Corín (capítulo 3)
RELATO INÉDITO DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
Investigar infidelidades ha hecho costra en las aptitudes sentimentales de Cora Bruno. Conocimos a Fina, ingeniera informática que le ayuda en seguimientos y en las clases de espionaje que ofrece en su agencia

Aquella clarividencia no sólo se debía a los años de trinchera. Su pequeña agencia se encargaba de seguimientos laborales, paraderos y hasta de ocasionales robos domésticos, pero el riñón del presupuesto lo engrosaban estas desgracias maritales. En consecuencia, Bruno se había interesado cada vez más por la literatura temática: libros de autoayuda, ensayos sobre la emocionalidad y psicoterapias de distinta índole. Rechazaba la novela rosa, que le había encantado de joven, pero leía revistas del corazón con ánimo de estudiar y comprender las comedias y los dramas que sucedían en la gran vidriera, puesto que muchas veces los famosos transparentaban los fenómenos sentimentales que sufrían los seres anónimos y corrientes. La principal proveedora de esas revistas sobadas pero vigentes era su peluquera y exalumna Lorena Vázquez, quien se hacía llamar como su peluquería: Lena. Su ingreso a la mesa de los lunes –cuando Claudia cerraba temprano, cocinaba para el petit comité y todas ellas se quedaban hasta tardísimo diseccionando con lengua filosa los avatares de la pasión y la convivencia–, se había producido de una manera espectacular.
«Es que no fue un asaltante, la mató el marido». Lena se quedó paralizada, porque su tono era firme y sereno, y sonaba verosímil. ¿De dónde había sacado eso?
Una tarde se presentó en la agencia y les contó a Cora y a Fina que había resuelto un crimen. Preparadas para sandeces y delirios, las dos sirvieron café, dispusieron sus máscaras de cortés incredulidad y abrieron las orejas. Lena era una mujer llamativa y camaleónica, y creía con absoluta convicción que ella misma representaba su mejor publicidad, así que vivía cambiando de corte, de color y de peinado: ya podía lucir un día un rapado militar con mechas coloradas, como al otro exhibir extensiones peligrosas, o mutar del lacio Morticia a la permanente afro. En materia de tinturas, el arcoíris entero cruzaba por su cuero cabelludo: rubio, morocho, pelirrojo, pero también rosa, verde, azul, violeta y bordó. Nada la arredraba, pero en su estilo, se podía decir que tampoco nada le quedaba mal. Lo que en otras sería ridículo, en ella se veía simpático y moderno. Las metamorfosis escondían también su insatisfacción consigo misma, y en algo se conectaban con la continua búsqueda frustrada de un príncipe azul. Terriblemente vulnerable al sexo, la mayoría de las veces elegía, con las hormonas, al hombre equivocado. Y no se privaba, en su papel de antiheroína y perdedora, de revelar sus peripecias de cama y sus derrotas afectivas con un irresistible humor morboso. Aquella tarde estaba más locuaz y expansiva que nunca, particularmente sugestionada por entrar en ese santuario del enigma y la investigación, aunque hablaba en susurros como si temiera ser escuchada por el homicida que venía a denunciar o por la Policía Federal, en la que nunca confiaba. El tema era más o menos así: atendía una vez cada sesenta días a una anciana de la zona, que siempre parecía moderadamente interesada por los chismes de barrio, gran especialidad con la que la anfitriona aderezaba su trabajo estético. Mientras le lavaba el cabello y le emparejaba las puntas, Lena encendió como siempre su informativo de murmuraciones y calamidades. Fue por esa ruta verborrágica cuando, para ejemplificar la creciente ola de delitos, recordó un asalto a mano armada en la calle Guevara: el hecho había ocurrido de madrugada, dos meses atrás, y la mujer había agonizado en el Sanatorio de los Arcos.
