POR LAS DUDAS
Amor de madre
Hace tiempo que no llora a diario y eso la hace sentirse culpable. Incluso hay días en los que ya no se acuerda de él, y cuando cae en la cuenta, se golpea el dorso de la mano contra la pared
Otro relato de Elvira Navarro
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La gente va en tromba hacia el andén. Decide esperar; no quiere hacer cola con este frío, y además su maleta es pequeña y ha comprado billete en un coche cama. No se quedará sin sitio para su equipaje.
Hace más de veinte años ... que no coge un tren nocturno. En aquella ocasión, aún residía en Madrid y viajó a París. Iba embarazada. Hoy va de Hendaya a Lisboa y su hijo ya no está. Ni siquiera vivió para ver cómo fueron desapareciendo los trenes que recorrían la península durante la noche. Ahora solo queda éste.
A veces los rasgos del niño se le borran, y entonces abre su cartera y busca la fotografía ajada del año 1999, su rostro con sonrisa cándida poco antes de que un camión lo arrollara y lo desfigurase. En el hospital, trataron de impedir que le viera, pero ella gritó y apartó la sábana. Ya no había cara, solo carne machacada con los huesos asomando, como piedras blancas.
Hace tiempo que no llora a diario y eso la hace sentirse culpable. Incluso hay días en los que ya no se acuerda de él, y cuando cae en la cuenta, se golpea el dorso de la mano contra la pared.
Camina hasta su vagón. Un chico joven fuma frente a la puerta; ella se sobrecoge nada más mirarle, antes de formular el pensamiento hiriente y loco que la asalta cada vez que se topa con un chaval al que supone parecido, pues nunca vio al niño crecer: ¿y si es su hijo? Esta vez la impresión es más fuerte porque las facciones son muy similares. El verde de los ojos, los labios excesivamente grandes y finos, la mandíbula cuadrada, el color marfil de la piel, las orejas pequeñas y puntiagudas, el pelo castaño con destellos rojizos.
Ya no había cara, solo carne machacada con los huesos asomando, como piedras blancas
Le observa tan fijamente que el muchacho murmura un saludo, como si se sintiera obligado. Ella no responde. Sube al tren deprisa, deja su equipaje en el compartimento, y aunque todavía no funciona la cafetería, se refugia allí.
Durante los primeros meses, se había obsesionado con que aquel niño muerto que le enseñaron en el hospital no era su hijo. La habían engañado mostrándole un cuerpo destrozado, irreconocible; le habían dado a su hijo a otra familia, quizás estaba en otro país. Cuando la martirizaba esta obsesión, daba igual las veces que su marido le pusiera delante lo que el chiquillo llevaba encima cuando le atropellaron: la mochila rota, aplastada y con manchas de alquitrán. Los vaqueros con rastros de sangre. La camiseta de Son Goku.
El tren sale de la estación y la cafetería se llena de viajeros que piden bocadillos y cerveza. Ella hace lo mismo, pero solo se bebe la cerveza porque es incapaz de comer. No se da cuenta de que el chico acaba de entrar. Se pone a su lado. No puede creerlo.
—¿Puedo acompañarte? —le pregunta él.
—Claro —responde.
Se observan en silencio y enseguida él comienzan a contarle que lleva unas semanas haciendo Interrail, que ha recorrido Italia, Alemania y Francia, que ahora va a conocer Portugal. Es valenciano y estudia Humanidades. A ella le lleva dos cervezas más apearse de su impresión de irrealidad, de sus ganas de preguntarle si sus padres son los biológicos o si fue atropellado a los siete años.
Cuando al fin lo logra, le comenta unas cuantas chorradas; en verdad, no le interesa la conversación. Nota cómo él la mira fijamente a intervalos cada vez más cortos, con insistencia; se incomoda y finge estar distraída. Se nota un poco borracha, y seguramente el muchacho lo está aún más, porque no para de beber.
Inmóviles y mudos
A las doce la cafetería cierra y la luz blanca es sustituida por otra anaranjada, tenue, adecuada para el descanso. Se despiden en el pasillo, frente al compartimento de ella. Aunque el coche cama es para cuatro, va sola. Se lava los dientes con una sensación extraña y escoge la litera que le permite mirar por la ventana. No se ve nada.
Trata de dormirse y no puede. Se acuerda sin querer del muchacho, que ahora es y no es su hijo. Su imagen le golpea las sienes, y no se sorprende cuando éste abre la puerta del compartimento y se queda un momento quieto, hasta que se acostumbra a la oscuridad.
—¿Me dejas echarme a tu lado?
Ella le contesta alzando las sábanas. Permanecen inmóviles y mudos durante un buen rato; luego él le acaricia los pechos y un estremecimiento los recorre. Encarnado por las brillantes luces de las poblaciones que van quedando atrás, en la monótona lejanía, un horizonte más impreciso que nunca se adhiere a sus cuerpos.
El tren llega a Lisboa a las siete y media de la mañana. El chico ya se ha ido. Ahora está convencida de haberse acostado con su hijo, de haberle tenido de nuevo dentro. Debería sentirse asqueada, piensa, pero en su corazón solo palpita la euforia.
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