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La caja perdida que escondía un tesoro en la Biblioteca Nacional

El archivero de la institución descubre los recuerdos personales de Juan Eugenio Hartzenbusch, autor de «Los amantes de Teruel»

Los recuerdos personales de Hartzenbusch Isabel Permuy
Bruno Pardo Porto

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En esta historia no hay mapas ni equis ni piratas, pero sí un tesoro. Hay, eso sí, tiempo, que todo lo convierte en valioso con su pátina. O al menos en especial. Y también un ojo ávido capaz de reparar en una caja entre miles, ignorada durante ciento siete años: más de los que pasaron los secretos del Titanic en el fondo del mar… Hablamos de los recuerdos personales de Juan Eugenio Hartzenbusch que han aparecido en la Biblioteca Nacional de España (BNE), un pintoresco testimonio del autor de «Los amantes de Teruel», que dirigió la institución en el siglo XIX.

La cosa empezó cuando Juan Ignacio Panizo llegó a su nuevo puesto de trabajo, en julio de este año, y decidió hacer un inventario de todo lo que contenía el archivo del que se iba a responsabilizar. En medio de esa ardua tarea (son miles de documentos) encontró una pequeña arca de madera que tenía pinta de ser antigua. Al abrirla se tropezó con un montón de objetos inconexos: unas gafas de sol, dos carteras de cuero, un cenicero de cobre, una cruz, varios sobres... No tardaría en descubrir que las piezas pertenecían a Hartzenbusch, y que habían permanecido olvidadas desde el 30 de noviembre de 1911.

El cenicero de cobre de Hartzenbusch Isabel Permuy

«Era una caja más. Y pasó lo típico: se quedó ahí, se quedó ahí y se le perdió la pista», relata Panizo a ABC. Movido por la curiosidad siguió indagando. Estaba ante una donación del hijo del escritor romántico, Eugenio Hartzenbusch e Hiriart (también conocido como Maxiriarth), con las reliquias de su padre. Él la mandó a la BNE y de ahí pasó al Museo Arqueológico, donde no apreciaron su valor. «A principios del XX aquel material no era antiguo, no interesaba», explica el archivero. Así que volvió a la Biblioteca, se registró y no se volvió a saber nada más de ella, salvo un paso fugaz por la sede de Alcalá. Hasta ahora.

Vistos con los ojos del presente esos cachivaches son de gran interés, y no solo porque pertenecieran a una de las grandes plumas del XIX. Está el paño que cubrió el rostro del cadáver de Hartzenbusch y la llave de la «caja» donde se «encerró» su cuerpo, según reza el papel que la envuelve. Tienen algo de fúnebres, sí, pero el vástago debía sentir un apego sentimental hacia estas cosas: eran los últimos restos palpables de su padre (si no contemplamos la exhumación como posibilidad, claro). No era tan extraño entonces. Y menos viniendo de un descendiente del romanticismo .

Las gafas de sol decimonónicas de Hartzenbusch Isabel Permuy

Según el inventario realizado en 1911, faltan bastantes elementos en este conjunto. Por ejemplo, una estilográfica de plata, un tintero de cristal, una brújula o una licencia de armas expedida por el marqués de la Vega de Armijo, gobernador de Madrid en aquella época. Afortunadamente no se llevaron las gafas de sol, de apariencia frágil pero bien conservadas, y que son anteriores a la distribución seriada de este producto. «En España no se comercializaron regularmente hasta 1920, y estas son decimonónicas», subraya el descubridor.

Los objetos, ya restaurados, pasarán a formar parte de la colección del museo de la BNE, donde ya se exponía la corona de Hartzenbusch , distinción que recibían los más eminentes literatos del XIX. Allí se mostrarán como un pedazo de historia íntima y cotidiana, para imaginar ciertos detalles del pasado. El cenicero, por ejemplo, nos remite a momentos pretéritos en los que, suponemos, no había problemas para encenderse un puro en la casa de los grandes manuscritos. Y los paños que cubrían las esculturas de la iglesia de Valparaíso de Abajo evidencian, con el resto del tesoro, que esta ilustre familia no tenían problemas de almacenaje. Quizá porque tenían a quien dejarle los trastos.

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