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Muere Luis González Robles

Figura decisiva en la promoción del arte español en el mundo y director del Museo Español de Arte Contemporáneo de 1968 a 1974, Luis González Robles falleció ayer en Madrid a los 87 años

González Robles, junto al Rey, en una imagen tomada en mayo de 2001 EFE

Justo cuando el Ministerio de Asuntos Exteriores acaba de editar un importante libro en torno a la contribución española a un siglo de historia de la Bienal de Venecia, fallece en Madrid, a los ochenta y siete años de edad, el sevillano Luis González Robles, figura decisiva en el proceso de difusión internacional de nuestro arte de vanguardia, y artífice, entre otros triunfos, de ese momento de gloria que fue el pabellón español en la Bienal de 1958. Con el tiempo, algunos de quienes fueron sus protegidos en los años cincuenta se distanciaron de él, considerándolo, como no podía ser de otro modo, como alguien perteneciente al aparato cultural del franquismo. Pero lo cierto es que sin un comisario de Bienales como González Robles, o sin un director general de Relaciones Culturales como José Miguel Ruiz Morales, o sin directores del Museo de Arte Moderno como José Luis Fernández del Amo o Fernando Chueca Goitia, o sin directores del Ateneo de Madrid como Vicente Cacho Viu o José Luis Tafur, las cosas hubieran tardado mucho más tiempo en normalizarse en España, en materia de cultura y artes modernos.

A González Robles no lo recordamos como crítico de arte, que dentro de su generación no alcanzó el nivel de un Cirlot o un Santos Torroella, o el de su paisano y no precisamente correligionario Moreno Galván. Tampoco deja un enorme quehacer en materia de comisariado de exposiciones. Su gran realización, aquella que casi merece el calificativo de genial, fue el diseño de los envíos españoles a las Bienales de Venecia, Sao Paulo y Alejandría, y el de una serie de colectivas españolas en museos importantes. En un momento de cierta apertura cultural respecto de lo que habían sido los años iniciales del franquismo, él tuvo la intuición de que el potencial artístico español, en el que creía sinceramente, podía contribuir a mejorar la maltrecha imagen internacional del país. Conocía a los de «Dau al Set», y a los de «Parpalló», y a los de «El Paso», y a los jóvenes vascos. De 1956 en adelante, estos creadores, y otros de similar significación, fueron mostrados por él en las Bienales. El momento de gloria, como lo he indicado hace unas líneas, fue la de Venecia de 1958, en la que hubo premios para Tàpies y Chillida, entre otros. Un año antes, Oteiza había conquistado el Premio de Escultura en la de Sao Paulo. El proceso, que incluyó muestras en museos de muchos países, culminaría en 1960, con una operación en comandita con los norteamericanos, gracias a la cual dos museos neoyorquinos, nada menos que el MOMA y el Guggenheim, dedicaron sendas colectivas a nuestros entonces jóvenes artistas.

En años sucesivos, las cosas se tornaron menos fáciles para González Robles. Varios de los artistas más destacados iniciaron un proceso de radicalización política que los condujo «extra muros» del sistema. Costó más trabajo, entonces, integrar envíos coherentes a las Bienales, o desarrollar una política en el MEAC.

La última vez que saludé a González Robles, al que traté poco, pero del que he oído todo tipo de anécdotas y sucedidos -qué lástima que no escribiera unas memorias-, fue en El Pardo, hace dos años, cuando recibió la Medalla de Oro de las Bellas Artes. El gesto del Monarca, recorriendo, a la vista de las dificultades de movimiento del crítico, la mayor parte de la distancia que lo separaba de él, constituyó algo emocionante. La medalla venía a reconocer, por encima de los avatares de la historia, la labor, sí, de una figura decisiva.

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