En un momento dado, la mujer se bajó del coche y trató de escapar por la vereda, pero el esposo se asomó con una pistola y le tiró por la espalda

Para la peluquera, era escandaloso que ese espanto no hubiera espantado a casi nadie: no había ocupado más que un recuadrito en los diarios nacionales, y a lo sumo una nota de un minuto y medio en los noticieros nocturnos. Así de naturalizada se encontraba la violencia en las calles, así de jodidos estábamos. La vecina, que la miraba en el espejo, rompió el silencio y le dijo por lo bajo: «Es que no fue un asaltante, la mató el marido». Lena se quedó paralizada, porque su tono era firme y sereno, y sonaba verosímil. ¿De dónde había sacado eso? La vecina se explayó, pero sin énfasis: el marido estacionó el auto y los gritos de la discusión fueron escalando, se oía bastante bien porque era enero y la calle estaba desierta a esas horas de la madrugada. En un momento dado, la mujer se bajó del coche y trató de escapar por la vereda, pero el esposo se asomó con una pistola y le tiró por la espalda. Ella cayó como una bolsa de papas, él se bajó a recogerla, la metió en el auto y se la llevó quemando gomas. ¿Y usted cómo se enteró? «Tengo insomnio –respondió, parpadeando–. Escuché el batifondo y me asomé a la ventana». Lorena intentó sobreponerse a la sorpresa de esa casualidad, y en seguida preguntó lo lógico: ¿avisó a la policía? No había avisado a nadie, porque no era asunto de ella, porque no quería meterse en líos con la justicia y porque suponía que el tipo se había entregado y que algún oficial vendría alguna vez a tocarle el timbre. Vinieron a tomar unas fotos a la vereda, y charlaron un rato con el diariero, que no sabía nada, pero nunca fueron más allá: «Son bastante vagos, y con una confesión, ¿para qué agitarse?», razonó. Pero la peluquera, que seguía con deleite las crónicas rojas en sitios específicos de Internet, sabía que por el momento no había existido ninguna confesión, que el viudo continuaba libre y «dolorido», y que la investigación no había registrado ningún giro copernicano: nadie hablaba de femicidio. Esta vieja es una mitómana, caviló, y entonces pasó a teñirla y a hacer de abogado del diablo. Pero la vecina no daba el brazo a torcer, ni se inmutaba. Al contrario, mientras pagaba, le soltó de pronto: «Al cohete fotografiaron la vereda, porque no había ni una gota de sangre. Sólo quedaba ese zapato que perdió». Lorena se puso nuevamente en guardia, y pidió urgente ampliación. La vecina le contó entonces, como si se estuviera refiriendo a la humedad de ese verano, que cuando estuvo segura de que el asesino se había marchado, salió a la calle, recogió el zapato y se lo guardó. «¿La verdad? No sé muy bien por qué lo hice, pero me pareció que no podía quedar ahí tirado. Es un flor de zapato, taco aguja». Cuando cerró el local, Lorena Vázquez se arrojó a Google, como posesa, y se dio cuenta de que el sospechoso era hijo de un empresario español de la vieja guardia, dueño de diez restaurantes en Capital y tres más en la costa. «¿No es asombroso? –les preguntó a Cora y a Fina–. ¡Resolví un crimen!» Las socias se miraron un segundo, y después Cora se encogió de hombros, se levantó y llamó por celular a un comisario mayor de la fuerza con quien había tenido alguna vez un roce y también una aventura pasajera.
El comisario ocupaba un despacho en el Departamento Central de la calle Moreno, y escuchó jocosamente el relato; luego le prometió lo siguiente: le solicitaría al oficial instructor de la comisaría interviniente que leyera la denuncia y se fijara si al cadáver le faltaba un zapato. Nada más, porque no quería levantar la perdiz ni hacer un papelón. Tres días más tarde, el comisario llamó a Cora y le reveló que no faltaba ningún calzado, y que la vieja ésa era una charlatana de feria y una versera. El tono del comisario resultaba sardónico y ultrajante, y su subtitulado, inequívoco: «No me molestes nunca más con esos asuntos pedorros en los que siempre estás metida».
(Continúa)
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