LA TRASATLÁNTICA
La nariz de Lola
Cuando leí 'El arte de la fuga', no entendí lo que Pitol estaba diciendo sobre Venecia y la miopía, tal vez porque desconocía el vértigo de la ceguera parcial
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Uso unos lentes de fondo de botella que son fuente de diversión para mis hijos. Se los ponen, me los cambian de lugar, reproducen con gozo insoportable el momento en que me doy cuenta de que no están donde yo creía, sabiendo que la ... vista no me va a alcanzar para encontrarlos.
Lo único que puedo hacer sin lentes es correr. Y todos, incluida mi esposa, encuentran irritante que lo haga. Piensan, creo, que me pongo innecesariamente en riesgo. O que me hago el tonto cuando no puedo ver los lentes en el meridiano de la mesa, dado que consta que puedo pasarme media tarde corriendo a pelo y con la perra junto al río y siempre regreso ileso.
No saben que hay un punto del mundo que veo con nitidez perfecta, un punto que está como a metro y medio de mi cuerpo, abajo, y que cuando corro, ocupa exactamente la nariz de la perra —puedo ver, sin lentes, hasta sus poros; todo lo demás emborronado. Ella lo sabe, se pone ahí cuando salimos con los zapatos de trote puestos, y me conduce. En los seis años que Lola lleva acompañándome a correr, nunca nos hemos tropezado.
Hace unos días atendí un seminario sobre 'El arte de la fuga', de Sergio Pitol, en una universidad escandinava. Hablamos vastamente de las primeras páginas del libro, que hablan de lo que se ve, lo que no y lo que media nuestra mirada. La anécdota es formidable. El joven Sergio Pitol, de visita en Trieste, descubrió que tenía que ir de emergencia a Roma para renovar su visado. Al pasar por Venecia no pudo resistir un impulso superior al deber, y se bajó del tren.
Al consignar su equipaje descubrió que había dejado los lentes en Trieste. Sergio era miope, de cerca veía perfectamente, así que compró una guía y un mapa de la ciudad y dedicó doce horas a vagar por un caos tridimensional —un difuminado de nieblas, una explosión de colores sin figura— que se volvía inteligible sólo en la realidad plana de los materiales impresos —la guía, el mapa—, que sí podía discernir. Al volver al expreso nocturno a Roma, abrió su maleta para buscar la pijama y encontró los lentes.
Leí 'El arte de la fuga' de Sergio Pitol por primera vez en 1996, cuando acababa de salir de imprenta. Fue una lectura que modificó radicalmente mi idea de las fronteras de lo literario: la escritura es siempre un juego, la lectura siempre un acto hedonista, y las reglas sirven sólo para romperlas.
Cuando leí el libro por primera vez, no entendí lo que Pitol estaba diciendo en la historia sobre Venecia y la miopía, tal vez porque desconocía el vértigo de la ceguera parcial. Hoy me queda más claro: la Serenísima es prodigiosa, pero la profundidad del goce que genera visitarla depende más de lo leído sobre Venecia que de Venecia misma. La escritura y la lectura generan, según Pitol, capas de sentido que terminan adquiriendo valor existencial: la vida se justifica por la mediación de la lectura, que, como la nariz de Lola, organiza al mundo.
Durante ya casi treinta años se ha discutido el género de 'El arte de la fuga'. ¿Es una autobiografía? ¿una colección de ensayos? ¿una novela? Pasa el tiempo y el libro no envejece, pero yo sí. Ahora creo que es una Ética.
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