Rilke, Toledo y El Greco (II)
Continuamos en esta entrega el camino iniciado en el anterior número de Artes&Letras Castilla-La Mancha con el fin de seguir profundizando en ese encuentro entre la emoción, la pasión y el conocimiento que suponen Toledo y El Greco para Rainer Maria Rilke.

Apuntábamos que fue Zuloaga un punto de encuentro necesario entre la obra de El Greco y Rilke. Fuera Zuloaga el albacea de la grandeza de El Greco ante Rilke o, sencillamente, se sumara este a la corriente de revisión alcista con que se contemplaba la pintura del cretense desde comienzos del siglo XX, lo cierto es que, para el poeta nacido en Praga, la dicotomía Greco-Toledo devino en obsesión. En 1908, deja testimonio escrito de la fascinación que le produce la contemplación de la Vista de Toledo en una misiva destinada a Rodin -que, por cierto, no compartía el mismo entusiasmo por el pintor–. De la estancia de Rilke en Múnich, hacia 1911, nos queda, como episodio que el propio poeta considerara digno de rememorarse, los cuadros de El Greco exhibidos en la pinacoteca de la ciudad bávara.
La vasta producción epistolar nos es valiosísima para evaluar el alcance de la importancia conferida a El Greco por el Rilke de estos años; se puede afirmar que interioriza la admiración hacia el pintor, del que se considera solícito y rendido discípulo hasta proporciones que rallan en la monomanía. La princesa Marie von Thurn und Taxis, frecuente confidente de las fijaciones del poeta, es destinataria de cartas en que le confiesa: «Pero (…) grecos hay aquí toda una pared con sus cuadros más extraños e impresionantes. Esto me sostiene día tras día». La propia princesa Marie von Thurn es receptora del íntimo deseo que el poeta empieza a albergar en estos años como un verdadero destino vital: viajar a Toledo secundando a El Greco; es ella, de hecho, la receptora de una carta en que el poeta, después de hacer un elogio encendido del Laocoonte , donde es sabido que Toledo sirve de trasfondo al episodio de la Iliada que la pintura reproduce, concluye con el corolario: «Un cuadro único, inolvidable…», y añade: «Debe de ser magnífico ver esta ciudad y a El Greco en relación con ella».
Rilke está empezando a albergar el germen que alumbraría ese auténtico ápice de la poesía del siglo XX: las Elegías de Duino , el término de un camino de formación espiritual cuya cúspide sería Toledo, y cuyo catalizador fue El Greco. Es desde Duino, precisamente, un año antes de producirse el viaje a la ciudad castellana, desde donde escribe a su editor, Anton Kippensberg, para dejar constancia de este extremo: «Usted sabe que El Greco es uno de los acontecimientos más grandes de mis últimos dos o tres años. La necesidad de entablar relación estrecha y concienzuda con él se me antoja casi una misión, un deber profundo e interiormente arraigado». Debemos a Antonio Pau y a Ferreiro Alemparte el relato de una anécdota que no conviene obviar ni reducir a la fruslería: se trata de una sesión de espiritismo acontecida en el castillo de Duino, entre los días 1 y 4 de octubre de 1912, es decir, apenas un mes antes de la llegada del poeta a Toledo. En esa sesión, una voz femenina prescribe el viaje de Rilke a nuestra ciudad, y éste, menos aficionado a lo esotérico –tan en boga en este tiempo– que atento a la percepción de la cara oculta del mundo, a lo subyacente, entiende este episodio como la ratificación de que tal viaje, que él anhela con un deseo hirviente, es verdaderamente un cometido que se halla predeterminado en su existencia. Y lo cierto es que el poeta, en camino hacia nuestro país, hace escala en Bayona, lugar en que estaba enterrada Rosemonde Trarieu, supuestamente, la «desconocida» que, desde el mundo de ultratumba, instó a Rilke a visitar Toledo. ¿Es esa la razón con mayor peso para que Rilke se detuviera en esta ciudad francesa? ¿Acaso no cabe pensar, con la misma licitud, que le indujo a detenerse la presencia de dos grecos en el museo de la ciudad? ¿No consideraría Rilke la contemplación de estos cuadros como un proemio a su llegada a Toledo? Creemos, sinceramente, que, más allá de ese sentir providencial, ratificado con experiencias esotéricas, está la conciencia, muy nítida en Rilke, de que este pasaje de su vida, su estancia en Toledo, sería decisivo para acendrar la expresión, el estilo, el tono y el pensamiento que le permitiera alcanzar el culmen de su obra de creación.
Toledo y El Greco ya son algo vital en el alma de Rilke. En la carta ya citada destinada a su editor, llega a declarar: «Quizá exagero, pero me parece como si este viaje hubiera de traer consigo la consecución plena de una forma de expresión que hasta ahora no me ha sido todavía otorgada. El estado de expectación en que me hallo desde la terminación de mi último gran trabajo, también pueda contribuir al intento de aventurarme en esta nueva situación, en que, como presiento, han de confluir las direcciones más diversas de mi labor».
