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Europa Central en el origen de todos los conflictos europeos, por Adam Michnik
PREPUBLICACIón
Adelantamos el capítulo 'El gris es un color hermoso', del último libro del escritor polaco, premio Princesa de Asturias, publicado por Ladera Norte, que llegará a librerías el 6 de noviembre. Antología de textos preparada originalmente para el lector español
A las gentes de Europa central nos gustan los chistes. Durante años nos refugiábamos en ellos no sólo porque en el mundo del chiste nos sintiéramos libres y soberanos en medio de la opresión y el dominio soviéticos, que también, sino porque podíamos reír.
Dos hombres están jugando al fútbol y la pelota se les va a los matorrales. Uno de ellos va a buscarla y encuentra una rana. La rana le dice:
—Soy una bella princesa encantada por un brujo malo. Si me besas, volveré a ser una princesa, me casaré contigo, serás príncipe y viviremos juntos en el amor, felices y ricos.
El hombre guarda la rana en un bolsillo y vuelve al juego.
Al rato la rana le dice:
—Oiga, ¿se ha olvidado Ud.? Soy una princesa. Si me besa, volveré a mi ser, nos casaremos y viviremos en el amor, felices y ricos.
—Mire, doña Rana, le voy a ser franco —le contesta—. A mi edad, prefiero una rana que habla que una nueva mujer.
Europa central, que está llamando a las puertas de la OTAN y la Unión Europea, es como aquella rana. La OTAN y la UE todavía no se deciden a besarla, dudando si prefieren una rana parlante o una nueva esposa.
Dejemos de lado la definición de los límites de Europa central. Recordemos la tesis del escritor húngaro Gyorgy Konrad: «Nosotros, los habitantes de Europa central, desatamos ambas guerras mundiales».
Este vasto territorio compuesto por un mosaico de naciones y pueblos, conquistado y maltratado por los imperios alemán, austrohúngaro, ruso y otomano, ha sido y sigue siendo un caldo de cultivo de conflictos y desórdenes. Hoy, siete años después de la caída del muro de Berlín, los pueblos de Europa central enfrentan nuevos desafíos y nuevas oportunidades.
No hace mucho unos escritores, artistas y filósofos idearon Europa central como un reino del espíritu de la libertad, diversidad y tolerancia
¿Qué suerte les deparará el porvenir? ¿Se integrarán en la comunidad de países democráticos y sociedades abiertas o se convertirán en dictaduras provincianas, aisladas y marginadas de Europa?
No hace mucho unos escritores, artistas y filósofos idearon Europa central como un reino del espíritu de la libertad, diversidad y tolerancia. Milan Kundera cultivó ese mito como contrapeso al dominio soviético: en lugar del concepto anglosajón de «bloque soviético», pintó la imagen de Europa central como el hogar de pueblos iguales, con ricas y variopintas culturas alimentadas por múltiples lenguas y religiones, tradiciones y personalidades.
La idea ni iba descaminada, ni era falsa la imagen. Milan Kundera, Václav Havel, György Konrad y otros tenían buenas razones para reinterpretar el legado espiritual de este territorio y desplegarlo ante el mundo como un crisol, donde se tocan y conviven naciones, religiones y culturas diferentes, una especie de precoz encarnación del ideal de una sociedad multicultural: «una Europa de naciones en miniatura que descansa en un principio: la máxima diversidad en un espacio mínimo». Lanzaron asimismo un sensato proyecto espiritual y político al apuntar que los pueblos débiles e indefensos ante los atropellos imperiales de sus poderosos vecinos podían convertir su debilidad en fuerza. Las tierras habitadas por pequeños pueblos, una y otra vez conquistadas y sometidas durante generaciones, resultaban un fértil suelo que había hecho crecer a Robert Musil y Franz Kafka, Tomas Masaryk y Karel Čapek, Adam Mickiewicz y Joseph Conrad, Isaac Singer y Albert Einstein, Miroslav Krleża y Dominik Tatarka, Czeslaw Miłosz y Jaroslav Seifert, Elias Canetti y Emmanuel Levinas, Eugene Ionesco y György Lukács.
