Relatos de viajes
Praga, en el corazón rebelde del mundo austrohúngaro
Había llegado a la ciudad leída antes que contemplada, sólo imaginada y presentida. Un lugar del que me había apropiado por lecturas, documentales y películas
A orillas del impasible Mosa, por César Antonio Molina
Viaje a Eleusis, por Luis Alberto de Cuenca
Ítaca no vende, por María José Solano
Otros textos de la autora
![La calle Nerudova en Praga](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/07/23/fotoeva.jpg)
Bajo los mapas se escondía una Praga secreta y misteriosa, la ciudad mítica de Mitteleuropa, el viejo sueño centroeuropeo
Recuerdo que al llegar había una luz de soles húmedos y el sonido de trenes lejanos en noches de insomnio. Era el rumor del río Moldava ... y la corriente contra los tajamares del puente de Carlos. Había llegado a Praga, la ciudad leída antes que contemplada, sólo imaginada y presentida. Un lugar del que me había apropiado por lecturas, documentales y películas. El corazón de Centroeuropa, el mito rebelde del imperio austrohúngaro, uno de los ejes mágicos de la Mitteleuropa de Claudio Magris.
Tengo un nefasto sentido de la ubicación. Me apasionan los mapas pero con un sentido meramente decorativo, como objeto histórico o 'souvenir' de los viajes de mi vida. No me sirve Google Map porque nunca sé dónde está el Norte ni el Sur. Me pierdo en todas las ciudades, salvo en una. ¿Qué me ocurrió en Praga? ¿Por qué sentía que era un lugar reconocido y vivido? Como en la frase de Saramago: «Siempre llegamos adonde nos esperan». Y Praga me estaba esperando.
No era un viaje turístico sino una travesía a medias entre lo personal y lo profesional
No era un viaje turístico sino una travesía a medias entre lo personal y lo profesional. Había decidido situar en Praga una parte importante de mi novela 'El sonámbulo de Verdún' porque quería contar la historia del siglo XX desde el corazón de Centroeuropa. Así que me fui a buscar el viejo sueño del continente desde el lugar en el que palpitan las vísceras cansadas de Europa. También allí donde aún se reconocen las cicatrices de antiquísimas batallas.
Había leído mucho sobre la Primera Guerra Mundial porque la novela arrancaba el 12 de junio de 1916, en la batalla de Verdún. La historia sucedía entre Viena y Praga, en dos lugares simbólicos del imperio austrohúngaro, justo antes de su desaparición, en el 'finis Austriae' que contaron Stephan Zweig, Joseph Roth o Karl Kraus. También Robert Musil en 'El hombre sin atributos', la gran novela que narra la tragicomedia del imperio austríaco, la desarticulación grotesca de la maquinaria habsbúrgica, la Kakania decadente del emperador Francisco José.
El viaje por Viena estuvo bien, violines para valses de melancolía en el Hofburg y en el Schönbrunn, tarta sacher, ondinas de Klimt por el Danubio, paseos por la Ringstrasse y banderas negrigualdas del antiguo imperio austrohúngaro. Pero en Praga sucedió algo diferente. No viajaba a un sitio nuevo del que sólo me había apropiado librescamente. Llegaba a un lugar del que en realidad nunca me había ido.
Era un viaje iniciático que iba a cambiarme para siempre, pero yo no lo sabía. Iba sólo para recorrer la ciudad, olerla, descubrir sus colores, cómo suenan sus calles, reconocer la luz sobre sus viejas piedras. Y también para elegir los detalles reales del protagonista de mi novela: Jaroslav Smoljak. Pero al final terminé convertida en Jaroslav Smoljak. Como si mi personaje me hubiera prestado los recuerdos que tenía de su ciudad.
Recorrí toda la ciudad paseándola, sin consultar mapas—total, para qué—, aplicando las teorías del buen 'flâneur'
Yo había elegido que Jaroslav viviera en Malá Strana, barrio al otro lado del Moldava, que yo había identificado —no sé muy bien por qué— con Triana. La asociación es delirante, lo sé, pero yo, que soy de Sevilla, sé que debajo de la apariencia festiva y folclórica de Triana hay una ciudad secreta y silenciosa. Igual que en ciertos lugares de Malá Strana. Sólo hay que evitar a los turistas, el folclore postizo y levantar los viejos adoquines bajo los que se oculta el corazón secreto del barrio.
Había decidido que la casa de la historia estuviera en ese barrio, en la calle Nerudova, cerca del palacio de los Morzin, donde están los moros de piedra que salen en tantas fotografías de las guías. Ése era el lugar de la novela: la casa de Jaroslav en Malá Strana. Pura cartografía de Jan Neruda y sus 'Cuentos de Malá Strana'.
Recorrí toda la ciudad paseándola, sin consultar mapas—total, para qué—, aplicando las teorías del buen 'flâneur', dejándome llevar por lo que me decía la ciudad. Paseé divagando por el barrio de Josefov, donde estuvieron las casuchas de la antigua judería desaparecida. Mi personaje había podido ver aquel laberinto de casas sucias de lluvia y tiempo. Un lugar que ya no existe. Pero, como si hubiera podido ser Jaroslav, vislumbré el viejo barrio bajo la apariencia actual de la ciudad.
