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ABC MADRID 10-04-1981 página 9
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ABC MADRID 10-04-1981 página 9

  • EdiciónABC, MADRID
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Los náufragos de la Meduse Por Baltasar PORCEL F ELIZMENTE, el golpe de Estado que se registró el 16 de marzo último en Nouakchott, deprimida capital de la arrasada Mauritania, fue pronto abortado. Aunque a mí igualmente me hubiera convenido que, con idéntica celeridad, triunfaran los opositores al presidente Haidalla- -los cuales, por cierto, llegaron muy c h u l o s en jeep y con u n i f o r m e s nuevos- Porque lo que realmente me interesaba era que el país se mantuviera equilibrado y hasta indolente, para poder embarcarme y navegar hasta jos restos del espantoso naufragio de la Méduse Todas las historias son tristes, porque representan la derrota inherente en cualquier pasado... Pero lo acontecido con la Méduse fue particularmente devastador. Era ésta una hermosa fragata, construida en 1810. Tres palos, planchas de cobre recubrían su casco, la obra viva había sido trabajada con cuidado y fantasía. Desplá- zaba mil trescientas toneladas, con una eslora de cuarenta y cinco metros. Bien provista de cañones, surcaba las aguas con limpia celeridad. La Marina francesa la contaba entre sus más apreciadas unidades. En 1816, Francia bajo la restauración monárquica, la Méduse zarpa de Rochefort- -junto con otros navios- -para volver a tomar posesión del Senegal, que los ingleses habían hecho suyo en tiempos de la gloriosa y desastrosa aventura napoleónica. Llevaba trescientos ochenta hombres a bordo, entre colonos y soldados, siendo su capitán Hugues Duroy de Chaumareys, ferviente borbónico, al que durante un cuarto de siglo la Revolución y el Imperio habían postergado, impidiéndole navegar. Rehabilitado, se desplazaba orgulloso y abotargado por el puente de mando... El mar y el viento, los días. La esbelta fragata, gran marinera, se distancia del convoy. Y una mañana, dos semanas más tarde, se perciben en lontananza, al Este, indicios de tierra, a la par que la sonda ni siquiera alcanzará a medir toda la profundidad del océano. Hugues Duroy de Chaumareys decreta: la tierra que avistamos és Cabo Blanco (hoy al norte de Mauritania) y lo hondo de las aguas indican que hemos soslayado los traidores bancos de arena de Arguin. Todo funciona, pues. Pero la mar es verdosa, corre picada, tiemblan algas y nadan peces en abundancia. Un vendaval se entabla. Todas las apreciaciones del capitán han sido un error, pues sólo hay cuatro metros de profundidad sobre un inestable fondo arenoso... A las tres de la tarde, descomunal crucifijo: la Méduse encalla, se parte el casco, se pierde el timón. Son botadas las lanchas, pero resultan insuficientes. Es cuando habilitan una enorme balsa, trabados mástiles y tablones, de seis por doce metros, sobre la que se acumulan ciento cuarenta y siete personas, barriles, cajas, remos... Flotando difícilmente varios palmos por debajo de la agitada superficie marítima, zarandeada por el oleaje, la enorme y ruda plataforma pronto queda sola, patético e insólito griterío a la deriva. La situación náutica, aquella noche del 17 de junio de 1816, era la de 19 grados, 53 minutos, 42 segundos latitud Norte, y también 19 grados, con 20 minutos y 34 segundos, de longitud Oeste. Que es hacia donde nos dirigimos, ese 20 de marzo, levando anclas de un antiguo lanchón de vigilancia costera. A sesenta millas al Oeste, entre los opalinos fondos, los restos del naufragio... Los cuales fueron descubiertos, hace poco, por un joven y pugnaz arqueólogo submarino francés, Jean- Yves Blot. Al enterarme, me sentí impulsado a venir en seguida. Y miraba desde la borda, pero lo que contemplaba no eran los cobres carcomidos por la herrumbre, los herbosos maderos, allí en el fondo, sino una fantasmal sombra que se alargaba, la de la balsa... La balsa, que fue hallada dos semanas más tarde, dramáticamente encaramada sobre el vasto oleaje. Sólo se sostenían ya en ella, habiendo devorado incluso a algunos de sus compañeros de carne más tierna, enloquecidos y hambrientos, llagados por el sol y la sal, quince hombres... Théodore Géricault. Sí, Le Radeau de la Méduse la exaltada tela de aquel pintor enfebrecido y genial, de un rigorismo clasicista y de un estremecedor romanticismo. El proceso contra el capitán De Chaumareys, que fue condenado a tres años de cárcel, constituyó una de las banderas que más estruendosamente enarbolaron los liberales contra la monarquía. Géricault, a la sazón de veintiocho años, nostálgico de la revolución, vibrante, trabajó casi tres años, obseso, acudiendo cada día al hospital de Beaujon a tomar apuntes de moribundos y de cadáveres. Su lienzo, de casi cinco metros por siete y pico, hoy en el Louvre, obtuvo en 1819 un gran premio, pero fue rechazado por el estamento oficial, ya que también representaba el clamor de