HISTORIAS ANTICLIMÁTICAS
Nuestro décimo, cariño
Los demás jugadores miraron el tapete. Todos dudan en el último minuto. Ignoran que el secreto de la ruleta radica en la quietud del centro
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El ingeniero Segundo Plato llegó al casino de Torrelodones vestido de traje oscuro. Cambió 500 euros en fichas y se sentó ante la Rueda de la Fortuna. Apostaba y perdía con entusiasmo, una y otra vez. Yo no estaba dispuesto a impedírselo, ni ... él a dejar de intentarlo.
—Trescientos al rojo —colocó tres fichas en medio de dos casillas rojas.
Los demás jugadores miraron el tapete. Todos dudan en el último minuto. Ignoran que el secreto de la ruleta radica en la quietud del centro, ese momento en el que todo está a punto de detenerse. Cuánta oscuridad cabe en una pelota que resbala sobre un disco en marcha.
—No va más.
El ingeniero tamborileó los dedos.
—¡Treinta y seis, negro! —recogí las fichas— ¡La casa gana!
Dos hombres se levantaron en dirección a las tragaperras. Ocuparon su lugar tres asiáticas con uñas de gel y mil euros en fichas. El ingeniero las miró con desdén. «Las mujeres con manicura no son de fiar», murmuró para sí. Siguió perdiendo dinero y picoteando frases sueltas. Pidió un Dry Martini extra seco y se tronó los nudillos, varias veces.
—¿Es usted banquero? —preguntó la asiática, que al final resultó norteamericana.
Negó con la cabeza.
—Soy ingeniero especialista en descarbonización —zanjó, sin dar pie a más cháchara.
Mis años como niño de San Ildefonso me enseñaron todo lo que sé sobre personas como él. Hay que dejarlos descalabrarse. Llevan el abismo dentro. Compran lotería. Juegan. Piensan. Creen con facilidad en el amor y la vida eterna, también en el dinero caído del cielo y los implantes de cabello. Amén.
—¿Quiere hacer otra apuesta?
Negó con la cabeza.
—Me engañó —masculló.
—¿Me está hablando a mí?
Una de las asiáticas removió su mojito con una pajita de colores y sorbió haciendo ruidos.
—¿Dice que le he engañado?—insistí— ¿Le parece que no soy un buen crupier?
Volvió a negar con la cabeza.
—¿Se refiere a mi compañera de la caja? —insistí—. ¿No le ha vendido las fichas correctamente?
Suspiró.
—Tiene a su disposición hojas de reclamaciones.
—¡A ella no puedo ponerle una reclamación! ¡No aquí!
Dejó de parecer educado y tímido. Una criatura inesperada se asomaba a través de sus ojos. El labio superior le temblaba. Las manos también. Segundo Plato estaba en trance de perder, al mismo tiempo, su apuesta al rojo, los papeles y la dignidad.
—Se los di todos ¡No me quedó si quiera uno!
Abrió la galería de fotos de su teléfono móvil. Deslizó el dedo índice sobre la pantalla, una y otra vez. No parecía importarle ya la trayectoria de la pequeña bola, que por primera vez en toda la noche giró a su favor.
—Veinte, rojo.
Segundo Plato no se dio por aludido. Masculló sus reproches. Sentí pena por aquel desgraciado, pero en la ruleta no puede surgir amistad o compasión alguna. Como en la lotería de Navidad, toca permanecer impasible, autómata, mecánico. Hay que parecer entrañable, como un huérfano vestido con un traje gris que incita a la ludopatía.
Llegué a este casino enganchado a la adrenalina de ver perder. El fracaso ajeno me hacía feliz. Me gusta ver a la gente dilapidar su dinero y su tiempo, convencidos de que podrán recuperarlo en la próxima ronda. Los malos jugadores, como los malqueridos, avanzan a ciegas, jalonados por la esperanza de una recompensa que creen merecer.
Llegué a este casino enganchado a la adrenalina de ver perder. El fracaso ajeno me hacía feliz
Cambié de mesa tres veces durante la noche. Segundo Plato me siguió en todas. Terminé mi turno antes de tiempo y salí por la puerta de atrás.
—Te invito a una copa, veinte rojo.
Ahí estaba el hombre, otra vez.
—No me llame veinte rojo.
—Y tú no me llames Segundo Plato.
—Ese es el nombre que aparecía en su DNI.
—¡Peor aún! ¡Es mi destino!
Miré alrededor, buscando una salida airosa.
Pasar página
—Vuelva usted mañana, verá cómo la suerte cambia —tercié, nervioso— Usted parece un hombre educado y con posibles. Ya verá cómo toda mejora. Pase página.
—¡Estoy harto de que me digan eso!
Sacó su teléfono móvil del bolsillo, otra vez.
—Pasa página, pasa página, pasa página —imitó la voz gangosa de los cansinos y los psicólogos conductistas.
—¡Mira, mira! ¿Cómo puedo olvidar esto? ¿Cómo?
Me mostró su galería de fotos. Tenía una carpeta llena de décimos de lotería de Navidad.
—¡Este lo compré en Bilbao!
Pasó el dedo y fue a la siguiente.
—¡Este en Barcelona, y este en Badajoz, y este otro en Palma de Mallorca!
Permanecí inmóvil.
—Se los regalé todos, ¡todos a ella!
Rompió a llorar.
—'Toma, amor, te traje este décimo', le decía yo —sorbió con fuerza sus mocos— 'No, no, cariño, es nuestro décimo', me repetía. ¡Se los quedó todos, todos! ¡Incluido el segundo premio!
Cuántos desgraciados como él vi arrastrarse, doblemente embaucados en el juego y en el amor.
—¡Nuestro décimo! ¡Nuestro décimo! ¿Nuestro?
-¿Ha intentado buscarla?
Se sentó en la acera, abatido. Fumamos en silencio un cigarrillo. A falta de mar, la A6 se expandía como un océano sucedáneo. Un operario arrancaba los carteles del concierto Navideño de Isabel Pantoja y en su lugar encolaba uno del cantante dominicano, Jerry Aventura, el canario de Santo Domingo, que visitaba España con tres conciertos de su gira «El amor se acabó, pasa página Tour». Lo miramos pegar uno, por uno, los anuncios. Cuando dieron las doce, se puso de pie. «Nuestro décimo…», dijo sin despedirse. Segundo Plato, el ingeniero especialista es descarbonización de combustibles, atravesó el parking, carbonizado, arrastrando los pies como si al avanzar esparciera sus propias cenizas.
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