Ser de Santo Tomé
Dedicado a Juan Ignacio de Mesa
Ser de Santo Tomé es haber nacido bajo la sombra de la torre mudéjar de la iglesia, haber aprendido los colores de la infancia en los cuadros de El Greco y haber conocido de la muerte, de la vida y de lo que está en el medio mirando casi a diario El Entierro del Conde de Orgaz . Ser de Santo Tome es haber visto a don Gregorio Marañón saliendo de misa de doce envuelto en su capa española acompañado a veces por Victorio Macho , haber conocido al Señor Cardeñas que fue uno de los que arroparon al Entierro entre colchones cuando la locura del 36, recordar a Buñuel , enfadado, los brazos como aspas de molino en celo, dirigiendo Tristana o ver pasar desde un balcón, al que la dueña de la casa llamaba «un cochecito parado», a Dalí, a Eva Perón, a Sara Montiel, a De Gaulle, a reyes, obreros, turistas de un día, saliendo de la iglesia con la mirada encendida después de haber contemplado el Entierro. Ser de Santo Tomé es haber vivido rodeado por calles con nombres cargados de historia: Alarife (que recuerda al arquitecto del Puente de San Martin protagonista de una trágica y hermosa leyenda de amor), callejón de la Campana, Plaza de Valdecaleros, calle de las Bulas, callejón de Bodegones, Plaza del Conde, de tener el Paseo del Transito, la constante llamada del Tajo y sentir la tolerancia en el barrio judío.
Ser de Santo Tomé es haber escuchado durante parte de tu vida el sonido de la campana del convento de San Antonio dando la hora noche y día, o las de la iglesia de la torre mudéjar avisándonos del comienzo de las misas, de la muerte de algún vecino o de la resurrección de Dios. Ser de Santo Tomé era ser del mundo y haber visto a las primeras turistas en minifalda y a la vez a algunos vecinos sentados a las puertas de sus casas tomando el fresco en las sofocantes noches toledanas. Escuchar idiomas raros de gente rara e ir a comprar una sandía o un melón al puesto callejero que montaban en verano, dejando la mercancía al cuidado de la noche y del sereno o ir a la confitería de Rodrigo Martínez y saludar a doña Consuelo que te daba un caramelo mientras te preparaban la docena de pasteles dominicales «con dos cafeteros para mi mamá» o ir a comprar papel azul a la Librería Guzmán para forrar los libros del curso o ir a Lorenzo , el fontanero, a avisarle que fuera a poner un cristal en alguna ventana que un crío había roto o comprar aceitunas negras, recién curadas, en la frutería del arropero (su abuelo hacía arrope) o que te cortara el pelo el señor Redondo . Ser de Santo Tomé es también haber contemplado las golondrinas enloquecidas en los atardeceres de verano, la tormenta a la vuelta de la esquina, cosiendo la torre con sus chillidos, es haber sentido en las madrugadas frías de invierno el olor del aceite hirviendo de la churrería del Señor Daniel, la voz destemplada y cálida de la campesina, «que venía andando desde Bargas», pregonando su humilde mercancía con aquel canto que era un poco el anuncio de la llegada de la primavera: «Espaaaaaarragos y cardillos. La esparragueeeeera».
Un día viste como la lluvia de la juventud borraba la torre, disminuía los olores, se llevaba a Dios, alguien te clavaba una lanza al rojo vivo en tu mirada y tuviste que dejar a tu familia, a tus amigos, dejaste Santo Tomé para siempre, para no volver jamás, aunque siempre volvieras en busca de tu madre o a oler el tomillo el día del Corpus o para enterrar a algún muerto cercano. Aunque la vida te vaya borrando los límites del barrio, hayas conocido Torres que cayeron, gente que amaste y que se fueron, te hayas condenado en bocas de lobo de aliento envenenado, perdido en túneles de muerte y te vayas quedando cada día más solo, bien tú sabes que siempre serás de Santo Tomé, donde al final volverás.
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