EL SANTÓN Y EL ASESINO
Fue en un hotel recoleto de Madrid, creo que con motivo de la publicación de «Antes del fin», cuando entrevisté por última vez a Ernesto Sabato. Cuando joven había leído «El túnel», que me fascinó en aquel momento, a lo que luego siguieron «Informe sobre ciegos», «Sobre héroes y tumbas» y, más tarde aún, «Abbadón el Exterminador», y aunque luego haya leído varios libros más de él, lo cierto es que era estos cuatro a los que siempre volvía cuando quería hallar el aire de Sabato. Ni siquiera su pintura, con ciertos rasgos de intenso feísmo pero que nunca ha logrado desasirse de ser una plástica de narrador, llegó siquiera a acercarse al peculiar mundo de sombras que es aquella primera narrativa de Sabato.
Fue en ese hotel madrileño cuando entendí de golpe el peculiar mundo de su narrativa, un mundo que se remontaba a su infancia y que estaba coloreado en claroscuros muy contrastados, violentos. Lo explicó por su trato con los anarquistas españoles, «una mezcla tan peculiar que fue allí donde encontré a los mayores santones mezclados con tremendos asesinos».
Un profesor español, anarquista y claro santón, que en el colegio, cuando sonaba el piar de los pájaros en la primavera por las ventanas del aula, les decía que no creyeran que celebraban el calor y el bienestar que otorgaba el sol, sino que eran cantos para comer y reproducirse. Creo que fueron ejemplos morales como estos los que impulsaron a Sabato a defender causas como el de los desaparecidos en la dictadura argentina con tamaña voluntad. Le movía el saber del vacío existencial que desde joven le aquejó pero también que el único asidero por el que logramos redimirnos es el de ofrecernos por la justicia.
A mí, a la noticia de su muerte a los 99 años de edad, casi un siglo, me quedan de él cosas preciosas, desde luego los libros mencionados, pero también aquella frase que logró describir un destino, el suyo.
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