BLANCO Y NEGRO MADRID 05-11-1933 página 164
- EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
- Página164
- Fecha de publicación05/11/1933
- ID0005492146
Ver también:
Me incliné de nuevo. -Hasta la noche, pues, señor Vignerte, y si quiere usted llegar al colmo de su amabilidad, al marcharse haga el menor ruido posible, para no espantar a los tordos. Kegresé ai palacio, dando un rotieo a lo largo del Meliia. Un martín- pescador, Tozando el agua malva, iba. y venía. Tenía el color de la esmeralda que vi en el pálido dedo de Aurora de Lautemburgo- Detniold al hablarme ésta. La mesa de bridge de la gra duquesa estaba instalada en el primer piso, caí uu extraño saloncito Luís XV. Dos lienzos de Boucher, un Largilliére y un notable Watteau eran lo que más mérito le tlaba. Y ñores, montones le flores por todas partes. Pensando cjue Hagen estaría, hice cuestión de honor el no ser yo. el primero en llegar. Eran, en efecto, las diez menos cuarto cuando llamé en las habitaciones de Aurora de J utemburgo. Abrió Melusina. ¡Albricias murmuró la amable joven cogiéndome la mano. La gran duquesa me recibió con una- sonrisa y me inclicó la mesa, donde ya estaba sentada con Hagen. Parecióme que el húsar rojo tenía muy mal humor, lo cual me causó júbilo, y durante toda la partida tuve con él las más delicadas atenciones. Aurora de Lautemburgo llevaba una especie de túnica de seda negra, con mang; is y cuello guarnecidos de chinchilla, arñpliamente escotada, con trencilla dorada; una redecilla con filigrana de- oro retenía los abundantes cabellos leonado, Jugaba con atrevida indiferencia, ganando casi siempre, no perdiendo jamás una contra. Melusina jugaba asimismo bien. Yo cometía enormes faltas, cortando con placidez las cartas importantes, y terminando, como es natural, i) or ganar. experimenté gran alegría al pensar que sólo la presencia de la gran, duquesa impedía a Hagen tirarme las cartas a la cara. Cuando ctieron las once, terminó la primera partida. La gran duquesa se levantó- -Aniiguito- -dijo con familiaridad a Hagen- las cartas serán su perdición. No olvido que mañana tiene usted la rcvi. sta del general inspector. Hildenstein, y que ha de levantarse a las seis de la mañáua. Y anadió: -No tema dejarnos solas a Melusina y a mi, puesto ue el señor Vignerte con. siente amablemente en hacernos compañía. Vamos, vaya a acostarse. Con aire maternal le presentó el sable. Hagen se lo puso, lanzándome una mirada de odio que yo fingí nó ver. Melusina de ííraffenfricd sonreía con su eterna y vaga sonrisa. -Pasemos a mí cuarto. ¿quiere usted? -dijo Aurora- vSeñor Vignerte, coja los libros que me ha traído. Conforme con los preceptos expuestos por Edgar Poé en la Psicología de los nmebles, el cuarto de la gran duquesa era de fonna redonda. Uu gran globo malva, incrustado en el techo, derramaba su luz nebulosa, sin sombras. En las paredes, grabados de Burne Jones, de Constable y de Gustavo Moreau. La habitación estaba llena de las tres cosas que más prefiero; flores, pieles y piedras preciosas. Había flores de todas partes, y necesité cinco minutos largos para acostumbrarme al violento perfume. Cuando se atenuó el efecto que me produjeron, pude enumerarlas poco a poco. Había, como es natural, rosas y azucenas. Pero, en esa trama sublime, la flora de la Tcherna y jdel Cáucaso había bordado las variaciones más sorprendentes. Los gordolobos de Mongolia dejaban colgar a lo largo de las paréeles largos racimos de cerca de un metro. Las centaureas rasas inundaban las juesas con sus pertuniadas gavillas. Las pasionarias azules, que sorprenden en primavera las orillas desoladas del mar de Aral; los nardos de Erivan, las escabiosas carmesí, los inmensos claveles nuilticolor, las linarias y los amarantos, las balsamias y las arañuelas, las primaveras del Kasbeck, las grandes margaritas rojas de los desfiladeros de Dariel, la siempreviva Cólquide, en la que se acurruca el mítico pájaro verde asfir, tocias las flores conocidas o desconocidas de nosoti os formaban una etenia primavera en aquella húmecki habitación. Mis miradas se detenían con preferencia en los lirios, de un morado casi negro, de perfume embriagador. La gran duquesa lo vio y sonrió. -Esos son los que yo prefiero. Son hermanos de los que cogía de pequeña en la lag una del Volga. Se sentó- en la baja e inmen. sa cama cubierta con dos pieles de oso blanco, y se quitó la redecilla que aprisionaba el cabello. La abundante cabeller. a rubia cay por el blanco cutis. Melusina, agazapada a sus pies en una piel de tigre, con el codo apoyado en el gigantesco cráneo de la fiera, templaba una especie de guzla en la que rcsonal an sonidos quejumbrosos y sordos. La gran ducjíjesa, una a una, retiraba las joyas, dejándolas al azar en los veladores que la rcxieaban. En tma cómoda con piedra de ónice verde, pintada como una caja persa, reconocí la diadema berberisca que 11 cvaÍKi el día de la fiesta del 7. de Húsares. A su lado había otra igxial: pero más pesada todavía, y adornada de zafiros. Sobre las pieles que cubrían el suelo hormigueaban, como ei carabajos y mar) uitas, joyitas rosas y verdes de origen armenio. Un gran collar de ámbar y turquesas en forma de rosario pendía de la cabecei- a del lecho, y en un petiueño nicho obscuro Ka- 38