El idilio de la NASA con las compañías privadas: el espacio ya no es solo cuestión de Estado
Boeing y SpaceX acaban de llevar a cabo sendas pruebas con prototipos de naves y lanzadores encargados por la agencia espacial estadounidense que, cada vez más, subcontrata servicios
NASA y Elon Musk, inseparables pese a la explosión de Starship
![En vídeo: Starliner llega a la EEI en un primer vuelo con fugas y fallos | Foto: El cohete Atlas 5, de United Launch Alliance, se eleva con la cápsula Starliner, de Boeing, en las instalaciones de la NASA en Cabo Cañaveral](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/ciencia/2024/06/07/1482088921-RHRZKc0IqKzAWlSbJBOFWSO-1200x840@diario_abc.jpg)
A finales de la Guerra Fría, el espacio se transformó en un lugar colaborativo: pasó de ser el escenario de batalla entre EE.UU. y la URSS a convertirse en uno de los lugares de mayor consenso político, donde la cooperación se hacía imprescindible ... para seguir avanzando. Los 80, los 90 y la primera década de los 2000 vieron cómo nuevos países más allá de los dos bloques hegemónicos también se integraban en los viajes espaciales. A la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) llegaban astronautas de todas las nacionalidades y se enviaban misiones no tripuladas por todo el Sistema Solar en las que participaban distintas agencias, incluidas las consideradas 'rivales'.
Hasta ese momento, la exploración espacial había estado impulsada, sobre todo, por fondos públicos estatales. Sin embargo, en la segunda década del presente siglo todo cambió, sobre todo en Estados Unidos: los fondos privados no solo aumentaban en los proyectos públicos; las empresas también querían participar como actor principal y no solo como un secundario necesario.
Compañías tradicionalmente relacionadas con el sector aeroespacial como Boeing o Airbus, así como grandes magnates como Elon Musk -creador de PayPal, Tesla y, después, la famosa SpaceX-, Jeff Bezos -jefe de Amazon que montó Blue Origin- y Richard Branson -el responsable de Virgin Records, la empresa discográfica, que no obstante amplió el negocio a sectores tan dispares como la Fórmula 1, los aviones o los cohetes espaciales- empezaron a poner sus ojos en las estrellas y en un negocio espacial emergente que prometía pingües beneficios.
Pero el sector privado no fue el único en ver la oportunidad que se traducía en comunicaciones, aplicaciones industriales y, sobre todo, turismo espacial. Las agencias, con especial hincapié la NASA, se percataron de que podían utilizar estos proyectos en su propio beneficio, encargando desde pequeños satélites a cohetes gigantes a estas compañías que se comprometían a diseñar, construir y operar estos sistemas dentro de un plazo estipulado.
A cambio, y por menos dinero de lo que les habría costado si lo hicieran ellos mismos -la ley de la oferta y la demanda también se aplica al espacio-, los organismos públicos se ahorran múltiples quebraderos de cabeza y así se centran en los aspectos más importantes de las misiones, tal y como ha recalcado en varias ocasiones el administrador de la NASA, Bill Nelson. «Junto con nuestros socios comerciales, la NASA está apoyando una creciente economía espacial comercial y el futuro de la tecnología espacial», repite como un mantra el máximo responsable de la -de momento- agencia espacial más poderosa de la Tierra pero que, cada vez más, depende de estos socios privados.
En busca del nuevo taxi espacial
En 2011, la NASA canceló el programa del Transbordador Espacial y comenzó a buscar alternativas entre las empresas privadas. La primera en la que confió fue en Boeing, a quien le otorgó 18 millones de dólares (16,5 millones de euros) para el desarrollo preliminar de una futura nave que transportara a los astronautas americanos a la ISS y dejar de depender de las Soyuz rusas, las únicas naves con capacidad para alojar tripulaciones. El monopolio de Roscosmos provocó que un billete al espacio no fuese barato: unos 85 millones de dólares (unos 77 millones de euros) por persona y vuelo. Si contamos con que las tripulaciones rotan cada seis meses y que suelen ir más de un astronauta estadounidense en cada una de ellas, eso se traduce en mucho dinero.
Es por ello que a la NASA le urgía recuperar su capacidad de acceso al espacio. Así, durante una segunda fase, la agencia espacial estadounidense financió con otros 93 millones de dólares (85 millones de euros) el mismo proyecto de Boeing. Ya en 2012, se anunció una nueva adjudicación por valor de 460 millones de dólares (423 millones de euros).
