la españa bizarra (IIi)
En un agujero en el suelo rezaba un templario
En Titulcia se unen los masones, los templarios y el revuelto de morcilla. La Cueva de la Luna es un hito de la España mágica
La misteriosa cueva de los Templarios oculta en una madriguera
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Es un restaurante, pero fue otra cosa: una cueva, un milagro, un misterio, una obsesión. Aquí a un hombre lo tomaron por loco, pero el tiempo le dio la razón a sus delirios. O al menos los alimentó como se alimenta el fuego.
Y no ... eran pocos: aquí, todavía, se dan cita lo paranormal, el Cardenal Cisneros, el emperador Constantino, las flores, los deseos, las psicofonías, los templarios, los masones, la guerra y el revuelto de morcilla (buenísimo). Todo tiene su sentido si nos olvidamos de la lógica tal y como la conocemos. Pero no se preocupen: la Tierra sigue siendo redonda.
El hombre se llamaba Armando Rico, y en una era de Titulcia encontró un agujero en el suelo. Sí, así podría empezar esta historia: en un agujero en el suelo el señor Armando encontró una vocación. No era un agujero cualquiera, era la entrada a una cueva antiquísima en la que había monedas de Rómulo y Remo amamantándose con la loba capitolina. Había una cúpula, también, como si allí se hubieran realizado ritos más o menos paganos, y las galerías eran tan alargadas que uno podía perder la noción del tiempo allí abajo. Así que el hombre…
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Abre la puerta César Rico (su hijo, 62 años, camiseta blanca, pantalones cortos, hace calor). Son las dos en punto de la tarde y la clientela, siempre fiel, espera su menú. Solo cuando termina la comida empieza el relato.
«La Cueva de la Luna la descubrió mi padre, Armando, allá por los años cincuenta. Al principio no se le dio importancia porque en Titulcia aparecían muchos restos arqueológicos. Esta ciudad fue destruida hasta cinco veces, y era normal que te encontraras con construcciones antiguas, con monedas… Era fácil encontrar cosas, vaya. Como él era un hombre de campo, decidió dedicar la cueva a sembrar champiñón».
Armando Rico descubrió la caverna en los cincuenta y un especialista dijo que era una cripta en forma de cruz
El cultivo, por lo que sea, no despegó, aunque las horas que pasó dentro no fueron en vano. En 1974 un alemán especialista en cavernas le contó que aquello era, en realidad, una cripta construida en forma de cruz, y Armando, que era aficionado a la arqueología, dio un pasito más (allá). «Empezó a decir cosas raras: que sentía energías, que era una construcción hecha por nuestros antepasados que nos mandaban un mensaje oculto que había que descifrar... La gente del pueblo no lo entendía. Decían: «Armando ha perdido la cabeza del todo»».
Cálculos
«Me tomaron por loco y me vinieron a buscar para llevarme al psiquiátrico de Ciempozuelos. Menos mal que el psiquiatra encargado de conducirme era culto y aficionado a estos temas. Cuando lo llevé a ver la cueva me comprendió y no pasó nada», contaba el propio Armando en mayo de 1982, en un reportaje publicado en ABC.
El hombre estaba convencido de que su cueva escondía algún mensaje de carácter esotérico. Dedicó horas y horas al estudio y la indagación, hasta que dio con la primera clave. En un archivo de Toledo encontró un legajo en el que se afirmaba que en 1509 se había registrado un milagro en Titulcia: al Cardenal Cisneros, en su camino a la batalla de Orán, se le apareció aquí una cruz en el cielo, que él interpretó como un presagio de victoria. «Mi padre entendió que había una conexión evidente entre aquel suceso y su cueva», explica César. Luego llegarían muchas más conexiones.
Armando hizo sus cálculos y matematizó la magia, no sin poco esfuerzo. «Al dividir la circunferencia de la Tierra entre 360 grados nos da la cifra de 111; y dividiendo por lo mismo el diámetro de la Tierra obtenemos 35,40. Estas son las cifras claves, las que utilizamos como constantes y con las que nuestra cueva responde a nuestras preguntas con la voz misteriosa de los ritos celtibéricos. Mi conclusión es que se quiso hacer de Titulcia un símbolo hispano. Una gran cruz peninsular propia. O mejor: dos cruces: una material y otra espiritual», detallaba, con desparpajo universitario. Y concretaba: «La galería que marca la cruz espiritual sigue hasta el sur, dirección Orán-Roma. Si se multiplica la longitud de la galería por la constante 111 nos da el radio de la Luna; multiplicada por otra constante, 35,40, se obtiene la distancia a donde se le apareció la cruz luminosa al Cardenal Cisneros. Si se multiplica la circunferencia de la cúpula de la cueva por una de las constantes nos da la distancia a Orán. Y su diámetro, de 5,02 metros, multiplicado por el número pi nos vuelve a dar el radio de la Luna; y multiplicada por dos veces el valor pi nos da la distancia a Orán. Y si se multiplica la distancia de Titulcia a Orán por el número pi, vuelve a aparecer el radio de la Luna». Clarísimo, ¿no?

