POR LAS DUDAS
La ciudad de las luces
Le habían dado una beca Erasmus para estudiar en París. Tenía 21 años, acababa de terminarse 'Rayuela' y lo único que quería era ser como Horacio Oliveira y la Maga
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Le habían dado una beca Erasmus para estudiar en París. Tenía 21 años, acababa de terminarse 'Rayuela' y lo único que quería era ser como Horacio Oliveira y la Maga.
Fue con sus padres en agosto para buscar alojamiento. Su idea era encontrar una ... habitación en cualquier residencia universitaria, y a tal fin recorrieron la Cité Universitaire, luego las residencias que no estaban en la Cité pero que eran céntricas, y más tarde las que ya no eran céntricas pero estaban dentro del mapa que se habían llevado de Madrid. Con la casi simbólica beca Erasmus más el dinero que podían poner sus padres no les alcanzaba; el precio de los pocos alojamientos que no tenían apabullantes listas de espera era inasumible.
Tras mirar las fianzas imposibles de apartamentos, buhardillas y estudios —y descubrir la desconfianza de los parisinos ante la palabra «españoles»—, acabaron en unos alojamientos para jóvenes trabajadores situados en un suburbio, donde eventualmente también aceptaban a estudiantes extranjeros. Su padre, que hablaba un francés extraño, desmadejado, negoció las condiciones de su estancia, y al salir se limitaron a dar un breve paseo por los alrededores y a observar sin hacer comentarios. No llegaron a pronunciar la palabra «gueto», que podía arruinarles su triunfo.
Su relación con París fue problemática desde el principio. Para empezar, no vivía allí exactamente
Su relación con París fue problemática desde el principio. Para empezar, no vivía allí exactamente. Su residencia estaba en una 'banlieue', y también su universidad. París empezaba más abajo y se extendía hacia el sur como una quimera. Era lo suficientemente grande como para fantasear con que no tenía límites, y lo recorrió casi a diario tomando un autobús que tardaba una hora en dejarla cerca de los jardines de Luxembourg.
A veces no bajaba hasta Luxembourg, sino que se quedaba en Barbés o en Place de Clichy, zonas no tan relucientes. A menudo iba a la 'rive gauche', que al principio exploró encantada y luego asqueada, pues, para ser allí ciudadana de pleno derecho, le hacían falta demasiadas cosas. Su asombro inicial se esfumó, y la calles comenzaron a parecerle tacañas, al menos con relación a las desmesuradas expectativas que ella albergaba. Volvía a su residencia de la 'banlieue' ya de noche; conforme el metro avanzaba hacia el norte, iba llenándose de hombres y mujeres de origen africano o magrebí que, al igual que ella, vivían en el suburbio, y que regresaban de trabajar. Sus rostros estaban siempre cansados.
Cuando se hartaba de tanta 'rive gauche', se iba hasta el Bois de Vincennes o hasta Boulogne-Billancourt
Cuando se hartaba de tanta 'rive gauche', se iba hasta el Bois de Vincennes o hasta Boulogne-Billancourt, o deambulaba por los distritos XIX y XX y también más allá de Montmartre, atravesando un puente desde el que se avistaba un cementerio. También se iba a la calle Joseph de Maistre, ante cuya plaquita recordaba sus 'Consideraciones sobre Francia', y especialmente estas palabras: «Durante mi vida, he visto franceses, italianos, rusos, etcétera; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero, en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es en mi total ignorancia».
Se las sabía de memoria porque abrían un trabajo que había hecho para una asignatura llamada La Modernidad y sus crisis, y al pasar por esa calle le rendía tributo repitiendo mentalmente la cita en el tono de sorna que usaba de Maistre. Sin embargo, esa sorna, ahora que ella misma vivía en un gueto, le sonaba profundamente amarga.
Contaba cada euro que gastaba para llegar a fin de mes. Apenas salía de fiesta; su vida social era siempre en algún piso de estudiantes, donde cada uno llegaba con su aportación de cuscús, queso y vino. Si perdía el último metro, tomaba el autobús nocturno, que tardaba cerca de dos horas en dejarla en su residencia, y del que la desalojaron un par de veces con gases lacrimógenos porque subían pandilleros que amenazaban al chófer.
Un muro invisible
Vivir París como una rata, teniendo que volver cada noche a su alcantarilla, tuvo efectos no sólo en la percepción de la ciudad, sino también de sí misma. Daba igual que estuviera de paso y que además, y en comparación con toda esa gente que regresaba con ella en el metro tras matarse de trabajar, ella fuera una privilegiada. En unos meses se le adhirió a la piel el tener que hacer economías para todo y aquella sensación de frontera que se experimentaba en la 'banlieue', como si fuera un territorio meado por un gato negro.
Percibía un muro invisible, tan disuasorio como la presencia de un fantasma. Sin embargo, a pesar de la resquebrajadura, siguió casi todos los días haciendo sus pinitos para pasar al otro lado, a solas o en compañía; para ingresar en la orden de los que bajan por la rue Monsieur Le Prince y encuentran a la Maga apoyada en el pretil del Pont des Arts. Era ridículo, porque el tiempo de las rayuelas, si alguna vez existió, ya había pasado, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
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