Según esta idea, los pueblos pequeños tendrían la ventaja de no abrigar ambiciones imperiales, lo que hacía que abrazaran con naturalidad la causa de la libertad y la tolerancia. Décadas y hasta siglos de experiencia bajo opresión y represión darían origen a una mentalidad caracterizada a la vez por el sentido de la honra y por el de la autocrítica, un tenaz apego a los valores y una audaz fe en los ideales románticos. Aquí la conciencia nacional y cívica no habrían venido impuestas desde el poder estatal, sino que se habrían ido gestando «desde abajo» como resultado de los vínculos humanos. Por tanto, sería más fácil llegar a la idea de la sociedad civil que pensar en un Estado nacional soberano, que no pasaba de ser una fantasía. La diversidad cultural de esas tierras sería, y efectivamente a veces ha sido, la mejor autodefensa contra las usurpaciones de potencias étnicas o ideológicas.
Siete años después del fin del comunismo, ¿qué queda de aquella visión?
El comunismo fue una suerte de congelador que cubrió con un grueso manto de hielo todo el variopinto universo de valores y rivalidades, tensiones, emociones y conflictos. El deshielo iba llegando poco a poco. Primero florecieron bonitas flores, pero más tarde emergieron el fango y la cloaca. Primero vivimos la euforia de la caída del muro de Berlín y de la Revolución de Terciopelo en Checoslovaquia. Y después, en los años 1992 y 1993, una furia xenófoba invadió Alemania oriental, Checoslovaquia se rompió en dos países, en Bulgaria afloró una violenta reacción antiturca, en Rumania y en Eslovaquia antihúngara y en muchos países brotó una fobia contra los gitanos.
El comunismo fue una suerte de congelador que cubrió con un grueso manto de hielo todo el variopinto universo de valores y rivalidades, tensiones, emociones y conflictos
Ciertamente, en aquel «Otoño de los pueblos» de 1989, la libertad regresaba a Europa central y Europa central regresaba a la historia. Pero regresaba a la vez como un territorio de libertad y democracia y como un espacio de odios e intolerancias, étnicos y religiosos. Para las personas de fuera, acostumbradas a tratar todo ese espacio como un solo Soviet bloc, los conflictos que volvían a aflorar parecían de todo punto incomprensibles, pero eran harto obvios para quienes aquí vivíamos. Porque muchos pueblos y culturas experimentaron en carne propia la ambigüedad del derecho a la independencia: el derecho de un pueblo a una vida independiente solía chocar contra las aspiraciones del otro. Y más de una vez el desenlace fueron purgas étnicas.
Franz Grillparzer, eminente escritor austriaco de la primera mitad del siglo XIX, profetizaba la peligrosa vía que conduce «desde el humanismo, a través de la nacionalidad, hasta la barbarie».
Los recovecos del pensamiento democrático en Europa central pueden parecer extraños para la gente de fuera. Lo inspiraba un ferviente y compartido sueño de libertad y democracia. Ese pensamiento fue sometido a una prueba doble: la de la opresión y la de la libertad. Democracia no es igual a libertad. La democracia es una libertad dentro de las normas del derecho. La libertad en sí, es decir, sin los límites que impone la tradición y el derecho, conduce a la anarquía y al caos, donde rige la ley del más fuerte.
Varias generaciones de polacos han buscado su propio camino hacia la libertad. Para la mía el camino arrancó en 1968, cuando decenas de miles de estudiantes salieron a las calles para expresar su rechazo al régimen. Ocurrió en Polonia y en varios otros países.
¿Tuvieron algo en común las rebeliones de los estudiantes en Berkeley, París, Berlín occidental, o Varsovia y Praga?
