ILUMINACIONES
Arthur Rimbaud, un corazón en las tinieblas
Nadie como el poeta francés en ‘Una temporada en el infierno’ ha logrado expresar la tenue frontera entre lo abyecto y lo sublime

Baudelaire era un sibarita de la metáfora. Mallarmé era un maestro del simbolismo. Verlaine dominaba todos los registros de la nostalgia. Pero resulta mucho más difícil de clasificar a Arthur Rimbaud , un poeta maldito que quería abolir la frontera ... entre la literatura y la vida. «El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Busca en él mismo todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura . Agota todos los venenos para guardar su quintaesencia», sentenció. Y estas palabras las llevó al extremo en ‘Una temporada en el infierno’, un poema en prosa, escrito cuando tenía 19 años. Fue su canto del cisne y jamás volvió a alcanzar unas cotas de creatividad semejantes. Es una confesión, un autorretrato, un grito de hastío y una exaltación de una sensibilidad que no encuentra acomodo en este mundo. No en vano Rimbaud, cuando era adolescente, se refugiaba en una barca para leer a Gautier, De Banville, Heredia y Coppé, poetas a los que aspiraba a emular.
Tras fugarse de su familia en varias ocasiones, tras sobrevivir como un vagabundo en París, tras convertirse en amante de Verlaine y alistarse como soldado en la Comuna de París, Rimbaud se trasladó a Londres. El poeta volvió a la casa familiar tras recibir un disparo en la mano de Verlaine, que fue condenado a dos años de cárcel. Nada le retenía en la capital británica, por lo que se encerró en el desván de su casa de Roche para terminar ‘Una temporada en el infierno’, que concluye a finales de 1873. Rimbaud imprimió cien copias de su trabajo, de las cuales seis regaló a sus amigos. El resto de la edición permaneció en un sótano hasta que fue descubierta décadas después. Algunos críticos han sostenido que el poema es el producto de una época de enajenación mental en la que el artista se hallaba bajo el influjo del hachís.
«Conseguí hacer desaparecer de mi espíritu toda esperanza humana». Toda una declaración de principios de quien encontró en la poesía el refugio contra los golpes de la vida
Sea como fuere, fue el punto final de su trayectoria como poeta, que apenas duró cuatro años. Rimbaud emigró a Alemania para trabajar como preceptor, cruzó la frontera suiza a pie para entrar en Italia, pasó una corta temporada en Viena y se enroló en las filas de Ejército holandés colonial. El último episodio de su vida tuvo lugar en África , donde se dedicó al tráfico de esclavos y al comercio de armas, negocios con los que hizo una gran fortuna de la que no pudo disfrutar porque murió a los 39 años en un hospital de Marsella a causa de un carcinoma en una pierna. Era un hombre devastado y envejecido, que bien podría haber inspirado a Joseph Conrad en ‘El corazón de las tinieblas’, publicado ocho años después de la muerte del poeta. Pero Rimbaud no es Kurz, ni Conrad sabía de la existencia del aventurero de Charleville.
Malditismo
«Conseguí hacer desaparecer de mi espíritu toda esperanza humana». Toda una declaración de principios de quien encontró en la poesía el refugio contra los golpes de la vida y la incomprensión de su entorno, especialmente de su madre, con la que tuvo una fuerte relación de amor y odio. Rimbaud, que se adhirió al círculo de los parnasianos en su juventud, ha sido uno de los poetas con mayor influencia en la estética del siglo XX . Su rebeldía y su inconformismo inspiraron a artistas como André Breton, Henry Miller, Burroughs, Pasolini o Jim Morrison , fascinados por su aura de malditismo. ‘Una temporada en el infierno’ es un libro que hay que leer dos veces. En la primera hay que dejarse llevar por la magia del lenguaje. En la segunda hay que intentar comprender lo que se esconde tras sus aforismos y sus sentencias que evocan el estilo de Nietzsche. Este poema puede interpretarse como un tratado de filosofía, una indagación psicológica o un manual de aprendizaje de la vida. Todas las lecturas son posibles en este texto inabarcable, bellísimo, en el que la abyección se conjuga con lo sublime sin solución de continuidad.
Leer a Rimbaud es una experiencia mística que apela a la empatía de quien se atreve a confrontarse con este poema que, es, sobre todo, un viaje sin anestesia a la desesperación: «Me arden las entrañas. El veneno tritura mis miembros. Me convierte en deforme, me derriba. Me muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es el infierno, las penas eternas!».
Tal vez Rimbaud, saciado por los horrores y la miseria de la última década de su existencia, nunca dejó de ser aquel niño que se escondía en el armario para huir de su madre y leer los cuentos y las revistas gráficas que tanto le atraían. Hay una inocencia en lo que escribió que resplandece en su incapacidad para asumir que en toda existencia hay una aceptación de la normalidad, necesaria para sobrevivir. Su incapacidad para fingir fue su perdición.
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