POR LAS DUDAS
Asesinas
El rostro de la chica es inquietante. Su boca luce enorme y muy roja, como cortada con un cuchillo. Los ojos de huevo brillan y parecen a punto de salirse de las órbitas
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Cecilia pide un tercer café y una botella de agua. Aunque está sudando, no abandona su sitio junto a la ventana. Ni siquiera le molesta el sol. Espía la casa de un antiguo socio y amigo que primero arruinó su negocio y luego se quedó ... con todo su dinero. Está esperando a que la mujer de su exsocio salga de la casa para presentarse allí y matarlo.
Los parroquianos hablan de un niño atropellado el día anterior. Por lo visto, según la dueña del bar, era un chiquillo riquísimo. Pobrecito. Los viejos se quejan de los coches tan grandes y altos que la gente se compra ahora, esos SUV pretenciosos. Si se te cruza un crío o un animal muy cerca del coche, dice un hombre, te lo llevas por delante, porque no lo ves. Y eso es lo que pasó con el niño.
Cecilia se gira para mirar a los parroquianos. El tercer café la pone paranoica. Ahora la inquieta que estén hablando de la muerte. Mete la mano en el bolso y toca una pistola que apenas sabe manejar. Luego vuelve a girarse y se sorprende al descubrir a una joven sentada en una de las mesas del fondo. ¿Desde cuándo está allí? No la ha visto entrar. Se trata de una chica extraña que tiene toda la mesa llena de papeles con los que hace figuritas: aviones, palomas, flores. Las va colocando alrededor de la mesa. Hay algo antinatural en sus brazos, como si los recorrieran pequeños espasmos.
El tema del atropello del niño se agota y los viejos se ponen a jugar al dominó. El bar se sume en el silencio. Cecilia lleva más de tres horas al acecho, y está ya tan desquiciada que, sin querer, deja de vigilar la casa de su exsocio. Su atención se desliza hacia la muchacha del origami. Tiene la impresión súbita de que esa joven también la mira.
Vuelve a vigilar la casa de su antiguo socio, si bien ya es inútil
El rostro de la chica es inquietante. Su boca luce enorme y muy roja, como cortada con un cuchillo. Los ojos de huevo brillan y parecen a punto de salirse de las órbitas. Su cuerpo es rocoso y tiene algo inhumano.
Cecilia trata de ignorar a esa joven monstruosa que ha comenzado a escrutarla codiciosamente, tal y como ella vigila la puerta de la casa del hombre al que quiere matar.
Se pone en pie. Va hasta la barra. Vuelve. Otra vez. En realidad, actúa. Sabe que sus pasos están condicionados por la angustia. Duda. ¿Acaso ha sido ya descubierta? Dirige una mirada de expectación hacia la muchacha. ¿La habrá enviado su exsocio para que la despiste?
La puerta se abre de golpe y los ancianos corean ¡Quico, Quico!, y se ríen. El tal Quico es un cincuentón delgado y altísimo que avanza renqueante entre las mesas.
—Ha aprendido a tocar la armónica –dice un viejo.
—Lo que él hace no es música –apunta otro.
Quico saca una armónica del bolsillo.
—Soy capaz de tocar vuestros nombres –anuncia muy solemne–. Manuel, dime tu nombre.
—Mi nombre ya lo has dicho.
Los demás le alientan: ¡Dile tu nombre, a ver qué hace!
Quico patalea. Luce un bigote encanecido y una barba rojiza recortada en punta. Durante algún tiempo no dice nada y simula un trance. Está borracho. Finalmente repite:
—Dime tu nombre.
—Manuel –responde el viejo.
Sus manos huesudas se llevan la armónica a la boca. Contorsionándose, emite más de tres sonidos que poco tienen que ver con el vaivén de las sílabas. Los viejos abuchean.
Una pistola
Cecilia asiste a la escena sin prestarle atención. Ya sólo le interesa la chica del fondo, que, al igual que ella, tiene un bolso en su regazo en el que mete de vez en cuando la mano, como si también acariciara una pistola. ¿Quién es esa joven y por qué de repente le asalta la certeza de que lleva un arma? Se acuerda de esa palabra alemana que designa a un doble malvado: 'Doppelgänger'.
Hace un esfuerzo por no mirarla. Se siente ridícula y pide un whisky con hielo, aunque se había prometido no beber. Vuelve a vigilar la casa de su antiguo socio, si bien ya es inútil, porque se ha despistado durante demasiado tiempo. Puede que la esposa de este haya salido ya. Se vuelve de nuevo hacia la muchacha, que le pone cara de asco y luego saca la pistola del bolso y la apunta. Es una pistola de agua.
Cecilia se tapa la cara con ambas manos y sofoca un grito. Escucha a la joven reírse a carcajadas y le dan ganas de encararse con ella. En vez de eso, se va al baño y mete la cabeza debajo del grifo. Luego apoya la espalda en el azulejo frío de la pared, frente al espejo, donde no se reconoce. Cuando sale, la muchacha ya no está. Desconcertada, pregunta a la dueña del bar, que la observa como si fuera una loca.
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