Aparentemente fueron movimientos bien distintos. Mientras los estudiantes en Berkeley y París rechazaban la democracia burguesa, los de Varsovia y Praga exigían la libertad que esa misma democracia garantizaba. Es más, a los estudiantes de Berkeley y París les cautivaban la idea comunista y la retórica revolucionaria de Mao Zedong, de las que nosotros, sus colegas de Varsovia y Praga, estábamos muy hartos.
Aun así, pienso que algo en común sí tuvieron, a saber: el espíritu antiautoritario, el afán de emancipación y la convicción de que «para ser realista hay que pedir lo imposible». Al fin y al cabo, a nosotros nos habían metido en la cabeza que el único sistema posible era el «socialismo real»… Y hubo algo más: el imperativo de rebelarse que derivaba de la certeza de que «mientras el mundo siguiera como estaba, no valía la pena morir en la cama». O sea, mientras el mundo fuera injusto.
Ese fue el meollo de la cuestión. El origen de la rebelión de 1968 fue el anhelo de un justo acceso a la libertad y al pan, a la verdad y al poder. Aquella rebelión tenía algo grandioso y emocionante y acabó transformando las mentes de más de una generación. Pero la revuelta de nuestros colegas norteamericanos y franceses conllevaba también elementos terribles: universidades arrasadas y bibliotecas devastadas, bárbaros eslóganes de desprecio por la labor intelectual y, por último, violencia, terrorismo, crimen político. Esto también forma parte de su legado.
Democracia parlamentaria
En aquel entonces yo me consideraba socialista, un hombre de izquierdas. ¿Por qué hoy rechazo estos calificativos? ¿Por qué considero confusa la misma distinción entre derecha e izquierda? ¿Por qué rehúyo toda adhesión ideológica?
Le pregunté un día a Jürgen Habermas: «¿Qué es lo que queda de aquella rebelión libertaria de 1968?». Me respondió: «La democracia radical». Esa idea me resulta atractiva, por tanto procuraré descifrarla.
La democracia parlamentaria y la economía de mercado siempre han tenido enconados detractores, llamémoslos conservadores y socialistas.
Para el conservador la democracia negaba la tradición, significaba la derrota del espíritu cristiano ante los embates del nihilismo depredador y el triunfo de un sistema que generaba, ocultaba y perpetuaba la desigualdad y la injusticia. Para el conservador el hombre era una bestia a la que era imposible domar con la razón sin recurrir a instituciones poderosas.
El socialista por el contrario contempla al hombre como un ser esencialmente bueno a quien sólo las inhumanas condiciones sociales obligan a portarse como un animal.
Ambos rechazaban el orden social basado en un libre juego de fuerzas políticas y económicas en cuanto dictadura de la propiedad y del dinero. El conservador afirmaba que ese orden despertaba la bestia latente en el hombre. El socialista consideraba que le compelía a la conducta de bestia depredadora. Así surgieron dos grandes utopías: la retrospectiva y la futurista, una que evocaba una armonía jerárquico-conservadora y otra que remitía a una armonía igualitaria socialista.
Cabe indagar los vínculos de ambas utopías con los dos totalitarismos del siglo xx. Podemos discutir si el bolchevismo abusaba de la idea socialista o si el pensamiento socialista alimentaba con argumentos intelectuales y políticos al bolchevismo. Podemos estudiar si el fascismo aprovechaba el miedo conservador a la libertad y su anhelo de retorno a un mundo de valores preindustriales o si los propios conservadores vieron en el fascismo un baluarte ante el embate de la destrucción demócrata-liberal. Pero que existían algunos vínculos es indudable, lo cual no obsta para que encontremos a conservadores en la oposición antifascista y a socialistas entre los adversarios más enconados del bolchevismo.
Ambas utopías antiliberales engendraron sistemas totalitarios. He vivido cuarenta años bajo uno de ellos, pero he aprendido a aborrecer a ambos.
Me preguntan a menudo los jóvenes por qué los que pertenecemos a la generación del 68 nos rebelamos contra el comunismo. ¿Por qué Uds. no siguieron a la mayoría acomodaticia que se resignaba a vivir y buscaba prosperar bajo una dictadura totalitaria, sino que prefirieron ser una exigua minoría perseguida?