Atravesé la Praga-escaparate evitando las catedrales de San Vito en miniatura, los golems de arcilla rabínica como 'souvenir', las vajillas de cristal bohemio y las marionetas que caben en la maleta de vuelta. Marionetas con personajes como el rey Rodolfo, famoso monarca del linaje Habsburgo creador de un fabuloso gabinete de curiosidades. Y marionetas como la del buen soldado Svejk, el personaje del borrachín y sarcástico Jaroslav Hasek. Y, por supuesto, toda la galería absurda de presuntos recuerdos de la ciudad que se producen en lejanas fábricas orientales.
Los paseos por Praga estaban llenos de sorpresas. O, mejor dicho, no tenían sorpresas, porque siempre adivinaba lo que estaba a punto de ocurrir. Caminaba por una ciudad que conocía y reconocía, por eso sabía que desde la calle Nerudova a la calle Loretánská, tenía que atravesar un pasaje. Y que en la calle Karlova dejaría atrás el viejo cine Ponrepo. ¿Por qué sabía que allí hubo alguna vez un cine? Seguramente lo había leído en un viejo relato o en las crónicas que escribía Egon Erwin Kisch sobre las calles nocturnas de Praga. ¿Pero, por qué me era tan familiar la cúpula verde malaquita de San Nicolás? ¿Y por qué razón reconocía el olor que tenían los praguenses a ropa húmeda y mal soleada?
Niño praguense
Evidentemente podría explicar que me había apropiado de memorias ajenas. Ahí estaba, por ejemplo, el maravilloso libro de Jaroslav Seifert, el Premio Nobel de Literatura que en 'Toda la belleza del mundo' había contado sus memorias de niño praguense. Por él sabía cómo suenan las aguas del Moldava cuando chocan con los tajamares del puente y también que la ropa no se seca bien en estos lugares de soles turbios.
Sé que una de las características de los mapas de Praga son los 'pruchody', los pasajes que recorren el interior de las casas y dan a calles imprevistas, a traspatios o a jardines olvidados. Hay que conocer muy bien la ciudad para saber guiarse por esos atajos, por un laberinto de callejas que se adentran en el vientre de los edificios. Y tener mucha intuición cartográfica o ser un viejo paseante de Praga —como lo fue Apollinaire en su libro famoso— para no perderse por esos corredores medievales que a veces terminan en los traspatios de bloques de edificios de época comunista. Escenarios que me recordaban el tierno sarcasmo que Bohumil Hrabal destilaba para sobrevivir a la cruel pesadilla soviética.
La experiencia de los 'pruchody' fue como caminar por los patios de mi infancia. Sabía lo que iba a suceder al doblar la esquina o la escena que aparecería después de atravesar un callejón. Al recorrer esos pasajes que conectan unas calles con otras, se tiene la sospecha de que la ciudad se mueve, se multiplica o casi se borra —según sus caprichos— como les ocurre a todas las ciudades hermosas con poder para decidir el destino de su decadencia.
Lo más extraño de este viaje me ocurrió al visitar el castillo de Praga. Era una mañana de otoño, el 18 de octubre de 2008. Intentaba evitar las masas de turistas, pero eso era casi imposible. Sin embargo, al entrar en el área del monumento vi una puerta con un letrero que anunciaba una exposición dedicada a la Compañía Nazdar. Un lugar que pasaba desapercibido para los turistas porque pocos saben qué fue la Compañía Nazdar, sólo unos cuantos ancianos de Praga con nostalgia por el pasado. Y yo...
La Compañía Nazdar estaba formada por los soldados que lucharon en la Legión Checa en el ejército francés durante la Primera Guerra Mundial. Querían liberar Bohemia de las garras del águila imperial austríaca, como los rutenos, húngaros o eslovacos que también odiaban las glorias patrióticas del imperio austrohúngaro de Francisco José. Fueron los desertores del ejército austrohúngaro, como mi personaje.
En esa exposición sobre la Legión Checa descubrí la fotografía de un soldado de la Gran Guerra. Tenía los ojos grises y los pómulos altos y afilados de un eslavo. En una vitrina, se podía leer un documento con una declaración de identidad y un número de matrícula. Era un contrato de enganche para tiempo de guerra firmado por un voluntario de la Legión Checa. Todo eso lo anoté en el cuaderno de viaje porque tenía delante de mí a Jaroslav Smoljak.
La segunda vez que volví a Praga fue para participar en un acto del Instituto Cervantes. Allí comenté de manera informal que estaba escribiendo una novela que se situaba en la ciudad y cuyo protagonista era un soldado de la Gran Guerra. Supongo que les pareció tan exótico que una escritora española estuviera embarcada en semejante argumento novelesco que me invitaron a la segunda cadena de la televisión checa, algo parecido a La 2 de TVE. Y allí que me vi hablando en directo —con traducción simultánea, naturalmente— sobre mi Jaroslav Smoljak. Jaroslav aún no estaba escrito y los checos ya conocían su historia, cómo había desertado del ejército austrohúngaro, sus pómulos altos de eslavo y que su ropa siempre olía a humedad.
Regresé a España con la idea de que había caminado por una ciudad laberíntica y perturbadora, tal y como la había leído en el libro de Angelo María Ripellino, 'Praga mágica'. Una ciudad que atrapa en las redes viscosas de una pesadilla porque Kafka sigue regresando todas las noches a su casa de la calle Celetná. Mientras, el poeta surrealista Nezval se queda bebiendo cerveza antes de volver a su buhardilla del barrio de Troja. Lo sé porque lo he visto.
Ya en el avión repasé el libro de Ripellino para toparme con una frase que había subrayado sin recordarlo: «Una cosa es cierta: que desde hace siglos deambulo por la ciudad moldaviana».
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete