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Corín (capítulo 8)

RELATO INÉDITO DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ

Por fin llegamos ayer a saber cómo Cora llegó a ser Corín, un mote irónico que le pusieron en la empresa. Lobo, el general retirado, le lleva su primer cliente corporativo, un banquero que sospecha de su esposa

Jorge Fernández Díaz

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Cora Bruno dejó el bloc y le preguntó si quería un café. Cárdenas aceptó uno sin azúcar. Ella salió al pasillo y extrajo un capuchino y un café negro de la máquina, volvió a su oficina, cerró la puerta y puso el pestillo, y le dio el vaso a Gastón Cárdenas, que la esperaba acariciándose la frente, como si le doliera. Cora regresó a su asiento y probó el capuchino humeante. Después le preguntó sin anestesia:

—¿Cómo son sus relaciones sexuales?

—En estos meses, prácticamente no nos hemos tocado.

—¿Y antes?

—Bueno, fueron disminuyendo con los años, como le pasa a cualquier pareja.

—¿Uno, dos encuentros semanales? ¿Uno por mes?

—Uno –dijo sin convicción–. Uno por semana.

—¿Y cómo les iba?

—¿Cómo nos iba? –Cárdenas parecía turbado.

—Sí, a ver –dijo Cora mirando el techo–. De uno a diez, ¿qué puntaje se pondrían?

—Seis –respondió Cárdenas, y Cora anotó tres: siempre había que dividir por dos–. ¿Eso tiene alguna importancia?

—¿Luisa le hizo alguna vez un planteo sobre su sexualidad?

—No, nunca.

—¿Nunca? –se extrañó Cora–. Perdone, pero tengo que preguntarle: ¿ella es frígida? ¿Usted tiene un desempeño adecuado?

Cárdenas dejó el café intocado sobre el escritorio; tenía las cejas alzadas y los ojos heridos.

—No se preocupe –lo previno Cora–. El treinta por ciento de las mujeres no alcanza el orgasmo, y el treinta por ciento de los hombres tiene eyaculación precoz.

—No entramos dentro de esa estadística –dijo el gerente de malhumor.

—¿Usted tuvo amantes durante su matrimonio, señor Cárdenas?

—Por supuesto que no.

—¿Ni siquiera en todos esos viajes?

—Jamás.

—¿Su mujer se compró últimamente lencería nueva?

—No tengo idea.

—¿Por qué? ¿No se cambia adelante suyo? ¿Para cambiarse cierra la puerta del baño?

El gerente se levantó como para marcharse.

—¿Luisa nunca le hizo un reclamo de atención, o pasión o registro? –Cora no se inmutó frente al gesto de huida indignada–. Señor Cárdenas, necesitamos llegar al fondo de la cuestión. Voy a seguir a su esposa y cuanto mejor sea el cuadro general que me haga, más rápido podré llegar a la verdad.

El gerente respiró pesadamente, con los brazos en jarra, y después desvió la vista hacia el ventanal, y tal vez hacia los trenes.

—Creía conocer a mi esposa, ¿sabe? –dijo al fin con pesimismo y un dolor auténtico–. Pero a lo mejor esa mujer ya no existe.

Cora Bruno, sin demostraciones, sintió un poco de pena por aquel hombre desconcertado. Salía en ese momento desde la estación una larga formación a Tigre. Avanzaba lentamente, como si estuviera sobrecargada de pasajeros y de años.

—Queríamos una familia, una buena casa en un buen barrio, una posición desahogada, viajar por el mundo –dijo como para sí mismo–. Y nos fue bien, alcanzamos todas nuestras metas. ¿En qué fallamos?

—Es probable que ella se sienta incompleta, vacía, aburrida, frustrada –le explicó Cora–. ¡Es tan fácil fallar! Y a lo mejor está mal formulado, señor Cárdenas. Y resulta que nadie falló. La vida no es lo que pensamos.

El la miró y fue como si la viera por primera vez. Atrajo la silla, volvió a sentarse y le dio un sorbo amargo a su café sin azúcar.

«Imagino que sus 'técnicos' pueden hacer cualquier cosa, pero en esto no tienen capacidad de análisis. Son analfabetos emocionales». Lobo apenas sonrió, se encogió de hombros, y la dejó trabajar tranquila.

—¿Puede tener un segundo celular? –le preguntó Cora, con intención–. ¿Le revisó sus carteras y cajones mientras se duchaba?

—Sí, le hice unas cuantas requisas –dijo intentando ser irónico, pero estaba abatido. Negó con la cabeza.

—Los infieles se llevan el móvil al baño –le dijo–. No es una regla inamovible, pero suele pasar.

—Nunca se lo vi.

—También suelen esconder el segundo celular en algún recoveco de su coche. No sabe lo creativos que nos vuelve la clandestinidad.

—Le revisé una vez el auto, pero no pasé de los lugares obvios.

—¿A qué horas suele ausentarse?

—Depende. Le diría que no tiene un horario determinado, pero las ocasiones en las que la llamé y no respondía entraban en un rango que iba entre las diez de la mañana y las diez de la noche. Aproximadamente. Me avisó varios días que llegaría tarde, porque estaba con tal o cual amiga. Y una de esas noches, que llegó en un horario bravo, vino con una historia increíble, llena de contradicciones. Estuve a punto de llamar a la policía, porque no aparecía por ningún lado.

Cora acabó su capuchino, se volvió a su computadora y le preguntó por la casa. Quedaba en San Isidro. La miraron juntos, en un acercamiento, y después ella hizo un impreso y le pidió a él que le especificara cómo eran la cuadra y las salidas laterales. En seguida, buscó la marca, el modelo y el color del coche de Luisa: un Peugeot 208, blanco, y le solicitó que le enviara por chat una foto de su esposa. También sacó una copia por la impresora: era una dama rubiona y alta, también delgada, de facciones armónicas.

—Un retoque en los labios –dictaminó–. Y me parece que también en el busto. ¿Fue hace mucho tiempo?

—Hace cuatro o cinco años –admitió el marido, en tono imparcial–. Sufrió un poco, pero quedó conforme.

—¿Y por qué se lo hizo?

—Porque las amigas se lo hacían.

—¿Estaba deprimida por la edad?

—No sé si era eso. Pero le puso mucha expectativa.

—¿Y después cómo se sintió?

—Contenta –dijo, como si no supiera qué responder–. Al principio parecía muy entusiasmada; después es como que se acostumbró.

—Ahí ustedes estaban bien.

—Muy bien. Creo.

El interrogatorio no había alcanzado la profundidad que Cora pretendía, pero ella sabía de sobra cuál era el punto en el que el limón no podía exprimirse más. Y esa frontera ya se había cruzado. Iría preguntando a medida que avanzara la investigación, si es que la cosa no se resolvía en veinticuatro horas. Se incorporó y le dio la mano, para despedirlo. Al gerente le seguían faltando las palabras; esta vez pretendía agradecerle o pedirle disculpas o dejarle una sentencia, pero la lengua no le respondía, así que ejecutó una leve y gentil inclinación de cabeza, y se dirigió a la puerta. Cora lo acompañó hasta el ascensor y luego se encerró a releer sus apuntes y a navegar por Internet para acopiar datos y curiosidades sobre Cárdenas y su esquiva mujer. No consiguió mucho: en la superficie, era gente recatada y más bien gris. Llamó a Fina para pasarle las señas digitales del matrimonio y le pidió que les pegara un vistazo y le hiciera un primer diagnóstico, que resultó pobre. Cuando preparaba su estrategia de seguimiento, Guillermo Lobo tocó a su puerta y pasó sin esperar permiso. Venía en mangas de camisa, pero con su impecable corbata azul marino y su traba dorada; apoyó un codo en el ventanal y le preguntó cómo le había ido y qué pensaba hacer. Cora no trató de ser obsequiosa ni excesiva: se resistía a reconocerle alguna autoridad sobre ella. Fue escueta y cauta.

Señor Cárdenas, necesitamos llegar al fondo de la cuestión. Voy a seguir a su esposa y cuanto mejor sea el cuadro general que me haga, más rápido podré llegar a la verdad

«Contamos con personal calificado para las vigilancias largas –le recordó el general después de escucharla con atención, y bajó el volumen, porque una vez más: la ilegalidad prefiere siempre el susurro–. Y contamos también con expertos en intervención o infiltración informática. Están a tu disposición». Cora le respondió: «Prefiero operar yo misma en el terreno. Ya me imagino que sus 'técnicos' pueden hacer cualquier cosa, pero en esto no tienen capacidad de análisis. Son analfabetos emocionales». Lobo apenas sonrió, se encogió de hombros, y la dejó trabajar tranquila.

Con el picaporte en la mano, sin embargo, se volvió todavía un segundo para contarle que conocía a Luisa Cárdenas: las parejas habían cenado un par de veces, y se habían visto en Pinamar durante un verano. «Es amiga –le puntualizó, luego de dudar un poco sobre ese vocablo–. Tratémosla con…ternura». Después se marchó, y Cora volvió a meterse en su plan de acción, pero el sustantivo se le había atragantado. «Qué tierno», masculló entre dientes.

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