Pues rechazamos el comunismo por múltiples razones. Porque era una mentira, mientras nosotros buscábamos la verdad. Porque imponía el conformismo y nosotros buscábamos la autenticidad. Porque significaba esclavitud, miedo y censura y nosotros queríamos libertad. Porque suponía desigualdad e injusticia social y nosotros creíamos en la igualdad y la justicia. Porque instauró una absurda economía de déficit crónico y nosotros aspirábamos a un bienestar y una economía eficiente y racional. Porque era un permanente asalto a la tradición y la identidad nacionales de las que nos sentíamos legatarios. Porque perseguía a la religión, mientras que nosotros considerábamos que creer en Dios era uno de los derechos fundamentales del hombre.
Para oponerse a la dictadura totalitaria arriesgando o hasta sacrificando la seguridad propia o de la familia había que tener fe en que «la vida es un juego que va muy en serio»
Por tanto, rechazamos el comunismo en nombre de los valores que amparaban conservadores, socialistas y liberales. Fue así como se fue conformando la singular alianza de ideas que Leszek Kołakowski definió en su célebre ensayo «Cómo ser un socialista-conservador-liberal».
Aquella alianza se desmoronó con la caída del comunismo. Pero antes de romperse había dado lugar a un absolutismo moral que marcaría el debate público posterior. El absolutismo de la oposición anticomunista exigía una fe incondicional en que el comunismo era el mal integral, un imperio del mal, el demonio de nuestro tiempo, y por tanto resistirlo era naturalmente bueno, noble y bello. Para la oposición anticomunista, los comunistas eran diablos y mientras que ella se consideraba un coro de ángeles.
Lo estoy escribiendo con conocimiento de causa porque yo mismo compartía un poco aquel absolutismo moral. No me arrepiento de ello, ni pienso avergonzarme. Para oponerse a la dictadura totalitaria arriesgando o hasta sacrificando la seguridad propia o de la familia había que tener fe en que «la vida es un juego que va muy en serio», según decía Bohdan Cywinski, historiador de la Iglesia católica bajo el comunismo. Cada día había que tomar decisiones que podían costar mucho. No se trataba de debates académicos sino de actos morales que podían acarrear años de cárcel o arruinar carreras profesionales. Si uno era un disidente militante era propenso a juicios duros y severos. Uno defendía principios humanistas, pero vivía a diario un culto de valores heroicos entre los que la fidelidad era primordial. Fidelidad a la identidad propia y a los amigos disidentes, fidelidad a los valores traicionados y ridiculizados, al pueblo, a la Iglesia o a la tradición.
Esta moral adolecía de una debilidad —escribía Cywinski—, que era la falta de condescendencia con la debilidad humana. Los apóstatas eran condenados y la redención era difícil. La tolerancia hacia ideas diferentes era algo corriente, pero hacia posturas éticas y valores diferentes había, como mucho, una tolerancia «fría» con marcadas reservas. La idea de una «actitud abierta» no era corriente cuando no directamente cuestionada: Abierto, pero ¿hacia el mal o hacia el bien?
Era una ética de defensa de valores puestos en duda y no la ética de un diálogo incondicional. Y probablemente, no podía ser de otra forma porque los valores no eran rebatidos con argumentos sino combatidos con brutal violencia. Se trataba realmente de una fortaleza sitiada.
Los más formidables campeones de la resistencia de aquellos años, como Alexander Solzhenitsyn, Václav Havel o Zbigniew Herbert, defendían valores absolutos. El poeta decía: «Ojalá no te abandone tu hermano: el desprecio por los confidentes, verdugos y cobardes, porque estos triunfarán».
Pero hemos triunfado nosotros. ¡Ay de los absolutistas morales que triunfan políticamente, siquiera momentáneamente!
