la trasatlántica
Perpetuidad de lo impreso
La carta de Colón es, por supuesto, un texto magnífico: ordenado, eficaz, inteligente, cuajado de invocaciones y maravillas, breve y conciso
!['Llegada de Cristóbal Colón a las Indias Occidentales', Vanderlyn (1847)](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2023/02/17/COLON-R6nhjU19a3TPFG2zyDGdSfP-1200x840@abc.jpg)
En su carta del 15 de febrero del 93 (así la firma, sin agregar el «mil cuatrocientos»), Cristóbal Colón anota por primera vez la palabra «yndios» para describir a los pobladores originarios de América. La carta se imprimió en Barcelona de inmediato y ... en poco más de un mes fue traducida al latín. Esa versión, que circuló por toda Europa, se reimprimió varias veces y fue reproducida en Amberes, Basilea y París. Se tradujo al Italiano —en una versión en verso en realidad hilarante— y pronto llegó al alemán. La edición en castellano se siguió imprimiendo en Valladolid.
No eran curitas de pueblo
Los frailes que recopilaron y tradujeron las historias de la gente de Mesoamérica llamaban «naturales» a los pobladores de América. No eran curitas de pueblo: Pedro de Gante, Juan de Zumárraga o Bernardino de Sahagún eran académicos encumbrados, Vasco de Quiroga un juez célebre. «Naturales» les debió parecer una palabra más precisa. No atribuye una identidad política única a una población más diversa y extendida que la europea, y significa lo mismo que el término que la gente del centro de México empezó a utilizar ante la necesidad de diferenciarse de los recién llegados: nican tlaca, «nosotros de aquí». La palabra «yndio» debe haberle dado vergüencita a los profesores como Gante y Sahagún: debió parecerles un disparate, como decirle japoneses a los italianos, una marca bochornosa de la necedad del almirante, que en ese periodo ya tenía fama de vivo -la generación de los conquistadores presenció el rumboso juicio por su herencia.
La carta de Colón es, por supuesto, un texto magnífico: ordenado, eficaz, inteligente, cuajado de invocaciones y maravillas, breve y conciso. Tenía razón García Márquez cuando señalaba que representa la fundación de un género literario fantástico que chapotea en aguas distintas a las hagiografías o las novelas de caballería que eran el estándar del periodo. Conecta en el hervor de su entusiasmo con las Geografías clásicas -Heródoto —y las bitácoras renacentistas —Marco Polo. Y su argumentación es implacable. Allá no hay invierno ni propiedad privada: «Me pareçió ver que aquello que uno tenía, todos hacían parte, en espeçial de las cosas comederas». Las «Yndias» dan dos cosechas al año y la tierra está ahí para quien la reclame.
Da testimonio del poder inmenso y aterrador de la imprenta que 530 años —exactos esta semana— después de su primera publicación, la palabra «yndios», que es muchas cosas, pero sobre todo una imprecisión titánica, un error de cálculo geográfico descomunal y hasta una burrada —el almirante forzaba a los tripulantes de sus expediciones a decir que América era Asia mediante juramento—, se siga utilizando.
No me interesa discutir aquí lo dañoso de esa palabra como significante para las innumerables culturas de América, me interesa señalar el peso que un término adquiere en el momento en que es fijado. Se queda para siempre —medio milenio y contando— y no hay manera de erradicarlo, aún si, como en este caso, es ejemplar de la cortedad de miras de quien lo impuso: era mucho más conveniente haber llegado a un mundo nuevo que a Asia.
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