Ajuste de letras
Joseph Mitchell, el amigo de los charlatanes
El estadounidense se convirtió en referente del periodismo narrativo en la revista «The New Yorker»

Cuando levanté la cabeza, la señora llevaba siete minutos hablando sin parar. Su compañera de viaje, sentada a su izquierda, ni la miraba. Su cara mostraba irritación. Para disimularlo, giraba la cabeza hacia la ventana del autobús. En mi casa, decía la charlatana, nadie pasaba hambre. Mi madre cocinaba unos platos tan generosos… Había que acabarse toda la comida. Todos estábamos gordos. ¡Cómo no íbamos a estar gordos! Y eso que mi padre, de joven, estaba en los huesos. El monólogo iba por el décimo minuto. Mira mis sobrinos, te voy a enseñar unas fotos. Los demonios tienen 5 años. Ay, qué ricos son, decía con una sonrisa orgullosa. Su compañera hacía como que miraba las fotos. Yo había desistido de leer. Este se llama Gonzalo, seguía: no se duerme sin tomar un vaso de leche con galletas. Es como si no se fuera a la cama. A mi hermano también le gustaba mucho la leche. A mí, ni gota.
Al cuarto de hora el autobús paró en el periódico y, mientras entraba, comprendí que se me había escapado un reportaje. A Joseph Mitchell , el autor que venía leyendo, no le habría ocurrido lo que a mí. «A menudo pierdo días enteros subido a los autobuses de Nueva York. Puedo montar en 12, 15 o 20 autobuses diferentes en un día”, dijo. También caminaba durante horas en busca de «ear-benders», como llamaba a los charlatanes que retrataba en sus reportajes. Borrachos, vagabundos, pescadores. Eran sus camaradas. Echaba el día con ellos y, gracias a su singular oído, captaba lo excepcional del hombre de la calle. Borrachos, vagabundos, pescadores… gitanos, rateros, impostores, fanáticos… La gente importante no merecía la atención de Mitchell.
Nacido en 1908 en Fairmont, Carolina del Norte, solo se ocupó de políticos, magnates y escritores al principio de su carrera. Cuando en 1938 Harold Ross lo reclutó para «The New Yorker», la revista que se convertiría en el referente del periodismo narrativo, Mitchell ya tenía depurado el estilo que le hizo célebre. Lector obsesivo de Joyce, el reportero encadenaba datos, uno detrás de otro, en una prosa hechizante. O narraba escenas como el más hábil de los novelistas. O reproducía largos monólogos, una técnica que, décadas después, ha llevado a Alexiévich a ser la primera autora en ganar el Nobel por su trabajo periodístico.
Mitchell se pasó 32 años, hasta su muerte, sin publicar un reportaje
En 1939, su año más prolífico en la revista neoyorquina, Mitchell publicó trece perfiles, un ritmo que se fue reduciendo a medida que mejoraba la calidad de sus textos. «El profesor Gaviota», publicada en 1942, es su historia más conocida. El profesor Gaviota era Joe Gould , un viejo vagabundo, un bohemio que vivía de lo que sacaba de aquí y de allá. Decía estar escribiendo la «Historia oral del mundo», una suerte de registro de la vida de los hombres errantes. Era un manuscrito de nueve millones de palabras, once veces más largo que la Biblia.
Más tarde, Mitchell descubrió que Gould no era más que un impostor y, en 1964, siete años después de la muerte del profesor Gaviota, publicó «El secreto de Joe Gould» (Anagrama), un segundo perfil en el que desvelaba que la «Historia oral» no existía. Fue el último trabajo de Mitchell. Se pasó los siguientes 32 años de su vida, hasta su muerte en 1996, sin sacar un solo perfil. Nadie en «The New Yorker» se atrevió a despedirlo: era la firma más emblemática de la revista. «Publicó un reportaje magistral sobre las ratas de Manhattan. Decía que nunca había entrevistado a nadie más inteligente que ellas. Era un genio», dijo Gay Talese de Mitchell.
En algún momento de su vida, Mitchell tuvo problemas con el alcohol, y las muertes de su madre y de su esposa lo hundieron en una larga depresión. Llegaba a la redacción vestido con traje y sombrero –de fieltro en invierno y de paja en verano– y se encerraba en su despacho. Hay quienes recuerdan escuchar el sonido de su máquina de escribir. Otros dicen que en su escritorio solo había papel y lápiz. Cuando acababa su jornada se iba directo a casa. Las únicas 2.000 palabras que publicó en esos años de silencio fueron las del prefacio de «Up in the Old Hotel», el volumen que recoge su obra completa.
«La fabulosa taberna de McSorley» es una generosa muestra de la obra de un autor con un talento fuera de categoría
La editorial Jus ha partido de esta edición para traducir al español los textos de Mitchell en «La fabulosa taberna de McSorley y otras historias de Nueva York». Si bien no están todos los reportajes de la antología original –faltan las historias que escribió en su última etapa, entre ellas la segunda parte de Joe Gould–, «La fabulosa taberna de McSorley» es una generosa muestra de la obra de un autor con un talento fuera de categoría.
Mitchell cultivó con «insuperable maestría» el arte de plasmar «lo real como si fuera ficticio», dice Alejandro Gibert Abós en el prefacio del libro. Escribió Nuevo Periodismo antes que los charlatanes del Nuevo Periodismo. Pero lo hizo, aunque Gibert Abós lo minimice, con trampas. Esa sombra perseguirá siempre a Mitchell. Las dudas sobre la veracidad de algunas de sus historias son más que meras «distorsiones». Thomas Kunkel demostró en «Man in Profile» que el autor cruzó en ocasiones la línea prohibida del periodista: inventó algún personaje, narró escenas inexistentes y alteró diálogos. ¿Debe esto condicionar la obra de Mitchell? No, dice el actual director de «The New Yorker», David Remnick : «Él trabajaba en un escenario distinto y con otras reglas». Mitchell, dice Remnick, no era un periodista; era un artista.
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