El absolutismo moral es una gran fuerza de los hombres mientras están combatiendo la dictadura, pero se torna debilidad cuando procura instaurar la democracia sobre sus ruinas. Porque en la democracia ya no caben ni utopías de un perfecto mundo justo y armonioso, ni el rigor ético de la resistencia antitotalitaria. Ambos son o bien incongruentes, o bien falaces, porque ambos atentan contra el orden democrático.
Veamos: tras años de sufrimiento, humillación y heroica resistencia, la virtud desea laureles. Más de una vez lo hemos visto en el siglo xx, cuando los antiguos opositores de la dictadura, una vez derrocada ésta, enarbolaban banderas de venganza y recompensa. Es decir, haber militado en la resistencia autorizaría a ejercer el poder. Hace falta mucha sabiduría política y coraje civil para decir lo que en mayo de 1945 León Blum, antiguo presidente del Gobierno y firme adversario del mariscal Pétain, dijo a los combatientes de la Resistencia francesa:
No creo que haber participado en la resistencia le dé a nadie el derecho a reclamar el poder. En una democracia el derecho al poder no le es concedido a nadie de antemano. El pueblo soberano tiene también el derecho a no estar agradecido. Si asumiéramos que los servicios prestados autorizan a ejercer el poder, podríamos justificar muchas dictaduras. Porque no hubo apenas dictaduras que en un principio no hubiesen prestado importantes servicios, reales o imaginarios, a sus pueblos.
La democracia es un orden permanentemente imperfecto, un mundo de Libertad —pecaminosa, corrupta y frágil— que vino después del derrumbe del mundo totalitario de la Necesidad, que también, afortunadamente, había resultado imperfecta…
Libertad triunfante
La libertad triunfante forzó la ruptura de la coalición de ideas antitotalitarias que resultaron discrepantes. El igualitarismo se enfrentó a una economía liberal, el conservadurismo desafió al espíritu del liberalismo y la tolerancia. Surgieron nuevos dilemas que el socialista, el conservador y el liberal pretendían solucionar de maneras diferentes: cómo ajustar cuentas con el pasado, cuáles deben ser las pautas del nuevo sistema, qué papel debe jugar el mercado libre, qué papel ocuparán la Iglesia y la religión en la nueva realidad, y muchos otros.
Para el socialista, lo primordial será conferir un rostro humano a las crueles reglas de la economía de mercado y defender a los más pobres, así como instaurar un Estado laico en el que se toleren todas las confesiones y etnias.
El conservador pretenderá restaurar la simbología nacional, revestir la Constitución y las instituciones de carácter cristiano, advertirá del peligro del liberalismo y del relativismo y pedirá castigar severamente a los hombres del antiguo régimen.
El liberal dirá: primero, una economía capaz de crecer con las reglas del mercado, unos impuestos estables y claros, privatización y una moneda convertible. El liberal defenderá también al Estado ante los reclamos de la Iglesia y la tolerancia hacia las minorías nacionales y hacia los países vecinos, y comprenderá que puede haber diversas ideas sobre el pasado.
Todos ellos plantearán sus ideas en un contexto nuevo, en el que surgirá una nueva ideología populista que seguirá careciendo de nombre y que tendrá algo de fascismo y de comunismo, de igualitarismo y de clericalismo, que apuntará a una crítica radical de la Ilustración y que esgrimirá un lenguaje de absolutismo moral. Aparecerá una nostalgia de los «buenos tiempos del comunismo», cuando uno trabajaba y ganaba poco pero siempre alcanzaba para comer y tomarse unos tragos. Nostalgia que sorprende al socialista, al liberal y al conservador.
Para comprender los dilemas de las nuevas democracias postcomunistas es preciso tener presente este nuevo contexto. Una de las controversias enfrentó a los portavoces de la justicia y los partidarios de la reconciliación nacional. Los primeros pedían un castigo ejemplar de los culpables, mientras que los segundos abogaban por una reconciliación de los enemigos políticos de ayer en nombre de un porvenir mejor. A veces las posturas rozaban la caricatura: mientras unos demandaban quitar derechos a los miembros del aparato del Partido Comunista, otros parecían olvidarse de que la dictadura había existido. La solución que planteé, «amnistía sí, amnesia no», resultó demasiado difícil para los antiguos opositores demócratas.
