Corín (capítulo 1)
Relato Inédito de Jorge Fernández Díaz
La investigadora Cora Bruno, detective argentina, se dirige a toda prisa al lugar donde el esposo de su clienta se acuesta con su secretaria. Trata de impedir que la mujer asesine al marido con su pistola Bersa calibre 22

A veces Cora Bruno era capaz de ejercer una cierta imaginación extrasensorial. En el semáforo de Bouchard y Tucumán, sin que mediara ningún estímulo externo o cayera ningún rayo, fue atacada por una de sus famosas corazonadas, e imaginó entonces con pelos y señales a su clienta en el garaje techado de un hotel de Puerto Madero esperando que su esposo bajara con su amante secreta. Era viernes, estaba terminando la hora de la siesta, y Cora le había informado de que el infiel solía despedir a su joven secretaria hasta el lunes con un revolcón amoroso. Después la dejaba en su departamento del centro y él seguía viaje hasta Nordelta, donde lo aguardaba un despreocupado fin de semana de golf, asado y calor familiar. El semáforo cambió de rojo a verde, pero Cora todavía no arrancó, absorta como estaba en esa escena minuciosamente imaginada. Dentro de la cartera Louis Vuitton su clienta llevaría la pistola Bersa calibre 22, plateada y de cachas negras que el marido le había regalado para su cumpleaños y con la que practicaba tiro en un polígono de la zona norte, más por deporte que por miedo a la inseguridad. Era un arma pequeña con gran capacidad de daño interno. «Voy a matarlo a ese hijo de puta, te lo juro», prometía llorando después de haber visto las filmaciones y las fotos, y luego de haber vomitado en el baño el copetín de la tarde. Ése era siempre el punto más delicado de todas las operaciones de seguimiento: la presentación final de los resultados. Un informe que exigía estar muy bien documentado, no sólo porque se utilizaría más tarde en las demandas y en la negociación de bienes, sino principalmente porque uno no ve lo que no quiere ver y porque la resistencia al mero registro escrito era muy alta. En asuntos de amor, la imagen sigue valiendo más que mil palabras, y entonces los infieles deben ser filmados y fotografiados al menos en dos oportunidades, como para aventar una confusión o la idea de que se trata de una canita al aire. Pero cuando el material reunido era contundente, y el cliente lo aceptaba como un hecho consumado e irreversible, sobrevenía en seguida el desmoronamiento, la rabia infinita, las promesas de una revancha. Había que saber entonces contenerlos, y a veces acompañarlos psicológicamente en los días posteriores. O al menos ésas eran las molestias que se tomaba Cora. Sus colegas se reían de ella a sus espaldas: sus protocolos solían terminar con la entrega de la información; lo que hicieran con esos datos aquellos infelices era cosa de ellos. Pero Cora tenía un carácter especial, y de hecho su dedicación le había granjeado mayor clientela. Se corría la voz de que no sólo era eficaz, sino además sensible y solidaria, y buena consejera en cuestiones del corazón y en momentos oscuros.
«Voy a matarlo a ese hijo de puta, te lo juro», prometía llorando después de haber visto las filmaciones y las fotos, y luego de haber vomitado en el baño el copetín de la tarde
Cora Bruno, como cualquiera, no había nacido sabiendo: al comienzo de su larga carrera, le reveló a un cliente que su mujer se acostaba con un empleado, y el cornudo le tiró literalmente encima un camión y lo mandó a cuidados intensivos. Cora se sintió culpable, veló esa internación y estuvo realmente tranquila sólo cuando el empleado salió con muletas del Hospital Fernández. Desde entonces procuraba, en la medida de lo posible, acercar buenas sugerencias, mantenerse en contacto y vigilar las secuelas del descubrimiento. Y sobre todo, negarse a algunos pedidos estrambóticos. Una vez acompañó a su clienta hasta el picadero clandestino de su esposo para sorprenderlo in fraganti: la paga era tan buena y la necesidad económica tanta, que Cora cedió a la tentación y aceptó el rol de compañera terapéutica. Terminaron todos en la comisaría. La clienta quiso apuñalar al desleal con un cuchillo de cocina, y por poco lo consigue. Cora se hizo un juramento: nunca más, ni por hambre.
