LA TRASATLÁNTICA
La muerte de un maestro
La Academia limpiará y fijará, pero lo que le da esplendor a la lengua son quienes escriben con ella. Murió José Agustín, referencia literaria en México
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![José Agustín, referencia mexicana de los últimos 50 años](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/01/18/jose-R2LBODFR4UwwNfDUtJ20OqI-1200x840@abc.jpg)
La Academia limpiará y fijará, pero lo que le da esplendor a la lengua son quienes escriben con ella. Murió José Agustín, la referencia fundamental para la literatura mexicana de los últimos 50 años y, tal vez todavía, un desconocido fuera de casa.
No ... exagero cuando digo que Agustín es la piedra de fundación de la posmodernidad mexicana: dos o tres novelas suyas —'La tumba' (1964), 'De perfil' (1966), 'Se está haciendo tarde' (1973)— circulaban de mano en mano en los colegios y en las plazas, fuera de la supervisión de los padres y profesores. A mí uno de mis hermanos me pasó 'Ciudades desiertas' (1982) cuando acababa de aparecer. Tenía 13 años y leí la novela como si hacerlo fuera ser iniciado en una lengua —tal vez lo era—, como si ingresar en el ritmo hipnótico y la prosa franca, divertida, desfachatada de Agustín abriera la puerta a algo a lo que no se accedía más que a través de sus libros.
Creo que la mayoría de los que nos dedicamos a escribir en México pensamos, por primera vez, que lo que queríamos era contar historias y romper la lengua, después de leerlo por primera vez. Y creo que eso se debe a que hablaba nuestro idioma, no el español estándar de la televisión y los traductores de segunda, sino un castellano quebrado por el uso y el descaro, vivo, relampagueante, intensamente mexicano.
El desparpajo zafio con que José Agustín miraba al mundo es simplemente entrañable: era un moralista que nunca cesó de rascarse la cabeza —o comerse unos honguitos alucinógenos—, frente a los despropósitos impuestos por las lógicas del poder y el progreso. La gracia de su prosa, un flujo terso, acuático, por el que uno va como por un tobogán, viene de un oído alerta que se regocijaba en los usos locales del español, pero sobre todo de un insobornable desprecio por la propiedad y la buena educación, una urgencia por escribir una literatura que tuviera la honestidad rasposa de los piratas: ahí está el mundo, vamos por él.
José Agustín era un novelista, sobre todo, solvente, cuya intensa localidad era una forma de arañar lo universal. Es cierto que para los tiempos en que empezó a publicar, Juan Rulfo ya había descubierto que la dicción vernácula era el camino hacia la reconstrucción del español como una lengua nueva y sorprendente, y que José Revueltas ya había contado la vida de los oprimidos en lengua carcelaria. Carlos Fuentes había reproducido hablas populares, pero más bien desde un punto de vista arqueológico y Josefina Vicens había permitido el ingreso de las idiosincrasias de la clase media urbana al discurso literario. Todos, sin embargo, habían escrito desde el interior de la estructura catedralicia del español aurosecular.
A José Agustín le tocó capitalizar, y lo hizo mejor que nadie, las libertades ganadas por estos autores. Invirtió la fibra de su estilo en el pulso del habla y al hacerlo entregó un puñado de novelas tan sugerentes intelectualmente como hilarantes. Y nos dio, a los que seguíamos, un don raro y luminoso: la libertad de escribir como se nos diera la gana. Su herencia no es la de un insurgente, sino la del último depositario de un esfuerzo heredado por renovar críticamente las formas de contar. Fue gracias a sus libros que nos desprendimos, finalmente, de la neurótica reverencia hispanoamericana ante la pureza de sangre europea de lo que es alto y literario.
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