La confianza en la nave de Boeing era tal que en 2014 la NASA seleccionó al vehículo CST-100 -después la rebautizarían como Starliner- como principal beneficiario del programa Commercial Crew Transportation Capability (CCtCap), recibiendo 4.200 millones de dólares (algo más de 3.900 millones de euros). Sin embargo, en este caso no fue la única adjudicataria: a la casi recién llegada SpaceX se le otorgaron 2.600 millones de dólares (2.400 millones de euros) para hacer lo mismo. La NASA argumentó entonces que su intención era avivar la competencia tener varias opciones abiertas.
La pugna entre Boeing y SpaceX
Al principio la reputación y la experiencia de Boeing pesaba más que el arrojo y la ambición de SpaceX (los grandilocuentes y exagerados mensajes de Elon Musk tampoco ayudaban mucho a su credibilidad). Sin embargo, debido a los éxitos de la compañía del polémico empresario, que impone una agresiva política de feroces plazos a sus ingenieros -recientemente salían a la luz las condiciones leoninas a las que sometía a su plantilla, en la que incluso se ha llegado a dar una muerte- y sus imbatibles y reducidos precios y costes, las tornas han cambiado.
Musk primero demostró que era posible lo que muchos creyeron que era un delirio: cohetes reutilizables. Los Falcon se han convertido en uno de los lanzadores más seguros y rentables del mercado espacial, vitales en la economía de SpaceX. Después, y contra todo pronóstico, diseñó, creó, probó y puso en funcionamiento sus naves Crew Dragon, que desde 2020 llevan operando de forma regular al laboratorio espacial no solo con astronautas de la NASA, sino también con misiones privadas, en su mayoría lideradas por Axiom Space.
De hecho, esta compañía, fundada hace apenas un lustro por el exastronauta de origen español Michael López-Alegría, también está dando que hablar al conseguir un contrato con la NASA por 1.000 millones de dólares (920 millones de euros) para diseñar los trajes con los que las futuras tripulaciones del Programa Artemis -el nuevo esfuerzo de la NASA por volver a la Luna- pisarán nuestro satélite. También se han colocado en la pugna por conseguir contratos con la agencia espacial estadounidense empresas como Blue Origin o Lockheed Martin.
Los retrasos de Boeing
Mientras SpaceX se hacía un hueco cada vez mayor, Boeing seguía acumulando retrasos. En 2019 probaba por primera vez en vuelo la Starliner, sin embargo no conseguía llegar a su destino, la ISS, y tenía que regresar a la Tierra antes de lo esperado. En 2022, por fin conseguía completar la prueba, pero se detectaron algunos fallos en el escudo térmico y los paracaídas, lo que retrasó el primer intento con tripulación.
Y no ha sido hasta el pasado miércoles cuando, tras varios retrasos y dos cancelaciones, la nave de Boeing por fin conseguía despegar con astronautas en su interior. El despegue no fue, sin embargo, el último escollo a superar: dos fugas de helio y problemas con algunos de los propulsores mientras se aproximaba a acoplarse a la ISS mantienen la duda sobre el que será el segundo vehículo de acceso de la NASA al laboratorio espacial.
«Hay que recordar que esto es una prueba y que el objetivo es poner al límite a la Starliner», señaló en rueda de prensa Mark Nappi, vicepresidente y director del programa de tripulación comercial de Boeing. «Esto no es una competición. Es algo que la NASA tenía planeado hace tiempo y que es algo bueno para todo el país», indicaba ante los periodistas al ser preguntado por la rivalidad entre su compañía y la de Musk.
Los problemas de Musk
Aún así, no todo va sobre ruedas para SpaceX. Su gran caballo de batalla ahora es la nave Starship con la que la misión Artemis 3 de la NASA aspira a pisar la Luna de nuevo. Un lanzamiento que ha sido pospuesto hasta septiembre de 2026, en parte porque Musk no tiene a punto aún su megacohete, un gigante de 121 metros de altura totalmente reutilizable que, de momento, solo ha conseguido finalizar totalmente ensamblado -está formado por dos etapas, una superior llamada como el propio cohete, Starship; y una inferior bautizada como SuperHeavy- una de las cuatro pruebas a las que se ha sometido el lanzador en el último año.
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«¡Hoy fue un gran día para el futuro de la humanidad como civilización espacial!», escribió el dueño de SpaceX momentos después de finalizar la prueba en la que su cohete -para el que ya tiene apalabrados tres vuelos comerciales para llegar a la Luna, al margen de la NASA- logró, por primera vez, sobrevivir a la reentrada atmosférica. «Nada nos une más que trabajar juntos hacia objetivos inspiradores». Inspiradores y con unos beneficios más que prometedores.
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