Había aplicado su metodología particular con la dama de Nordelta, pero la tonta era impulsiva y narcisista, y algo le decía en su fuero interno que también era capaz de cualquier cosa. Quizá se tratara de su teoría del volcán. Había clientes de los dos sexos que, enterados de la infidelidad, encaraban de inmediato al traidor, y otros que aguantaban en silencio y evaluaban la estrategia. Estos últimos eran los más peligrosos, porque llevaban un volcán adentro y estaban siempre a punto de explotar. La señora de Nordelta todavía no le había transmitido a su esposo lo que ahora sabía fehacientemente, seguía masticando todo en las sombras, y era una potencial bomba de tiempo.
Cora ya no iba a quedarse en paz con aquel mal pálpito, así que ejecutó dos maniobras a la vez: pisó el acelerador sin escuchar los bocinazos, llegó a Corrientes y dobló a la izquierda, mientras pulsaba el botón de llamada y rogaba que la doliente respondiera. Pero la doliente no respondía, y Cora encaró Alicia Moreau de Justo y anduvo en zigzag por ese tráfico lento, manejando con una sola mano y emitiendo un mensaje urgente («llamame») y volviendo a presionar la tecla. Y volviendo a dejar en whatsapp otra línea rápida («llamame, no sabés lo que pasó»), porque nadie resiste esa clase de cebos e intrigas. Pero la susodicha no contestaba por ninguna vía, y a Cora eso le aceleraba el pulso. Una de dos: estaba en yoga o esperaba en el estacionamiento de aquel hotel nuevo y lujoso que las puertas del ascensor se abrieran. Ese es el problema de algunos tiradores de polígono –pensó–. Se mueren por apretar el gatillo en una situación real. El gatillo calienta.
Bruno tenía quince años de experiencia en este oficio; había vivido muchas situaciones riesgosas y disparatadas. Y antes se había formado como investigadora en la Policía Aeronáutica persiguiendo ladrones, mulas y narcos, y había pisado algún hormiguero. Para sacarla del medio sus superiores la ascendieron, y la pusieron a realizar tareas de Inteligencia, mayormente sobre los secretos inconfesables de los aspirantes a ingresar en el cuerpo. Esas tareas del Departamento de Personal se le daban tan bien, que ciertos oficiales le soltaban unos pesos para que hiciera algunas extras y espiara eventualmente a una esposa o a un cuñado, o le echara un vistazo a las andanzas y antecedentes del novio de la nena. Dos fenómenos cruzados se produjeron a un mismo tiempo: su carrera se vino en picada y los trabajos exteriores se incrementaron de manera exponencial. El asunto terminó como debía. Pactó una salida decorosa e instaló su oficina sobre el café de su hermana Claudia, gastrónoma y repostera de Palermo Cualunque, y recién separada. Esa antigua casa familiar se consiguió gracias a un remoto crédito hipotecario que en los buenos tiempos habían obtenido y pagado con gran esfuerzo sus padres. Franco era empleado del aeropuerto de Ezeiza, la llevaba de chica a ver los aviones y le insistía con que se estudiara para azafata y diera la vuelta al mundo. El viejo no fumaba ni bebía, ni padecía de sedentarismo. Pero, así y todo, una noche se murió sin previo aviso en su propia cama. La viuda se llamaba Perla, fue una cocinera excelente, tenía ahora 86 años y se había internado voluntariamente en un geriátrico de la calle Honduras. Sus hijas le pagaban en secreto a dos «amigas profesionales» para que la visitaran, la sacaran a pasear y jugaran con ella a la canasta, porque a la vieja le encantaba la baraja, era buenísima con eso y no había compañeros en la residencia que estuvieran a su altura. Las «amigas» fueron introducidas alternativamente por Cora y por Claudia: se las presentaron como parientes políticas o amistades del barrio, como personas simpáticas y desinteresadas, y como adictas irreductibles al naipe, siempre buscando rivales de porte. Al principio Perla pareció sospechar el engaño, pero a lo mejor para no desairar a sus hijas, terminó por aceptarlo como usualmente aceptamos una mentira conveniente. Disfrutaba mucho de esas «amigas» nuevas que le ganaban y que de vez en cuando se dejaban ganar, y que luego discretamente pasaban por la caja para que Claudia las convidara con un té verde y una porción de Selva Negra, y les pagara por los servicios prestados.
