HISTORIAS ANTICLIMÁTICAS
Cuarteto del Orinoco
A los episodios de imaginación desbordante siguieron intensas fiebres y alucinaciones. Veía pirañas en el agua y bichos que le arrancaban la piel a pellizquitos
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El director y dictador de orquesta pasó revista a los instrumentos del Santa Cecilia, el galeón más grande que cubría la ruta de Las Américas. Al comprobar el estado de los violines, sintió la tentación de degollar a los lutieres por tan pésima ... afinación, pero se contuvo. Autoritario en ocasiones, aunque prudente la mayoría, el regidor y concertino andalusí se consoló pensando en las fanegas de agave, sotol y caña de azúcar de cuyas raíces las ninfas indianas extraerían para él los más dulces destilados y que servirían de inspiración para sus cuartetos equinocciales.
Se empleó a fondo en la paciencia y el sosiego. Recitó para sí mismo lecciones de Epícteto. «Parécetelo a ti mismo». «Parécetelo a ti mismo». «Parécetelo a ti mismo». Un compositor de la corte no podía permitirse contratiempos la víspera de la mayor expedición musical al Nuevo Mundo. Así se convenció de la inutilidad de agradar, sin perder de vista las complejas diligencias del arte de no incordiar. Así era el caudillo musical andalusí, un prócer a punto de atravesar las oscuras membranas atlánticas con sus veinte metros de cuerdas de tripa de cordero envueltas en hilo de plata.
—Hace bien en ser comedido.
El suboficial Claggard, custodio del palo mayor y azote de carpinteros, toneleros y calafantes, le habló con voz queda y empalagosa.
Calzado en sus botas federicas y convertido su cabello en un penacho frondoso, partió desde el Puerto de Palos
Calzado en sus botas federicas y convertido su cabello en un penacho frondoso, el director dictador partió desde el Puerto de Palos, dispuesto a remontar el Orinoco, ese río naciente del Guaviare que Humboldt cartografió y Julio Verne convirtió en el más fascinante de los cuerpos de agua dulce jamás contados. Él, mesías de todas las orquestas de cámara del Reino, se convertiría en el primer concertino y el séptimo maestro de capilla en cruzar la desembocadura más bronca del trópico de Cáncer.
Cuando estrenó el 'Cuarteto sobre el arte de dejar caer el pañuelo', el director y dictador de la orquesta de Cámara del virrey soñó con fortuna, fornicio y florituras. Se vio a sí mismo como aposentador sexual de las alcobas del Palacio de San Petersburgo. Se imaginó en los brazos de unas zarinas trillizas que añadirían lascivia a su obsesión por los números primos y los quintetos de cuerdas que un músico del romanticismo vienés compuso presa de los delirios con los que la sífilis castiga a los desfogados.
A punto estaba de atarse en sueños al miriñaque de una reina déspota, secuestrado por sus más oscuros estremecimientos, cuando cayó del coy en el que intentaba dormir. Se dio de bruces con la realidad de sus noches oceánicas. Atormentado por los bronquios taponados de las herederas de doña Marina Malintzin, las hijas Malinche que roncaban como cíclopes junto a los remiches del Santa Cecilia, buscó algo de la cera de los navegantes de Ulises, pero en su lugar encontró material profiláctico caducado de la época de la Beltraneja.
Para estirar las piernas y despejar estos sueños recurrentes que alteraban su libido, se dio un paseo por la cubierta. Aturdido por el Mistral, durmió abrazado a su violín de Cremona. Pero las ninfas que turban la razón y arrasan el intestino delgado con sus provocaciones, reptaron hasta su catre con el único fin de provocarle una pulsión irrefrenable de lamer los cuarenta metros de eslora del galeón. El destino no dio tregua al caudillo andalusí, que soportó los infortunios y torceduras necesarias si eso podía convertirlo en poseedor de un manglar sembrado de las criaturas descritas en los bestiarios del Nuevo Mundo y que las fuentes de la Alhambra ya narraban con sus voces de agua.
Todos los almíbares
Presto en el arte músico y la ciencia de la digitación, el director y dictador de orquesta acabó en la orilla terrosa del río que atraviesa el Amazonas y desemboca en el golfo de Paria. Exhausto del agua con sabor a torrezno que le daban a beber en el Santa Cecilia, deseoso de un mordisco dulce y jugoso a cualquier cosa que no supiera a sal, interpretó con la yema de sus dedos el acorde más zafio en toda la historia de la notación occidental. Quería para sí todos los almíbares posibles. Obsesionado con la bragadura de mujeres monstruas, compuso un cuarteto de piernas y un par de folías con las cuales conquistar a las jóvenes que bajaban desde el Casiquiare envueltas en hoja de plátano.
A los episodios de imaginación desbordante siguieron intensas fiebres y alucinaciones. Veía pirañas en el agua y bichos que le arrancaban la piel a pellizquitos, también mujeres hechas de papelón que se disolvían en su boca cuando intentaba besarlas.
—Está hechizado —sentenció el cura de la nao—¡Ese objeto del demonio tiene la culpa! ¡Hay que destruirlo!
El religioso señaló el violín de Cremona. Aguijoneado por la fiebre, el músico apenas pudo siquiera moverse. Fue apagándose, exhausto, por la infección de fantasía que le recorría el torrente sanguíneo. Durmió dos días seguidos, al amanecer del tercero, cuando despertó, los lutieres le informaron del terrible suceso. El violín estaba intacto, pero faltaban las cuerdas de las violas.
—Me temo, señor —murmuró el lutier, sin despegar los ojos del suelo— que las ha usado el párroco para ahorcarse.
Una sonrisa se dibujó en el rostro del director y dictador de orquesta.
—Es una pena —se lamentó— lo hizo justo con las de tripa de cordero italiano, nuestras mejores cuerdas.
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