LA TRASaTLántica
El globo y la nao
En la ciudad de México de mediados del s. XVII se podía comprar todo lo que producía el mundo, y su población ya se veía como se ven hoy Londres o Nueva York
![Órgano de la catedral de México](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/cultura/2024/09/25/organo.jpg)
La iglesia católica mexicana fue tan poderosa que, desde la disolución del Imperio Mexicano en 1823, la república fue diseñada de modo que los curas no pudieran intervenir en política ni acumular mucha riqueza. La república es laica de una manera orgullosa y feroz. No ... fue siempre así. En el largo amanecer colonial, Nueva España con su considerable población indígena, pero sobre todo sus enormes migraciones —forzadas o no—, se definía como «la reserva del papa» y su capital como la Roma del Nuevo Mundo, más por números que por fervores.
Para vivir y morir en América hubo que ser católico durante siglos y México y Brasil siempre tuvieron —honor dudoso que explica otras catástrofes— más católicos que nadie. Es significativo, en este contexto, que en el corazón del corazón del catolicismo americano haya dos objetos monumentales que vienen de Asia, un continente que, en general, ha alzado siempre una ceja ante la irritante urgencia proselitista de los cristianos. El órgano de la catedral metropolitana de la Ciudad de México es filipino y la reja del coro viene de Macao —hoy en China.
Cada vez menos, pero todavía, hay un punto ciego en nuestra forma de percibir el imperio español y la integración cultural, lingüística, racial, de la ciudad de México, que fue su nariz en el planeta y su centro de comercio internacional. El sitio en que operó por primera vez en el mundo una economía global –era de eso y no de las cursilerías del arte y la poesía, de lo que hablaban en el siglo XVII cuando decían que era «la joya de la corona».
Una lista del contenido del Galeón de Manila que descargó en la Navidad de 1633 en Acapulco da una idea de la diversidad de los mercados imperiales del XVII. Perlas de India, diamantes de Goa, zafiros tailandeses, canela de Ceilán, pimienta de Sumatra, clavo de las Molucas, cortinas de Bengala y alcanfor de Borneo, marfil de Camboya, alfombras de Malabar, sedas, linos y damascos de China y muebles de maderas preciosas de Japón.
En el tornaviaje la nao se retacaba de candelabros, cigarreras, aguamaniles y cubertería de plata. Petacas, baúles y muebles chapeados... y figuras de santos enconchados. En el galeón volvía a Asia, sobre todo, «el situado»: las remesas de reales acuñados en la ciudad de México que permitieron que la economía china —la más grande del mundo desde entonces, pero también la más inflexible por falta de metales preciosos— tuviera flujo de efectivo.
No que nadie quiera la paternidad del capitalismo mundial, pero es un sistema tan español como holandés o inglés, y aunque le duela al eurocentrismo rubito y condescendiente, mexicano y peruano. Y lo es porque fue en Nueva España donde se integró, por primera vez en la historia, esa humanidad que hoy llamamos moderna, en la que una familia puede venir de dos continentes y hacer vida en un tercero, en la que la dieta está compuesta por res y lechuga europeas, pero también tomate y patatas americanas, pasta china y pimienta indonesia, tubérculos y caña africanas. Charles C. Mann, Peter Gordon, Juan José Morales, llevan tiempo insistiendo en esto.
En la ciudad de México de mediados del siglo XVII se podía comprar todo lo que producía el mundo, y su población ya se veía como se ven hoy Londres o Nueva York. Había comerciantes chinos, piratas franceses arrepentidos, samuráis japoneses, taberneros irlandeses, rancheros africanos, plateros peruanos, todos comprando y vendiendo (y haciendo chamacos) como locos.
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