Los huesos menospreciados del Siglo de Oro
Los grandes autores españoles del XVII no tuvieron una sepultura a la altura de su obra, y sus restos acabaron perdidos o abandonados en fosas comunes

Puedes escribir la gran novela moderna y terminar en el subsuelo de una iglesia, mezclado con los despojos de otros dieciséis difuntos. O entretener a un país entero a base de comedias y que luego te arrojen a un osario por impago. O cambiar la ... historia de la pintura y pasar la eternidad en un féretro perdido tras unas obras para ensanchar una calle. En fin, puedes conquistar el cielo de las artes y que después a nadie le importe tu materia, tu cuerpo, tus gusanos. Sobre todo si naciste en España. Sobre todo si viviste el Siglo de Oro . Da igual que te llames Cervantes o Lope o Velázquez: este olvido no entiende de nombres propios.
La búsqueda de los restos mortales de Calderón de la Barca en Madrid, que se creían perdidos desde 1936, pero que podrían estar ocultos tras los muros de la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, vuelven a reabrir un viejo asunto: lo mal que descansan nuestros más brillantes creadores de nuestra más brillante etapa. Algunos están en paradero desconocido, otros han sido identificados en los últimos tiempos, pero ninguno recibió una sepultura a la altura de obra, tal vez con la excepción de Góngora, que no se ha movido de la catedral de Córdoba desde que cerró los ojos. Parece un problema de mentalidad, de desidia, y puede que algo de eso haya, pero este drama empieza en la cartera.
«Hay que tener en cuenta que la mayoría de estos autores eran pobres, y que el enterramiento costaba un dineral», recuerda el cervantista José Manuel Lucía Megías. Tenemos el ejemplo de Lope de Vega , que murió en la cima del éxito (pero sin mucho efectivo) y que fue despedido con unas exequias multitudinarias sufragadas por el duque de Sessa, que también se rascó el bolsillo por su nicho en la iglesia de San Sebastián, en Madrid. Pasaron los años, y los descendientes del noble decidieron que no tenía sentido seguir apoquinando por ese espacio para alguien que no era de la familia, así que finalmente los curas de la parroquia optaron por tirar sus huesos a una fosa común. Por un puñado de ducados.
Con Shakespeare –apunta Lucía Megías– ocurrió justo lo contrario. El inglés había muerto millonario, porque adquirió un teatro, que era lo que daba dinero, no como escribir, y con ese montante se compró una capilla en la iglesia de Stratford-upon-Avon, además de una estatua. «Él se pagó su posteridad», asevera el investigador.
Lo de Quevedo es algo similar a lo de Lope. Sus restos fueron depositados en el convento de Santo Domingo, en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), y allí estuvieron intactos hasta 1796, cuando esa capilla pasó a ser propiedad del Cabildo eclesiástico. Entonces se decidió ordenar de forma más acomodada los enterramientos, pero la operación, en un principio sencilla, terminó con el sepulturero exhumando todos los cadáveres y mezclando sus partes hasta volverlos indistinguibles. Eso no se resolvió en el siglo XIX, cuando se trasladaron sus restos (unos restos cogidos al azar, en realidad) a Madrid para el Panteón de Ilustres. Tampoco cuando el proyecto fracasó y estos volvieron a la fosa de la que habían salido. Solo en el año 2007, un equipo logró identificar diez huesos del escritor (los fémures derecho e izquierdo, el húmero derecho, la clavícula derecha y seis vértebras), que ahora reposan en una urna en la iglesia de San Andrés, en la misma localidad en la que se despidió del mundo en 1645.
El caso de Cervantes es prácticamente el mismo. Fue inhumado el 23 de febrero de 1616 en el convento de las Trinitarias de Madrid, pero, y esto es demasiado común, tras unas obras de remodelación se le perdió la pista. En 2015, tras de una búsqueda con georradar realizada por Luis Avial, se encontraron sus restos en la cripta del convento, junto con los de otras 16 personas: en total seis hombres, cinco mujeres y seis niños. Completado el hallazgo colocaron una placa en el edificio: «Aquí yace Miguel de Cervantes».
Para Rafael Zafra, del Grupo de Investigación Siglo de Oro, estas cosas reflejan, de alguna manera, un cambio de mentalidad. «Estos escritores son ahora personajes, pero en el Siglo de Oro escribir era un oficio más. Los autores no eran gente tan famosa . A nadie se le garantizaba una tumba llamativa, excepto a quien se lo podía pagar, a la alta nobleza», expone.
También hay que tener en cuenta para entender este tema nuestra agitada y delirante historia: a principios del siglo XIX, José I decidió ampliar los espacios de las calles de Madrid, por lo que mandó derribar la Iglesia de San Juan Bautista de Madrid, en cuya cripta estaba Velázquez , perdido desde entonces.
Años después, durante el Sexenio Revolucionario (1868-1874), se decidió la creación de un cacareado Panteón de Hombres Ilustres que albergaría a los restos de las grandes personalidades de nuestra historia. Se movieron para ello los restos de Quevedo y Calderón, entre muchos otros, pero aquella idea megalómana terminó en papel mojado, y cada finado regresó a su nicho con mayor o menor fortuna. En 1888 la reina regente María Cristina decidió levantar el panteón en Atocha, pero solo dejó «entrar» a generales y hombres de Estado. Como si lo demás no mereciera un adiós digno.
Por desgracia, esa tradición de extravíos y desplantes sigue vigente hoy en día. Aún no hemos encontrado los restos de Lorca , y más allá de los huesos también desdeñamos sus hogares. Velintonia y la casa de Vicente Aleixandre , lugar de encuentro para los grandes poetas del siglo pasado, continúa agonizando en su abandono. La de Velázquez, en Sevilla, se salvó de la ruina en el verano de 2018 gracias a una iniciativa privada, ante la desidia de las administraciones. Y hace apenas unos meses la misma ciudad decidió rescatar el hogar de Luis Cernuda para crear un museo dedicado a la Generación del 27. Ahí van dos de sus versos, que pintan muy bien todo este embrollo: «Estoy cansado de estar vivo / Aunque más cansado sería el estar muerto». Cuánto nos cuesta honrar a nuestros genios.
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