punto de fuga
"¡Franco!, ¡Franco!, ¡Franco!"
Aquella mañana motserratina se gestó la primera de las grandes ficciones que ahora mismo configuran el relato canónico del catalanismo político
“No vaig veure l’entrada dels feixistes a Barcelona, però vaig tenir temps de veure l’eufòria de la ciutat, les riuades de gent que es movia d’un cantó a altre cridant: ‘Fran-co, Fran-co, Fran-co’. Exactament amb aquest ritme. Havies de triar, o quedar-te tancat a casa, amb les finestres tacades, o resistir aquella onada d’euforia…”. Literal, la escena ocurrió un día como hoy de hace setenta y cinco años, el 26 de enero de 1939. Un tiempo en el que la lengua catalana, tal como certifica ese párrafo de Maria Aurèlia Capmany, aún resultaba un instrumento útil para expresar la verdad. Algo que dejaría de suceder a partir de cierta mañana de 1955, cuando un joven ingeniero de almas, Jordi Pujol, fundó una suerte de cofradía identitaria , “Crist i Catalunya”, en la abadía de Montserrat. Aquella mañana motserratina se gestó la primera de las grandes ficciones que ahora mismo configuran el relato canónico del catalanismo político . A saber, que aquí no hubo una guerra civil, sino que, por el contrario, la de 1936 fue una contienda entre la muy civilizada Cataluña y la muy salvaje España. Disputa en la que todos los catalanes eran de los buenos y todos los otros, de los malos. La gran mentira llamada a formar parte de la grandísima mentira en que iban a convertir la historia oficial de Cataluña.
Algún tiempo antes, Francesc Cambó todavía pudo usar las normas de Pompeu Fabra para relatar con cierta sorna cuán intenso fue el fervor con que Barcelona rindió póstumo homenaje a Durruti. Su grandioso funeral laico constituyó, a decir de Cambó, la mayor concentración de masas de la historia de la ciudad. Un hito únicamente comparable al eufórico recibimiento con que idéntica cifra de barceloneses festejaría la toma de sus calles por las tropas franquistas, escasos meses después. Asunto, el de esa coincidencia de asistentes en ambos acontecimientos, que, a juicio de Cambó, no encerraba ningún misterio. Según él, habían sido… los mismos.
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