Los días que Trotsky pasó en una cárcel española
El revolucionario ruso estuvo recluido en una celda de pago de la Modelo en 1916

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«Conozco España; es un hermoso país del que tengo buenos recuerdos», le dijo con voz agradable en francés León Trotsky a la intrépida Sofía Casanova el día en que la corresponsal de ABC se adentró «en el antro de las fieras» de San Petersburgo. La periodista se había presentado en el Instituto Smolny, convertido en cuartel general bolchevique, y había pedido hablar con el comisario León Davidovich Trotsky, por entonces ministro de Negocios Extranjeros y «el más interesante de los compañeros de Lenin».
Quizá porque era española, Trotsky la recibió en su pequeño gabinete de sobrio mobiliario. Debió de recordar sus andanzas en nuestro país en noviembre de 1916, meses antes de que estallara la Revolución de Octubre
. El creador del Ejército Rojo le contó a Casanova que había conocido Madrid, Barcelona y Valencia y que su amigo Pablo Iglesias estaba por entonces en un sanatorio. «Sentí dejar España», le aseguró, aunque «la Policía "comme de raison" me trató mal», apostilló.

El 30 de octubre, en pleno desarrollo de la Primera Guerra Mundial, había sido expulsado de Francia por hacer propaganda pacifista y había cruzado la frontera española en Irún con el propósito de «permanecer oculto en España hasta que se presentase ocasión de poder instalarse en otro país europeo o de continuar viaje a América en alguno de los buques que partían de puerto peninsular», según relató Francisco Rodríguez Batllori. Aunque el propio Trotsky narró tiempo después sus peripecias en España, este escritor creía en 1970 que su estancia no había sido suficientemente divulgada en sus curiosos detalles y se dispuso a recordarlos en este periódico.
Explicó, por ejemplo, que el trayecto de París a Irún lo hizo «rigurosamente vigilado por agentes de la Policía francesa, cuya benévola indulgencia trató de conquistarse hablándoles animadamente de Pascal y Descartes, de Ibsen y Tolstoi».
Una vez en tierra española, tomó un tranvía hasta San Sebastián procurando darse aires de turista para no despertar sospechas de la Policía española, «extremadamente sagaz y recelosa». Trotsky curioseó durante unas horas por calles y plazas de la ciudad donostiarra mientras esperaba a tomar el tren que le conduciría hasta Madrid. Allí se instaló en un modesto hotel, esperando pasar desapercibido. Como desconocía nuestro idioma, intentaba desentrañar las noticias que contaba la Prensa sobre la contienda europea, ayudado por un diccionario.

Había dirigido cartas a sus correligionarios de Italia y Suiza con la esperanza de ser admitido en estos países y aguardaba inútilmente respuesta con paciencia, pero también con nerviosismo. Para mitigar su soledad y aburrimiento, pasó horas en el Museo del Prado admirando sus obras de arte. Frente a un famoso lienzo, anotó en su libreta: «Entre nuestra época y estos artistas antiguos vino a interponerse antes de la guerra, sin eliminar ni empequeñecer lo viejo, el arte nuevo, más íntimo, más individual, más matizado, más sugestivo, más movido... No es fácil que retornemos a las formas antiguas, a esas formas de belleza, anatómica y botánicamente perfectas, a las caderas de un Rubens (si bien las caderas tendrán probablemente gran predicamento en el nuevo arte de la posguerra, ansioso de vida)».
Desde París, pusieron a Trotsky en contacto con un socialista francés apellidado Gabier, que se encontraba en esas fechas en Madrid. Sus entrevistas secretas posteriores con otros personajes significados políticamente pusieron a la Policía española sobre su pista. «Una mañana recibió la visita de dos agentes con orden de conducirlo a la Dirección de Seguridad, donde le señalaron un plazo para abandonar nuestro país, cuya frontera había cruzado ilegalmente», continuó contando Fernández Batllori. El agitador ruso, considerado peligroso por la Policía española, quedó, entretanto, recluido en la cárcel Modelo.
En celda de pago de primera clase
Trotsky había sido «huésped» de muchas cárceles europeas, pero no conocía ninguna como la prisión madrileña. «En la cárcel -escribió tiempo después- había celdas gratis y celdas de pago. Una celda de primera costaba peseta y media, y siendo de segunda, setenta y cinco céntimos al día. El preso tenía opción a una habitación alquilada; pero no se le reconocía derecho a rechazar la que la daban gratis. Mi celda era una de las primera clase, de las caras...». El instigador de la revolución proletaria «no desdeñaba los cómodos y odiosos hábitos burgueses», apuntaba Fernández Batllori.
La revista gráfica «La Estampa» publicó en 1931 el expediente procesal «del que dijo llamarse León Trotsky», su ficha, con su edad equivocada (tenía 37 años, no 42 como indica), y sus huellas dactilares. Ingresó el 9 de noviembre de 1916. El propio Trotsky describió en su libro «Mis peripecias en España» su resistencia cuando lo fueron a fichar en la cárcel: «Mi invitaron -dijo- a embadurnar los dedos en la pasta tipográfica, con objeto de imprimirlos en las fichas. Protesté.

