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Ladrón de fuego

Piano de escribir

«Ernest Hemingway escribe mucho a máquina, pero de pie, en su casa histórica de La Habana, porque las cosas importantes se cumplen de pie, como el boxeo, según un farde muy suyo»

Serrat es Serrat

Ángel Antonio Herrera

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Ernest Hemingway escribe mucho a máquina, pero de pie, en su casa histórica de La Habana, porque las cosas importantes se cumplen de pie, como el boxeo, según un farde muy suyo. Paul Auster usa con vehemencia una escueta Olimpia SM9, porque no le ... gustan las computadoras, y sospecha, no inocentemente, que en Amazon está el enemigo. He aquí dos autores que fijan la vértebra de su vida en una máquina de escribir que es, en efecto, la osamenta viva del alfabeto, y un artefacto prehistórico, o casi, porque la máquina de escribir ya no se fabrica. En concreto, no se fabrica desde 2011, cuando la empresa Gobrey and Boyce, en India, puso a la venta los últimos 500 ejemplares. A partir de ahí, una máquina de escribir es directamente una reliquia del pasado, sólo requerida por románticos del coleccionismo o escritores de liturgia antigua. Hasta hoy. Charles Bukowski, que empleó una flota de máquinas portátiles, nos dejó una iluminación de poética maldita: «Aleja a un escritor de su máquina de escribir y todo lo que te queda es la enfermedad que lo motivó a sentarse y comenzar a mecanografiar algo». Arriesga García Márquez que es difícil imaginar a un norteamericano que no escriba a máquina, mientras que los franceses alternan la máquina con la pluma, empezando o acabando Jean Paul Sartre, que se iba a trabajar durante la tarde larga al café de Flore, en París, ajeno al turisteo que le hacía fotos como quien caza a una fiera meditante. William Faulkner alternó una Underwood portátil, y una Olympia SM-1, dos maravillas cuyos manuscritos revisaba después a mano. Susan Sontag alterna el rotulador y las olivettis diversas, y David Mamet, laureado de Oscar, por 'El cartero siempre llama dos veces', se ha confesado alguna vez incapaz de sustituir su Smith Corona Sterlin por una computadora. Cunde, quizá con verdad, que el primer autor que entregó un manuscrito a máquina fue Mark Twain, aunque hay dudas a propósito de si ese manuscrito era 'Las aventuras de Tom Sawyer'. Los últimos ejemplares de Gobrey and Boyce costaban 250 dólares. Es el precio de la última alhaja de una estirpe que nutre el museo de la nostalgia, mitad tejedora de prosas, mitad piano de metáforas.

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