PALABRAS DE UN SOLO DÍA
Continente y contenido
Afortunadamente vi al familiar en la cola de la caja dispuesto a pagar y no me quedé para confirmarlo
HACE un par de semanas acompañé a un familiar, experto en dispositivos electrónicos, al centro comercial que promociona convertir, por mor de la propaganda, a la avaricia en virtud.
Como alguien le había encargado varios artilugios me pidió ayuda, cosa que acepté sabiendo que podría arrepentirme, pues conocía su forma puntillosa a la hora de comprar.
«Elige tranquilo, yo voy a dar una vuelta» fue el pretexto para abandonarlo en el interior del establecimiento, envuelto en una atmósfera difícil de asumir para un individuo con mis neuras: mucha gente, mucho ruido y la reproducción de una música —si es que podía llamarse de ese modo— infernal, con explosiones de corcheas y semifusas capaces de arrasar cerebelos.
Como el comisionado tardaba lo suyo me puse a recorrer los pasillos hasta que llegué a un sitio que me sorprendió: un rincón con televisores de alta gama, más de cuatro, enormes y planos, cuyas pantallas mostraban imágenes y actuaciones en tres dimensiones —si es que podía llamarse de ese modo a lo que allí se mostraba—.
Parecía tratarse de una gala donde varias personas ¿cantaban? y bailaban sobre un escenario. Por suerte, el aparato estaba funcionando en modo silencio, así que no puedo opinar sobre la calidad musical, pero tendría que tener algún ritmo, pues los intérpretes se enroscaban y parecerían hacer gárgaras con el micrófono.
El público que habitaba la pantalla plana entendía digno aquello pues aplaudía, sobre todo cuando una chica, que había bajado de un remedo de trapecio, volvió a subir al mismo para desaparecer, dando por finalizada la coreografía —si es que podía llamarse de ese modo lo que terminaba—.
Intuyo que la función se estaría desarrollando en un ambiente templado, porque de otro modo los profesionales hubiesen terminado con carámbanos en las partes más expuestas —que eran casi todas— del cuerpo de baile.
Pensé que no estaba mal —en épocas de crisis— gastar menos en cubiertas, pero sí disparatado destrozar ropajes para convertirlos en «tapa-nada». Cuando el espectáculo —si es que podía llamarse de ese modo— estaba a punto de concluir, se produjo una transformación importante: todo lo que era blanco se manchó de rojo. Una hemorragia absurda cubrió cuerpos, extremidades y rostros de los protagonistas mientras el público salpicado saludaba la actuación.
Le pregunté a un vendedor por la representación y me respondió que él entendía de electrónica de consumo, no de arte. A su juicio se trataba de una entrega de premios, y el número que acababa de ver no era el premiado. Éste vendría después, y, siempre a su juicio, era mucho peor.
Afortunadamente vi al familiar en la cola de la caja dispuesto a pagar y no me quedé para confirmarlo.
Tras agradecer al dependiente me marché masticando contradicciones, las que representa la maravilla de un continente capaz de reproducir en tres dimensiones albergando tremenda bazofia de contenido.
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