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El crimen perfecto de la calle Tudescos: un misterioso asesinato aún sin resolver

Vicenta Verdier fue degollada en su cuarto y nunca se descubrió quién fue su asesino

La víctima, Vicenta Verdier, que murió asesinada en su domicilio de la calle Tudescos+ info
La víctima, Vicenta Verdier, que murió asesinada en su domicilio de la calle Tudescos
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La criada de la vecina que cada día le preparaba la comida entró a mediodía del 13 de junio de 1907 en la habitación donde vivía Vicenta Verdier en la madrileña calle de Tudescos. Ésta estaba aún peinándose y le dijo: «Acabo en seguida. Cuando esté el almuerzo, avísame». Poco después, alrededor de la una, unos gritos de «¡socorro!» alarmaron al vecindario. Las persianas estaban echadas, pero no había duda de que provenían de la casa de Verdier.

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La puerta estaba cerrada con cerrojo y nadie contestaba a las llamadas. Cuando por fin forzaron la cerradura y lograron entrar, vieron un gran charco de sangre en los baldosines del pasillo. Avanzaron hacia el comedor. Todo estaba en orden. Continuaron hasta la alcoba y allí encontraron a Vicenta, degollada a los pies de la cama.

La mujer, soltera de 35 años y natural de un pueblo de Zaragoza, había luchado por su vida. Había muebles fuera de su sitio, un macetero roto en el suelo y el armario de luna tenía las llaves de la cerradura ensangrentadas. Alguien había abierto un cajón, dejando las huellas de unos dedos y había buscado en unos estuches de alhajas. La víctima, que vestía una falda bajera, delantal y corsé, tenía en su mano derecha una pequeña imagen de plata de la Virgen del Pilar, de la que, según contaba ABC, debía de haberse apoderado en sus últimos momentos.

El resto de las habitaciones se encontraban en orden, con las ventanas cerradas. Solo en una alcoba interior próxima a la cocina los vecinos encontraron una abierta de par en par. Daba al tejado de una casa vecina de la calle de Silva. Por allí debió de huir el asesino. En la cocina, sobre el fogón, había dejado una cacerola de barro con agua enrojecida y un paño ensangrentado. No había duda de que se había lavado antes de irse.

El médico que examinó a la víctima apreció una profunda herida en el cuello que casi le seccionó la tráquea, así como dos cortaduras en la palma de la mano derecha que se habría hecho al intentar defenderse.

Ni la vecina que poco antes había conversado con ella ni sus más cercanos aportaron detalles de interés. Vicenta Verdier mantenía relaciones desde hacía una década con un caballero que la había conocido siendo soltero y que, tras su matrimonio, se limitaba a verla de tarde en tarde y a pagar el alquiler de su cuarto. La mujer vivía sola. Tenía una hermana casada a la que solía visitar casi todas las tardes y según las primeras declaraciones de los vecinos, llevaba una vida metódica y tranquila.

El perfil del asesino

¿Quién la había matado? De las historias que ABC pudo recoger aquel día, la más verosímil hacía figurar como asesino a un supuesto amante de Vicenta, un muchacho joven que la visitaba algunas veces, pero tanto la portera del edificio como las vecinas lo negaron. La portera juró y perjuró que no había visto subir a nadie por la escalera. Aunque era habitualmente parlanchina, se tornó muda. Y la vecina que le servía la comida aseguró que a mediodía se encontraba sola.

Que el criminal era una persona serena era indudable, constataba este diario, porque nadie que no poseyera gran serenidad y enorme sangre fría podía haber sido capaz de gastar tiempo en registrar cajones, abrir estuches y lavarse las manos de sangre, después de una lucha en la que hubo ruidos y en la que la víctima gritó pidiendo ayuda. Era evidente que temió que vecinos y transeúntes la hubieran oído y por eso salió por la ventana del tejado, dando un salto arriesgado para quien no estuviera acostumbrado a andar por las tejas.

Se pensó que el móvil pudiera ser el robo, por los estuches ensangrentados y vacíos, pero otros detalles hacían tambalear esa hipótesis. Tal vez eso fue lo que el asesino quiso que se pensara. Vicenta vivía modestamente y no parecía creíble que llamara la atención de un ladrón. Además, el agresor tuvo que entrar por la puerta, ya que si la salida por la ventana era difícil, la entrada peligrosísima. Y si entró por la puerta, debía de ser alguien conocido por la víctima.

