CONFIESO QUE HE PENSADO
La batalla de los sebadales
Después de todo sólo ansían contar con una excusa para seguir luchando
Que el Tribunal Supremo haya decidido que los sebadales de Granadilla, de cuya existencia no teníamos la más remota conciencia hace unos pocos años, permanezcan en el catálogo de especies amenazadas, probablemente carezca de importancia a estas alturas. A fin de cuentas, es previsible que en poco tiempo ni haya dinero suficiente para construir el puerto, ni actividad comercial que lo convierta en necesario. Asistimos, por lo tanto, y eso es lo realmente relevante, a una batalla más dentro de la guerra que dio comienzo hace una década entre los prebostes de las clases política y empresarial y una serie de organizaciones ciudadanas que, sustentadas por una extendida sensación de indefensión social ante los poderosos, advierten toda clase de oscuros tejemanejes en las bambalinas de éste y otros proyectos. Los sebadales se han convertido en una mera excusa, una colina en la que izar un estandarte, igual que lo fueron los pinos de Vilaflor y lo sigue siendo la montaña de Tindaya.
La opacidad que ha caracterizado en las últimas décadas las relaciones entre políticos y empresarios, transparentadas en ocasiones mediante procesos judiciales que han sacado los colores a no pocos responsables públicos, insufla fuerza a ese runrún que recorre el archipiélago acerca de la existencia de cenáculos donde se reparten dádivas de variados colores, siglas y tamaños, al tiempo que alimenta toda suerte de teorías conspiratorias.
Por ello, la ahora archiconocida cymodocea nodosa –nombre científico del sebadal– no debería caer en la equivocación de creerse deseada por un ejército de admiradores y, por ende, consentirse cual bella orquídea. Su triste realidad es que jamás ha pasado de ser un mero peón que a nadie importa, como las margaritas que poblaban los prados en la histórica batalla de Waterloo y acabaron pisoteadas por la caballería. Los argumentos de peso, el respeto por el adversario y la dialéctica como antesala del acuerdo y el bien común hace tiempo que dejaron de tener importancia. Lo acuciante es ganar porque ganar es el fin en sí mismo, tanto para quienes recurren a la desmesura a la hora referirse a las venturas del proyectado puerto –la desproporción en el discurso alimenta todo tipo de suspicacias– como para los incansables 'sebadófilos' que advierten del iracundo desembarco de una hidra de siete cabezas en el caso de que se construya.
El propio Napoleón mantenía que "en la guerra, como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca", pero para eso se requiere, cuando menos, una cierta voluntad de entendimiento de la que parecen carecer enemigos y amigos del sebadal. Después de todo, ellos, aguerridos guerreros, sólo ansían contar con una excusa para seguir luchando.
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