HISTORIAS ANTICLIMÁTICAS
Ángel de la guarda
¿Se suicidará o no el protagonista de este nuevo relato de Karina Sainz Borgo? Disfrútenlo
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No me maté. ¡Y fue por su culpa! Caminé sin prisa hasta la pasarela de los corredores nocturnos. Cuanto más cerca me hallaba del puente sobre la M30, más me convencía de que mi muerte no sería honorable, ¡pero sería mía! Yo, Juan Lindo, ... podría al fin echarle en cara al mundo todos mis males: trastornos de sueño, pensamientos catastrofistas, fobia a los gimnasios, síndrome de hiperventilación por compartir piso y un techo de cristal que me impedía comprarme un piso en la Castellana. ¡Todos me debían una explicación, un funeral de Estado, una reparación histórica y una compensación por depresión crónica! A punto estaba de cumplir mis más oscuros deseos cuando llegó ese imbécil a arruinarlo todo. Sí, el imbécil ese: Borja Prado, un cretino con nombre inventado para darse importancia, que acabó conmigo aquella noche en la comisaría de plaza Castilla
—Señor Lindo, no puede denunciar a una persona por salvarle la vida—el oficial se aclaró la garganta—. Tomaremos declaración a ambos. Será un juez quien dictamine si prospera o no el expediente.
¿Un juez? Pero quién se creía este monigote uniformado. Es muy fácil ejercer la autoridad a ciegas. El forzudo no estuvo ahí para presenciar cómo, cuando estaba a punto de saltar desde aquel puente, Borja Prado, ese bobo con una bolsa llena de palas de pádel, apareció para rescatarme. «¡No pondré una, pondré dos. Una por daño y otra por perjuicios!».
—¿Corrió hacia la pasarela sobre la autovía con la intención de ayudar a este hombre? —el agente se dirigió a Prado sin reparar en mis aspavientos.
—¡Claro! No iba a empujarlo al vacío —tenía la nariz hinchada y la ceja rota. Yo mismo lo zurré con ganas.
—¿Qué pasó después? —el oficial no despegaba la mirada ni los dedos del teclado.
—Lo rodeé con los brazos, para inmovilizarlo y evitar que se arrojara al vacío.
Podría al fin echarle en cara al mundo todos mis males: trastornos de sueño, pensamientos catastrofistas...
—¿Por qué estaba tan seguro de que se arrojaría? —insistió el policía.
—No me pareció que estuviese inspeccionando el tráfico.
Borja no deseaba salvarme. Quería imponer la única ley que conocía: el orden y la simetría, esa que separa el bien del mal, a los listos de los tontos, a los útiles de los memos. Quiso, como siempre, devolver el mundo a la senda de la que nunca debió desviarse. Yo fui su buena acción malograda del día.
—Señor Prado —el oficial carraspeó— conteste, por favor.
Aturdido y despeinado, mi ángel de la guarda unilateral me pareció un hombre vulnerable, un sujeto que acostumbraba, noche a noche, a hacer doscientos 'crunchs' como si pretendiese esculpir una verdad en su abdomen.
—Tiré con todas mis fuerzas —prosiguió Prado, inmune a mi mirada diabólica—, pero él comenzó a dar patadas y a gritarme que yo no tenía derecho a sabotear su muerte.
—¡Es verdad! ¡Era mi derecho, mío, mío! —grité, señalándolo con el índice.
—¡Silencio! —el oficial dejó de teclear—. Si continúa interrumpiendo, me veré obligado a sacarlo de la sala.
Me removí en mi silla, dispuesto a seguir adelante con mi denuncia por daños y perjuicios contra mi legítimo derecho a lanzarme al vacío.
—Suicidarse no es ningún derecho —zanjó, y se dirigió a Borja—¿Usted no se defendió en ningún momento?
—¿Qué quería que hiciera? ¿Partirle la nariz al sujeto al que pretendía salvarle la vida?
—A juzgar por sus declaraciones, esto parece una riña personal en lugar de una buena acción.
—¿Cómo que una riña? ¿No ve que este sujeto me ha roto el brazo?
—Borja me miró, enfurecido—. Él no presenta ni un rasguño, que yo sepa.
—Sólo tomamos su declaración, nada más— -el policía bebió agua en un vasito de papel y continuó—. Cuando los policías municipales los encontraron, el señor Lindo lo tenía a usted reducido…
—Sí, sí… Eso, reducido —Prado hablaba torpe y atropelladamente.
—Por favor, señor Prado... —resopló, exhausto— permítame continuar. Alertados por los vecinos, cuando llegaron al lugar, los gendarmes constataron que estaba usted en el suelo, derribado. ¿El señor Lindo actuó en legítima defensa?
Los gendarmes constataron que estaba usted en el suelo, derribado
—¿Agresor, yo? Ni siquiera alcancé ninguna de las palas de pádel que llevaba en la bolsa para intentar defenderme. Juan Lindo perdió la cabeza y comenzó a demostrar una fuerza que jamás habría imaginado en un ser como él.
—¿A qué te refieres con eso de un ser como yo? —salté dispuesto a zurrarlo por segunda vez— ¡Supremacista moral!
Los agentes me redujeron y me llevaron a empellones a una salita con un botellón de agua y tres sillas plásticas. Cuando desperté, tenía una vía en el brazo derecho y un médico residente me tomaba la tensión.
—¿Dónde está ese cretino?, ¿dónde está Borja Prado?
—¿Borja qué? —preguntó, con cara de estúpido.
—Prado. El imbécil que me salvó del suicidio sin mi consentimiento.
Una enfermera dominicana entró a la habitación haciendo sonar sus zapatos ortopédicos.
—¿Otra vez el brote?
El residente alzó los hombros.
—Ya van tres esta semana. ¡Tres!
—¡Os llevaré a todos a la cárcel por daños y perjuicios!
—Tranquilo, Bobby, —me susurró al oído la enfermera, mientras le daba golpecitos a la jeringuilla con el dedo índice.
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