Morata
de Tajuña
Ciempozuelos
Titulcia
Chinchón
Villaconejos
Fuente: Elaboracion propia / ABC

Morata
de Tajuña
Ciempozuelos
Titulcia
Chinchón
Villaconejos
Fuente: Elaboracion propia / ABC
Los cálculos continúan con la otra cruz, esto es, con la otra galería, que sigue la dirección de Puente Milvio. Multiplicando así y asá, con las constantes adecuadas, se llega a obtener la distancia que media entre Titulcia y Milán («lo que podría tener relación con el Edicto de Milán»).
Mientras Armando usaba su calculadora, la cueva se iba convirtiendo en leyenda, en mito, en lugar de peregrinación. «La gente repetía que aquí sucedían cosas, que sentían cosas especiales. Antonio José Alés habló de ella en su programa, que tenía una audiencia de millones… Yo recuerdo que la gente venía a mi casa a preguntar por la cueva. Y mi padre me decía: «Niño, vete a comprar tabaco y ya de paso te llevas a este grupo de gente a la cueva». A veces eran veinte personas, otras treinta e incluso más».
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José Trompeta Navarro, poeta vecino, le dedicó unos octosílabos: «En Titulcia hay una cueva / placentera, de amoríos, / que despide anhelo dulce / por estar entre dos ríos… (...) Y Titulcia se ha de ver / como célebre se hará, / y por su cueva y su copla / todo el mundo lo sabrá».
Armando, claro, le dedicó un libro entero, en el que inmortalizó sus teorías sobre la Cueva de la Luna. «Se lo editó él mismo. Y llegó a vender diez mil ejemplares. Que no es poco, eh. A mil pelas el libro eran diez millones», ríe César. Y después: «Mira, el prólogo es Jiménez del Oso».
Abajo lo primero que se siente es el frío, que hoy es fresco (frío buscado, querido). Al entrar, las mujeres deben llamar dos veces a la puerta («es la tradición»). Está todo lleno de símbolos templarios: escudos, armaduras, oraciones, cruces. «Esa cruz es postiza. La única cruz real que había estaba hecha al fondo de la galería. Todo lo demás lo han dejado aquí los templarios, que vienen aquí a hacer sus ritos iniciáticos».
—¿Todavía vienen?
—Sí, sí. Vienen los templarios, los masones… Aquí viene todo el mundo. Pero no sé lo que hacen aquí. Lo único que les pido es que antes de bajar tienen que comer en el restaurante [y sonríe].
Lo de la hostelería, cuenta César, empezó en 1984. «No encontraba trabajo y decidimos poner un bar aquí: él vendía su librito y nosotros nuestras patatas pobres (...) Esto cogió mucho predicamento dentro del misterio. Y yo encantado porque así ponía más cañas. Por aquí deben de haber pasado más de medio millón de personas. Se podía haber hecho no una secta, sino cinco. Todos decían que abajo sentían distintas energías», recuerda. Luego el fenómeno se fue desinflando. «En 2002 se murió mi padre. Luego hubo un accidente en la cueva: se rompió una tubería de agua y se perdieron ochenta metros de galería. Y esto se convirtió en un restaurante y cerré la cueva al público general. Ya solo se la enseño a la gente que viene a comer y siente curiosidad».
Leyenda urbana
Ya bajo la cúpula, César le ofrece al visitante la posibilidad de mejorar su existencia. Para eso solo tiene que situarse en el centro y coger una piedra mágica en cada mano («las pinta mi madre, a sus noventa años») y pedir un deseo.
—¿Usted cree en esto?
«Aquí la gente me trae flores porque se le cumplen sus deseos. Eso para mí es una evidencia», afirma César, su hijo
—¿En la cueva? Una cosa es creer y otra cosa es saber. Tú puedes creer que existe o no. Pero si tú grabas una psicofonía no se trata de que te lo creas o no: tú le das al play y te sale una voz entrecortada o un sonido gutural que te dice algo. Ahora, ¿interpretaciones a ese fenómeno? ¿Son voces de muertos, es la energía que ni se crea ni se destruye, son errores de la grabación? Yo tengo una evidencia. Aquí la gente me trae flores constantemente porque se le cumplen sus deseos. La gente se enamora de la cueva. La gente es feliz con la cueva. Y eso para mí es una evidencia.
—¿No se ha planteado nunca hacer nada aquí abajo?
—No.
—...
—No, porque yo desde pequeñito me quería marchar de aquí como fuera. De hecho le tenía mucho miedo a la cueva. Si me quedé fue porque en mi casa hacía falta dinero y mi padre estaba súper ilusionado con su cueva [deja un silencio]. Yo estudié para marcharme: empecé enfermería, luego no me gustaba; empecé con la fontanería y tampoco… No me he podido ir de aquí. Es más, me he hecho la casa arriba [ríe]. Fíjate lo que es la vida.
—¿Está satisfecho?
—A mí me hace muy feliz cuando la gente viene con las flores, como si le hubiera concedido el deseo. Esto es la cueva: una leyenda urbana que ha crecido y crecido y crecido. Si tú le dices a tu hijo: «Yo no podía tener bebés, pero tu madre y yo fuimos a la Cueva de la Luna y pedimos el deseo y aquí estás... Y tu hermano también». Para ese niño la cueva va a estar ahí toda la vida. Es lo que pasa. Aunque yo desaparezca, aunque el restaurante desaparezca, la leyenda seguirá ahí.
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