-Es obligatorio -repetía con asombro el empleado encargado del Gabinete antropométrico-. Todo el que pasa por nuestra Cárcel es sometido a dactiloscopia.
-Pero yo protesto precisamente de que me hayan obligado a pasar por la Cárcel.
-Nosotros no tenemos la culpa de ello.
-Pero yo no puedo protestar ante nadie más.
-Nos veremos obligados a emplear la fuerza.
-¡Como quieran! El vigilante puede embadurnarme los dedos e imprimirlos; yo, personalmente, no moveré ni un dedo.
Así fue. Yo miraba por la ventana, y el celador me ensució amablemente los dedos, primero los de la mano derecha, después los de la izquierda, y los imprimió diez veces en toda clase de fichas y hojas».
En el calabozo madrileño, Trotski fue entrevistado por el Caballero Audaz, que le vio parecido con Pío Baroja. «La ficha está plagada de errores –se quejaba el revolucionario ruso–. Pone que soy cosaco, labrador, vagabundo y cuatrero. Procedo de una familia israelita ¡y no he montado en mi vida a caballo! Mi pasaporte está extendido a mi verdadero nombre, León Davidovich Bronstein. León Trotsky es mi seudónimo, como el de usted es Caballero Audaz. No tengo culpa de que la policía ignore esto».
Tres días después recibió orden de partir hacia Cádiz. Las autoridades españolas pretendían embarcarle en un trasatlántico con destino a La Habana, pero a Trotsky no le agradó esta decisión. Consideraba que le expulsaban del país como un criminal. Además, quería instalarse en Norteamérica. Así lo manifestó a la Policía y al gobernador civil de Cádiz y cursó diversos telegramas a la Dirección de Seguridad, al ministro de Gobernación y al presidente del Consejo de Ministros. Finalmente, se le concedió aguardar hasta la salida del primer barco que partiera a Nueva York. Según Batllori, «permaneció varias semanas en la capital andaluza, donde un vendedor ambulante de mariscos, tomándole por un frívolo turista, le exigió la fabulosa suma de 'sincuenta séntimos' por una docena de camarones, bajo la mirada taladrante del policía que, a cierta distancia, observaba el picaresco lance».

De Cádiz partió Trotsky hacia Barcelona, en cuyo puerto embarcó rumbo a Norteamérica en el vapor «Montserrat» junto con su familia, que había llegado de Francia. Tras hacer escala en Valencia, Málaga y Cádiz, el barco llegó a la bahía de Nueva York en enero de 1917. El creador del Ejército Rojo apenas permaneció seis meses en Estados Unidos porque el triunfo de la revolución bolchevique le abrió de nuevo las fronteras de su país. Años después, recordaba Batllori, volvería a América, pero de ese viaje nunca regresaría.
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