El debate en torno a la economía de mercado desembocó en un conflicto social en el que el socialista y el conservador se dieron la mano para rechazar las reformas liberales. El desempleo, el aumento de las desigualdades y la consiguiente frustración de los trabajadores frenaron su ritmo.
Para los países que recuperaron la independencia tras una larga opresión resultó esencial la controversia en torno a qué tipo de Estado era deseable: un Estado basado en el principio nacionalista o uno fundado sobre la ciudadanía. Los conservadores, partidarios del principio nacionalista, insistían en que había que reconstruir la devastada esencia étnica. El conservador nunca se fiaba de la democracia liberal al considerar que su principio rector, es decir, la libertad misma, era el culpable de engendrar la dictadura totalitaria. Por tanto, argumentaba, un orden legal carente de un fundamento religioso era insostenible e inviable. Convencido de que un pueblo sometido por la dictadura totalitaria a una «remodelación» perdía el norte político, convirtiéndose en cínico, caprichoso, errático, indiferente y susceptible a la manipulación, el conservador buscó una autoridad y un árbitro supremos anclados en el orden sobrenatural: un monarca, un caudillo carismático o el magisterio de la Iglesia.
Debate público
Los partidarios del principio de ciudadanía defendían la democracia frente a los embates del nacionalismo intolerante y advertían del peligro de despreciar al ciudadano y a la «sociedad accidental», desprecio que se manifestaba al cuestionar los resultados de las elecciones cuando no resultaban del agrado del conservador y añorar a un «Pinochet ilustrado» para conducir el país. Los liberales recelaban de la idea de «reeducar al pueblo» a sabiendas de que encerraba la ambición de coartar la libertad de prensa y convertir la educación y los medios públicos en vehículos del adoctrinamiento.
Tras años de opresión las iglesias pidieron voz y voto en el debate público. Allí donde la identidad nacional se mezclaba con la religiosa, surgió la tentación de revestir a los nuevos Estados de identidad religiosa. La Iglesia católica en Polonia pedía que la constitución y el código penal reflejarán las normas morales religiosas. Fue particularmente dramática la controversia en torno al aborto. ¿Despenalizarlo significa aprobar que se asesine a los niños no nacidos? ¿Penalizarlo constituye un atentado al derecho fundamental de la mujer de decidir su maternidad?
Aquellas disputas en torno al catálogo de valores en los que debía descansar el Estado iban acompañadas de pasiones extremas. Los adversarios recurrían a argumentos morales y al lenguaje de una propaganda de guerra. Dos universos éticos contrapuestos chocaron. Por una parte, el campo pragmático, a veces cínico y soberbio de la gente del antiguo régimen comunista, y por otra, el anticuado patriotismo de los conservadores que habían resistido aquel régimen. Los valientes protagonistas de la resistencia anticomunista descubrían su rostro fanático, intolerante y refractario a la modernización. Esta regla se fue reproduciendo en todos los países postcomunistas.
Ninguna de esas controversias amenaza con matar la democracia, que, a fin de cuentas, no es otra cosa que un debate permanente. Lo que sí puede ser mortal para ella es que el conflicto entre razones tan absolutas haga que las partes se vuelvan intransigentes. Entonces sí que las bases de la democracia se pueden tambalear. Los movimientos ultra, porten banderas negras, blancas o rojas, gustan de utilizar procedimientos e instituciones democráticas para anular la democracia misma. El radicalismo deriva del sueño muy humano de un mundo puro, armonioso y justo.
