La Frick en el Breuer: un contraste brutal y apasionante
La delicada colección de grandes maestros se instala en las antípodas de su mansión en la Quinta Avenida.

Los gusanos que devoran lo que queda de Henry Clay Frick (1848-1919) en su cementerio de Pittsburgh deben tener la tripa revuelta. El empresario estadounidense, magnate del acero y del carbón, de la generación de la explosión industrial de EE.UU. -los Carnegie, Morgan, ... Mellon, Rockefeller-, dejó para la posteridad un museo con su nombre. Era su residencia fastuosa en Nueva York, en la Quinta Avenida, una de las pocas que quedan en pie de aquella época, La llenó de pinturas de los grandes maestros europeos y de esculturas y mobiliario de lujo. Su idea era que fuese para el disfrute del público, pero también para perpetuar su nombre con un museo: la Frick Collection. Él se iría, como todos, pero no su poder, representado en la riqueza artística amasada. Dejó escrito cómo se debían mostrar sus tesoros y prohibió los préstamos a otros museos de ninguna de las obras que él compró de forma personal.
Ahora, al multimillonario quizá se le atragantaría la sopa si viera dónde están las joyas de su colección. Se han mudado de la que fue su mansión en la Quinta Avenida y la calle 70, frente a Central Park, al número 945 de la avenida Madison. No son ni diez minutos en pie, pero es un viaje a las antípodas del museo que concibió su creador. Y una maravilla para Nueva York y sus visitantes que, como todo el mundo, necesitan buenas noticias y estímulos para los sentidos, perdidos por la pandemia durante el último año.
El nuevo continente de la Frick Collection es el edificio que Marcel Breuer diseñó en los años sesenta para el museo Whitney, la gran institución del arte estadounidense. Es un mamotreto brutalista, una caja de hormigón con una fachada en escalera invertida que ha ganado con el paso de los años. Cuando abrió en septiembre de 1966, la crítica de arquitectura de ‘The New York Times’ lo calificó como «el edificio más odiado» de la ciudad. Hoy es un lugar reverenciado en Nueva York.
La mudanza de los adorados Vermeer, Velázquez, Rembrandt, Goya, Tiziano, las vasijas chinas y alfombras indias, las figuras de bronce y bustos de mármol, las pinturas religiosas italianas del ‘quattrocento’ o los lienzos versallescos de Francia tienen una explicación. La Frick Collection, una joya museística neoyorquina, está en plena renovación. Un proyecto ambicioso que supone la ampliación del museo, que permitirá recibir más visitantes y mejorar el uso de su prestigiosa biblioteca de arte sin -eso espera Frick desde su tumba- tocar su atmósfera mansionesca. La pandemia ha sido un momento ideal para ponerse a ello y, mientras tanto, se buscó un socio para alojar lo mejor de la colección. Se barajó hacerlo en el Guggenheim -es emocionante solo imaginarse estas obras en su galería en espiral- pero solo tenían disponibilidad para cuatro meses.
Por fin, el destino fue el edificio de Breuer, acostumbrado a servir de anfitrión de colecciones. Con la visita del Frick, es ya la tercera piel que se pone. Primero fue la del Whitney, para el que fue creado. Siempre se quedó corto de espacio para su colección monumental de arte estadounidense y acabó por montar su propio museo en el Sur de la ciudad, frente al Hudson. Lo ocupó después el Met, que quiso utilizarlo para no perder comba en arte moderno contemporáneo. Con la crisis de la pandemia y el Met en números rojos, cerró sus puertas hace un año. Y las reabre el próximo jueves con la visita de la Frick Collection.
El proyecto se llama Frick Madison, pero debería llamarse Frick Breuer. Porque lo que manda es el diálogo entre el brutalismo del arquitecto y la clase de Historia del Arte pasada por un alambique que es la colección de Frick. Es evidente en la sala dedicada a Bellini y su ‘San Francisco en el desierto’, considerado el cuadro renacentista más importante en EE.UU. Abandonado en una sala para él, con la luz urbana que entra por la ventana trapezoide, es como entrar en una capilla distópica. Una ventana similar alumbra a lienzos enormes de Fragonard, una explosión rococó contrapuesta por el techo de rejilla de hormigón del edificio, que vislumbra los conductos de la calefacción. En su localización original, un palacio de una amante de Luis XV, se miraba al Sena por una ventana. En la de ahora flotan los automóviles en la avenida Madison y atracan los clientes en la tienda de Carolina Herrera, en la esquina contraria.
Para quien haya conocido la Frick Collection, el contraste con el Breuer es brutal. En aquella, las obras estaban dispuestas al gusto del propietario y rodeada de sus riquezas. Por ejemplo, dos retratos espectaculares de Holbein, los ‘tomases’ -Moro y Cromwell- están separados por una chimenea descomunal, flanqueada por sillones y mobiliario de época, y rematada por el ’San Jerónimo’ de El Greco. Ahora los retratos están enfrentados, uno al lado del otro, en una sala propia, desnuda. Y El Greco, reunido en una sala propia con sus colegas españoles, cuatro ‘Goyas’, el retrato de Velázquez de ‘Felipe IV’, un autorretrato de Murillo…
El gran atractivo de la Frick Collection ha sido ofrecer una colección fosilizada en el momento de su formación. Se visita por la importancia de su obra, pero también por su contexto, el de las mansiones de los industrialistas que colocaron a EE.UU. como la gran potencia mundial. Ahora ocurre lo mismo, pero a la inversa. El museo más acolchado, más cubierto de alfombras, tapices, lámparas de araña y molduras de madera, se ha trasladado al edificio más sobrio de la ciudad.
«La intención era desvelar la riqueza de la Frick de una forma novedosa, inspirar nuevos diálogos y observaciones», asegura el comisario jefe del museo, Xavier Salomon. El cambio permite observar sus maravillas con otra luz. Como los tres Vermeer, reunidos en un espacio propio, que se benefician de la quietud de su entorno. O la pintura religiosa de Piero della Francesca, con una viveza que renace con la sencillez de un panel gris. O la monumentalidad de los cuadros de Veronés o Van Dyck, en un recipiente también monumental. Son un ejemplo de que, a veces, sacar las cosas de contexto es interesante.
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