La única testigo, que no ladró

Pero nadie vio nada. La única testigo del crimen había sido «Nena», la perra de presa y única compañera de la infeliz Vicenta a la que encontraron junto a su cadáver. ¿Cómo no defendió a su dueña cuando la agredieron y por qué ni siquiera ladró? Las preguntas se multiplicaban.

En registros posteriores aparecieron papeletas de empeño de algunas de las sortijas que se suponían robadas, así como un gran número de cartas, algunas de ellas amorosas y escritas por un hombre, sin dirección ni fecha. También se encontró en el cajón de la cómoda unos pantalones usados y una vieja capa masculina.

El protector de Vicenta informó a la Policía de que había recibido anónimos en los que se le decía que la mujer le engañaba en una casa de citas. Las primeras sospechas cayeron sobre él y sobre su mujer, la señora Romillo, que precisamente había pasado en coche por la calle Tudescos en las horas siguientes al crimen. El matrimonio Romillo fue interrogado en diversas ocasiones y estuvo detenido.

José María González+ info
José María González

También se arrestó a José María González, un conocido jugador que vivía, como se decía vulgarmente, de guapo, y que había tenido relaciones íntimas con la asesinada. Sin embargo, las diligencias no dieron el menor indicio para señalar al asesino ni hallaron el menor rastro que llevara a una pista segura.

Más de tres años después, el inspector Francisco Cara Blanca detenía en León a Salustiano Fernández Morales, soltero, de 32 años y natural de Menorca. Según un telegrama publicado por ABC, había confesado ser el autor del crimen. Declaró que el día de autos estuvo con su víctima en el Café de Pombo y, por celos, riñeron, marchando luego juntos a casa de Vicenta. Allí se produjo la reyerta y en un momento de desesperación, la mató con una navaja barbera que había en la mesilla de noche y huyó. Afirmaba que había eludido a la Policía marchándose a Buenos Aires, de donde se trasladó a Santander y después a San Sebastián y Bilbao antes de llegar a León.

¿Todo es falso?, se preguntaba ABC después de enterarse de que el supuesto criminal dijo al entrar en la cárcel que todo cuanto había manifestado era falso y que ni había matado a Vicenta, ni la conocía. Al poco se confirmaba que el detenido en León era un impostor al que la pasión del juego le arrastró a la miseria y ésta a la perturbación. «El misterio en que se halla envuelto el crimen de la calle Tudescos ho ha sido ahora tampoco disipado», subrayaba la crónica.

El caso se reactivó al año siguiente cuando un oficial del Ejército, José López Valcárcel, se presentó ante el juez dispuesto a revelar quién fue el autor del crimen de Vicenta Verdier. La Policía detuvo horas después en una taberna a Gregorio Corrochano, quien reconoció haber mantenido relaciones íntimas con la fallecida, pero negó tajantemente haber tenido nada que ver en su muerte.

En enero de 1913, se detuvo en Córdoba a otro sujeto llamado Luis Miguel Rosales por este mismo crimen, pero jamás había estado en Madrid. Y en 1927 se declaró culpable en Estados Unidos un miembro del Ku Klux Klan llamado Antonio Pérez de la Cuesta, que allí se hacía llamar Eddy Ponsshon. Otra pista falsa que no llevó a ningún lado.

Azorín dedicó en 1960 un recuadro a Vicenta Verdier, la joven de Epila (Zaragoza) que se fue a Madrid a servir y acabó viviendo «como se puede vivir cuando no se tiene nada». Se escribió mucho sobre el crimen de la calle de Tudescos. Mariano de Cavia publicó una "cháchara" en la que proponía humorísticamente que se contratara a Conan Doyle. «No se supo nada entonces del crimen de la calle de Tudescos; no se sabe nada ahora, pasado más de medio siglo», subrayaba Azorín hace 60 años. Nunca se supo. Tenía razón el célebre periodista y literato cuando decía que «puede ponerse este crimen como modelo del crimen perfecto impune; otros, con menos motivos, han sido llevados al teatro y al cine».

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