Aquellos que en su día creyeron que el fascismo suprimiría la corrupción, la inmundicia y la humillación que acarreaba la democracia liberal no eran monstruos genéticos. Aquellos otros que creyeron que el comunismo acabaría con la injusticia, tampoco eran homicidas encubiertos. Y quienes hoy, como los fundamentalistas islámicos, judíos o cristianos, esperan que el Estado regido por mandamientos religiosos suprima el pecado, la vileza y el sufrimiento, tampoco son necesariamente partidarios cínicos de la violencia, el odio y la intolerancia.
Todos ellos sueñan con purificar el mundo, con descubrir la auténtica y buena naturaleza del hombre oculta bajo la vil corteza cotidiana. Quizá el mensaje más importante del siglo xx sea que la depuración del mundo del pecado no es más que una peligrosa quimera de una mente sedienta de bien. Estamos condenados a ser imperfectos.
Por tanto, la democracia no es ni negra, ni blanca, ni roja. La democracia es gris y nace mediante fatigas y tropiezos. Sólo conocemos su valor y su sabor cuando cede ante los embates de las ideas radicales, rojas, blancas o pardas.
La democracia no es infalible porque el debate democrático nos iguala a todos. Por ello cabe que caiga víctima de la manipulación o no pueda con la corrupción. Suele anteponer la mediocridad a la excelencia, la astucia a la nobleza, la promesa hueca a la pericia. La democracia es una permanente exposición de intereses particulares, una continua búsqueda del término medio, una feria de pasiones y emociones, de envidia y esperanza, una perenne imperfección, mezcla del pecado y la virtud, de lo sagrado y lo malvado. De ahí que la democracia no les guste a quienes buscan un Estado y una sociedad perfectamente éticos y justos.
Y, sin embargo, sólo la democracia es capaz de corregir sus errores porque sólo ella sabe cuestionarse a sí misma. Las dictaduras, rojas o pardas, destruyen la capacidad creativa del hombre, el sabor de la vida y, a fin de cuentas, la vida misma.
La democracia no cura los pecados, pero es un fármaco contra las dictaduras. Porque sólo la gris democracia, con sus derechos humanos y las instituciones de la sociedad civil, sabe sustituir el argumento de la fuerza con la fuerza del argumento. El parlamentarismo devino alternativa a las guerras civiles, aun cuando el conservador siga discutiendo con el liberal y el socialista si ha sido una conquista de la razón o, por el contrario, fruto de su derrota bajo los desastres de las dictaduras.
Son los hombres los protagonistas de la democracia, y no las ideas. Por ello, en un Estado democrático conviven y colaboran ciudadanos, sea cual fuere su credo, nacionalidad o ideología. Las ideologías clásicas, como el liberalismo, el conservadurismo y el socialismo, no definen hoy los debates sobre los impuestos, la sanidad o la seguridad social. Pero estos debates precisan del cuidado socialista de los más necesitados, la defensa conservadora de la tradición y la reflexión liberal sobre la eficiencia y el crecimiento. La política democrática necesita estos valores porque le dan a nuestra vida el sabor y la variedad, así como la capacidad de elegir. Sus recíprocas contradicciones nos permiten ser incoherentes, experimentar y cambiar de opinión o de Gobierno.
El fundamentalismo étnico-nacionalista y religioso es una grave plaga que nos ha legado el siglo xx
Los fanáticos inquisidores de la ideología de turno contraponen sus sucesivos proyectos de la tierra prometida a la corrupta democracia liberal. No subestimemos estas amenazas. El fundamentalismo étnico-nacionalista y religioso es una grave plaga que nos ha legado el siglo xx. Pero nos ha legado también la esperanza de poder plantarle cara. «Alguna esperanza hay que abrigar —decía Golo Mann—, porque la desesperación es tan poco práctica como inmoral».
Los fundamentalistas de diversa calaña fustigan el relativismo moral de la democracia como si el Estado debiera ser el guardián de la virtud. Nosotros, en cambio, los defensores de la gris democracia, le negamos este derecho al Estado y preferimos que sean los hombres quienes vigilen la virtud y la conciencia. Y reiteramos: el gris es bello.
(1998, 'Gazeta Wyborcza')
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