Bruno se echó a reír y a llorar al chocarse con semejante estupidez, y anduvo rumiando durante tres días cómo castigarlo, revolviendo con la cuchara del odio la lava del volcán
Perla había tramitado la sucesión y había donado la casa a sus hijas. Rápidamente, Claudia hizo con aportes de su inminente ex pareja una laboriosa restauración y abrió un salón de té todoterreno pero especializado en dulces. Y Cora tomó la planta alta para establecerse: dormitorio, despacho, vestíbulo y sala para los cursos interactivos y presenciales de detective privado: se ganaba buena plata con esa exótica y muchas veces inútil pedagogía. Las hermanas eran diferentes pero muy unidas, y los dos hijos adolescentes de Claudia se habían convertido en la debilidad de su tía. Que no había sido madre, y que se había casado una sola vez, con un piloto de Aerolíneas Argentinas que obviamente tenía novias en diversos destinos. Durante años, Cora Bruno había pasado por diferentes estados de ánimo frente a esa certeza. Primero intentó aceptar que se trataba de una fatalidad muy extendida y que ella debía mirar para otro lado. Luego intentó encajar la idea de que las vidas de los hombres y de las mujeres se desarrollan en distintos planos y que lo único relevante consistía en el hecho de que al menos en territorio nacional su marido no necesitara a nadie más que a ella. Finalmente, su propio oficio la condujo, en un brusco brote de celos y de curiosidad, a utilizar toda la tecnología disponible y aprendida para investigarlo a fondo y a distancia. Fue entonces cuando descubrió que no tenía múltiples amantes. Era mucho peor que eso: estaba profundamente enamorado de una azafata holandesa que residía en Madrid. Sus mails eran íntimos y ardientes, pero también cursis y románticos; él soñaba con mudarse a España y casarse con ella. Que lo mantenía a raya y a la espera de un gesto concreto. Pero el piloto dilataba la situación, no porque estuviera fingiendo, sino porque temía que Cora colapsara, se tomara un frasco entero de anfetaminas o se cortara incluso las venas. Bruno se echó a reír y a llorar al chocarse con semejante estupidez, y anduvo rumiando durante tres días cómo castigarlo, revolviendo con la cuchara del odio la lava del volcán. Cuando el piloto regresó de su viaje, Cora lo aguardaba en el espigón internacional: él dejó su maleta en el piso para abrazarla y ella le devolvió un beso largo y profundo. Después le acercó los labios al oído y le explicó que había mudado toda su ropa a un Howard Johnson y que ya podía llamar a la holandesa y avisarle que no pensaba suicidarse. Cuando el piloto se tensó, apartó la cabeza y quiso responder, ella le tapó con un mano la boca y le sonrió con la benevolencia de una madre y la melancolía de quien ha perdido algo, y se quedaron así congelados y transidos durante todo un minuto mientras hordas de pasajeros indiferentes pasaban a su lado. Hasta que Cora retiró esa mordaza, sonrió con una pizca de sorna y echó a caminar sin darse vuelta. El piloto tuvo el buen gusto de no perseguirla, de no pretender explicar lo inexplicable y fatal. Y casi sin despecho, pero con el corazón partido, Cora se metió en su coche y anduvo a ciento setenta por la autopista llorando a los gritos, mientras escuchaba a todo volumen las previsibles canciones de Chavela Vargas.
(Continuará)
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