la protesta. Tanto daba: Théodore Géricault y Le Radeau de la Méduse representan uno de los más altos momentos de la pintura. Como altas, muy altas y desnudas eran las rocosas cimas del estrecho valle de Temelles, entre Pollenca y las montañas, al norte de Mallorca. Una inmensa luna anaranjada e inmóvil, como un gran silencio, sobre la abrupta cresta. Algo remoto, sideral, en el quieto ambiente. Hablo de treinta años atrás, una noche. E ¡arroyo cayendo sonoro, grueso, por la antigua esclusa de un molino. El delicado temblor de cada olmo. Valle arriba, solitarios repechos donde pastaban sombríos poderosos toros. Y más arriba aún, sobre el grisáceo esplendor de la cordillera, frente a la mar cobalto, las desoladas ruinas del Castell del Rei, extinguida fortaleza de viejos héroes de la independencia insular. En el decrépito caserón de la angosta garganta de Temelles estábamos mi amigo Honorat y yo, jovencísimos los dos, con su tío el maestro Totosau. Un velón de súbitos chisporroteos, de ratos casi enteramente sumidos en una suave oscuridad. Nos habían invitado a pasar allí, ignoro por qué, las fiestas cuaresmales. Totosau era regordete, cargado de espaldas, de abultados labios blancos y sonrientes, su carne como blancuzca... Hacía siurelfs- -el blanco y excéntrico silbato mallorquín- fabricaba zambombas, tallaba castañuelas. Un pomposo organillo lacado, tres laúdes, un violín, se amontonaban en un penumbroso rincón de la polvorienta sala. Comenté yo: ¡Ah, maestro Totosau, además de esto de las zambombas también gusta usted de la música elevada! El hombre rió, eunucoide: No, no, que fueron fabricados por mi antepasado Medusa, que al parecer muchas cosas sabía de música... Yo sólo soy ya capaz de amasar el fango de un siurell ¿Medusa inquirí yo. Y el maestro, voz del olvido y del horror, habló largamente... Chopin y George Sand llegaron a Mallorca en 1838. Después, les será enviado un excelente piano Pleyel. Al que acompañaba un técnico llamado Jean- Francois Deau, para instalar y afinar el melódico artefacto. Totosau me enseñó un retrato, daguerrotipo de un acerado realismo: ojos redondos y de expresión desconfiada, pelo escaso y revuelto, el rostro flaco y arrugado. Pero un tal aspecto no impidió que una tarde fuera hallado dentro de un frondoso plantel de chumberas, en apasionado abrazo, y en cueros ambos, con una sólida doncella insular. En 1839 fueron obligados a matrimoniar. Deau, como ya sospechará el avisado lector, era uno de los dramáticos supervivientes de la Méduse Se fue a vivir a Temelles, en tasa del suegro. Y con frecuencia, en las rumorosas y lóbregas noches de tempestad, caminaba por la casa como poseído, relatando entrecortado horripilantes escenas del naufragio, de la enloquecida balsa. Pronto le llamaron el señor Medusa. Y señor, sí, porque armaba con sabiduría finos instrumentos musicales, que vendía en las señoriales mansiones pollencinas. Dale la vuelta al retrato me ordenó sonriente Totosau. Lo hice: estaba todo escrito en francés, apretada y minúscula la letra. Lo descifré, guardo aun el papel con la traducción. Que transcribo: Yo, Jean- Frangois Deau, declaro: Primero. -No es cierto que el hombre sea de una u otra manera, ni que existan una moral o ley naturales o divinas. El hombre no es nada. Sólo es lo que la necesidad y la circunstancia le mandan. A bordo de la balsa éramos como un pez o una gaviota heridos, buscando preservar nuestras vidas sin pensar en nada, emitiendo gruñidos y luchando. Segundo. -La muerte sólo se reviste de terrible trascendencia en las poblaciones, en el interior de las casas, o sea dentro de lo que ha construido el hombre. El hombre que, envuelto entre sus propiedades, se cree individualizado e importante. Y sacado de su artificioso ambiente, no es nada. En la balsa, la muerte sólo era una insignificante partícula del gran proceso de mutabilidades que es el mundo. Tercero. -La felicidad es una fantasía inventada por el hombre entré sus propios artificios. Desde que estuve en la balsa, sueño cada noche en el mar proceloso, en los fosforescentes filamentos submarinos, en selvas lujuriantes, en montañas volcánicas. He perdido, en mi interior, la costra de la civilización, y oigo la lejana llamada de las vivencias ancestrales, el magma de los pantanos... Aquí seguían tres líneas meticulosamente tachadas. ¿Qué fue del señor Medusa? le pregunté al maestro. Años más tarde muño ahogado en la esclusa del molino, esa agua que estás oyendo... respondió, su palidez iluminada por el velón. Y recuerdo que yo le miraba, su carne blanda, como de un cuerpo que ha estado sumergido largo tiempo en el líquido elemento, fofo Totosau... Apenas dormí en toda la noche, escrutando crispado la oscuridad. En la que creía adivinar la macabra silueta de la balsa perdida, igual que me rondaba en marzo en alta mar del Atlántico la atmósfera neblinosa y cenicienta. Lo único real es el misterio.

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