriela hacía lo que el jesuita le dictaba: rociar con agua bendita a la endemoniada.
—Hay que lograr bajarla —repetía el jesuita entre oración y oración. Gabriela asentía, pero en realidad estaba atenta de la aparición de otro fantasma. Este permanecía de pie junto a la señora de negro y le decía: «Así nos aseguramos de que no va a hipotecar sus bienes por ese imbécil. En menos de cinco años se habría quedado sin nada». «¿Y no había otra solución? ¿Tenía que verlo también nuestra nieta?».
El siguiente exorcismo tuvo lugar en un piso de Vallecas en el que todo el vecindario se había apostado en la puerta para escuchar a la posesa, que gritaba «¡No!» con una voz infernal. En el piso había dos policías; uno de ellos estaba vomitando en el fregadero. Esta vez los fantasmas aparecieron antes. Mientras el jesuita se ponía el hábito, Gabriela vio el espectro de una joven que susurraba muy bajito «No, no, no». «¿Por qué no dejas ya en paz a tu hermana?», le dijo el espíritu de un hombre mayor con aspecto de campesino. «Calla», respondió la fantasma, y la endemoniada, dos segundos después, gritó «¡Calla!» con la misma voz maligna. Pareció una respuesta a la oración que le estaba dirigiendo el jesuita.
Expresión de horror
El esposo permanecía en el sofá con una expresión de horror tal que a Gabriela le dieron ganas de presentarse como vidente y revelarle que su mujer no tenía a Lucifer dentro, que sólo se trataba del espíritu de sus familiares. Y eso hizo poco después. Volvió a aquel piso y le dijo al marido lo que veía. No supo si mejoró o empeoró las cosas. Asistió a tres exorcismos más, todos similares, y al fin decidió contarle a su amigo jesuita la verdad. Había sentido escrúpulos de confesársela; no quería ser la responsable de una crisis de fe.
—¿No deberías comunicarlo a alguna autoridad eclesial? —le preguntó.
—No seas ingenua—le respondió el jesuita—. A la Iglesia le conviene que exista el diablo.
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