La barbitúrica de la semana
Los Lobos de Stanislav
¿Acaso es necesario que un hecho sea cierto para que se acepte como cierto?, se ha preguntado Paul Auster en un texto magistral. ¿Y usted, lector? ¿Cree también en los lobos?

Con ambas manos apoyadas sobre el atril, Paul Auster mira a su alrededor y lee. «¿Acaso es necesario que un hecho sea cierto para que se acepte como cierto?» Así comenzó el escritor norteamericano su discurso aceptación del doctorado Honoris Causa concedido por la Universidad Autónoma de Madrid ... . Es un relato en el que describe su visita a Stanislau, una ciudad cercana a Leópolis donde nació su abuelo. «Lo que conocía antes de mi llegada era que, previamente a denominarse Ivano-Frankivsk en 1962 (en honor del poeta ucraniano Ivan Franko) , la ciudad, de 400 años de antigüedad, se había llamado de diversas maneras: Stanislawów, Stanislau, Stanislaviv y Stanislav, dependiendo de si estaba bajo dominio polaco, alemán, ucraniano o soviético».
Ensartándolas en el collar de la reminiscencia, Auster reunió estampas de devastación, un cataclismo de guerras e invasiones remotas. En algo más de diez páginas virtuosas e inesperadas, en ese relato Auster habla de las sucesivas matanzas de judíos, las más cruentas a manos de la Alemania Nazi. Su relato elabora una pausa en 1944, la fecha de llegada del ejército ruso al lugar donde nació un abuelo al que ni siquiera conoció. En aquella ciudad, devastada y abandonada, manadas de lobos se apoderaron de las calles, un episodio que el autor de Trilogía de Nueva York narra a partir del encuentro casual con un poeta, el hijo de un soldado que presta sus recuerdos al escritor y que Auster vuelca con belleza y precisión.
«Su padre era un joven de apenas veinte años y, tras la toma del control por parte de los soviéticos de Stanislau —desde entonces, Stanislav— fue reclutado en una unidad del ejército encargada a la tarea de exterminar a los lobos. La tarea duró varias semanas, según dijo, o tal vez varios meses, no lo recuerdo, y una vez que Stanilav volvió a ser habitable, los soviéticos repoblaron la ciudad con militares y sus familias (…)», narra Auster valiéndose de las memorias de un hombre de otro tiempo.
La historia de los lobos obsesionó a Auster hasta tal punto de intentar averiguar si tal episodio había ocurrido en realidad, pero no consiguió ninguna imagen que acreditara lo que aquel hombre le había contado. A pesar de no encontrar pruebas, Auster estaba seguro de que los lobos eran reales para aquel hombre. Así que él los aceptó como reales. Él no había visto a los lobos con sus propios ojos, pero su padre sí, «y ¿cómo iba a contarle un padre a su hijo una historia así, si no fuera cierta?», se pregunta el escritor en ese hermoso texto que leyó ante su auditorio.
«¿Acaso es necesario que un hecho sea cierto para que se acepte como cierto?». En esa tierra aún sangrienta, que durante años ha alojado a depredadores y víctimas, el lobo aúlla con la fuerza de una metáfora y la potencia de una verdad que atañe a quien la cuenta y la padece. «A falta de información que pueda confirmar o desmentir la historia que me contó el poeta, prefiero creerle. Con independencia de que estuvieran allí́ o no, elijo creer en los lobos», contesta Auster. Lo hace para sí mismo, y cómo no, para quienes lo escucharon y, sobre todo, para quienes lo leen. ¿Acaso es necesario que un hecho sea cierto para que se acepte como cierto?, se ha preguntado Paul Auster en un texto magistral. ¿Y usted, lector? ¿Cree también en los lobos?
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