Rilke ante El Greco
El 29 de octubre de 1912, con el bagaje de la observación detenida de los grecos de Múnich, Rilke parte desde allí rumbo a Toledo. Dos días después se detiene en Bayona, parada a la que acabamos de referirnos. Y el día de la Fiesta de Difuntos, Rilke llega a nuestra ciudad y se hospeda en el Hotel Castilla, el mismo en el que se alojaría más tarde el novelista Félix Urabayen. Cierto es que, en Duino, antes del viaje a nuestra tierra, habían salido de la pluma de Rilke las dos primeras piezas de las Elegías , su obra maestra, donde la simbología de los ángeles es elemento nuclear. De hecho, el comienzo de la «Primera Elegía» reza como sigue: «Los ángeles (se dice) no saben a menudo si se mueven/entre los vivos o entre los muertos». La mitología angélica rilkeana, por tanto, es concebida, indudablemente, con anterioridad a su visita a Toledo, pero es igualmente incontrovertible que Toledo y El Greco son dos de sus principales fuentes de inspiración; él mismo, en correspondencia mantenida con la princesa Marie von Thurn und Taxis, el mismo día de la llegada del poeta a nuestra ciudad, se encargaría de disipar toda especulación al respecto: «[En Toledo] está expresado el lenguaje de los ángeles, tal como ellos se las ingenian para convivir entre los hombres». Ese lenguaje, justo es reconocerlo, lo conforma Rilke asumiendo no pocas referencias de otro toledano, Pedro de Ribadeneira, el jesuita asceta del siglo XVI, autor de un florilegio, el Flos Sanctorum , que se encontraba –como señaló Ferreiro Alemparte- entre los libros predilectos del propio Rilke, y al que este se remite en caracterizaciones de Toledo como la que sigue: «Una ciudad del cielo y de la tierra, pues está realmente en ambos; una ciudad que va a través de todo lo existente… que existe en igual medida para los ojos de los muertos, de los vivos y de los ángeles». No obstante, aun asintiendo ante la huella de Ribadeneira, esa proyección dual de la ciudad, entre lo terreno y lo ultraterreno, justo en la intersección en que convergen los sentidos, la razón y el mito, ¿no es el Toledo de las pinturas de El Greco?
Toledo y la obra del Greco es una unión bien forjada en el pensamiento de Rilke. En una carta a Mathilde Voillmoeller-Purrmann, fechada el 14 de octubre de 1912, apenas diez días tras su llegada a Toledo, escribe: «¿Y el Greco, pregunta usted? Si, por de pronto no se hace imprescindible, se está seguro de lo suyo, se halla tan metido dentro de esta naturaleza que casi se le pierde cuando se alisa un punto cualquiera de una piedra…; parece así, se puede jurar, que un Apóstol, una Concepción de María se vetea en sus colores. Pero, naturalmente, no se olvida por un solo momento que estas condiciones fueron capaces de lograr un gran pintor… El singular esbozo tomado de la grandiosa vista de Toledo donde el Greco, en forma directamente óptica, se manifiesta sobre la aparición de las figuras celestes, e incluso como éstas se comportan para nuestros ojos, todo ello ya no tiene nada de sorprendente cuando se ha vivido tan solo tres días en Toledo».
Llegados a este momento, creemos de todo punto plausible la hipótesis de que el poeta siguió la senda del pintor, incluso, en su itinerario vital; incluso, en su búsqueda del absoluto y de lo sublime en la creación, lo que le condujo, como a El Greco, a Venecia, y lo que le llevó, secundando la estela del pintor, a Toledo. Y es aquí donde los dos apátridas, el pintor y el poeta, se encuentran; y es aquí donde Rilke encuentra la expresión adecuada de su pensamiento poético, que no es más que el traslado, del lienzo al verso, de ese lenguaje en que los ángeles son figuras centrales, hasta en aquellas pinturas en que podríamos aventurar que su presencia es accesoria (es el caso de La Asunción , que Rilke apreciaría en el Museo de San Vicente muchísimas veces durante el mes en que residió en Toledo, y que elegiría como última percepción de la ciudad antes de dejarla atrás en su periplo español). Sus palabras, tiempo después, confirman que los ángeles han cobrado, en su recuerdo de este cuadro, como en su propia obra maestra, las Elegías de Duino , un protagonismo casi excluyente: «Un ángel enorme irrumpe oblicuamente en el cuadro, y otros dos ángeles tan solo se elevan. El resto de la escena no podía ser otra cosa que ascensión, subida y nada más. Esto es física del cielo».
Sirvan estas pocas razones para demostrar que Rilke, sin El Greco, no hubiera terminado de madurar como una de las más rotundas, profundas, complejas y hermosas voces líricas del siglo XX. Asimismo, El Greco seguiría siendo hoy un entreacto en la historia del arte, de no ser por la revisión a que fue sometido por personalidades del talento de Rilke. Nuestras palabras son solo una remembranza de camino a dos efemérides: el IV Centenario de la muerte de El Greco y el I Centenario de la estancia de Rainer Maria Rilke en Toledo. Siéntanse interpelados, en la villa y en la corte, quienes tengan responsabilidades y recursos para que estos centenarios sean motivo de iniciativas que nos hagan a todos más cultos, y para que el conocimiento, la emoción y, en suma, la cultura, como valor supremo de la persona, estén al alcance de todos.


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