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Los fogones de Sábato

La muerte de Ernesto Sábato, ocurrida hace ahora tres meses, cuando estaba a punto de cumplir cien años, ha sido realmente una de esas pérdidas que tanto lamentaba Cervantes en el Quijote porque suponen un «trance» fatal que ha de soportar el «hombre con alma». Aludo deliberadamente a la palabra alma porque era una de las referencias del propio Sábato. Usaba el término en el sentido concreto que le daba Schiller, cuando aseguraba el literato alemán que «es el alma quien hace al cuerpo». Entonces, ante la extrañeza, solíamos decirle algunos: Pero Ernesto, si tú procedes del materialismo dialéctico y tus creencias, por tanto, no van por ahí, ¿cómo puede ser esto? Y él, con una parsimonia gaucha que dosificaba estratégicamente los silencios, reponía con sonrisa irónica: «No creas, no creas... eso es muy difícil de responder. Pero yo tengo compañeros de matemática cuántica que son grandes creyentes y eso del alma es para ellos algo muy normal pero muy importe: como un sello o una marca que hace cuerpo».
Así debía creerlo en verdad, y a esto en exclusiva voy a referirme aquí, porque en el cuerpo y en la mente de Sábato se apreciaba esa marca distintiva tanto en su obra literaria, como en su pensamiento filosófico o en sus actuaciones encarando la cotidianidad. La lectura de sus novelas que sólo fueron tres, pero lo suficientemente importantes como para encarnar un estilo– y de sus ensayos –que fueron muchísimos y tantos como requerían las acciones o las contradicciones del hombre– esa huella característica se dilucida en un humanismo a lo Sábato que el escritor condensaba en una expresión muy corta pero muy afortunada y profunda: «hacer del hombre una tarea». Era tan cierta esta impronta que, aquí y allá, parecía una obsesión. Quizás por esto se ha dicho de él que era un pesimista recalcitrante, un hombre agobiado y entristecido por el peso negativo de las conductas humanas.
La primera vez que vino a Valladolid tuvo el maestro una obsesión bien curiosa: se pasaba horas muertas pisando las mismas losas y los mismos claustros del convento de San pablo y del Colegio de San Gregorio que habían desandado el Padre Las Casas y el Padre Francisco de Vitoria
Algo hay de verdad en ello, ya que Sábato no era precisamente un optimista antropológico con castañuelas como otros, pero tampoco el pesimista metódico que doblada las campanas por cualquier causa. Ni mucho menos. Su pesimismo era de orden filosófico, equivalente al de Schopenhauer, que consiste en ver con agudeza el egoísmo humano, analizarlo, y concluir que sólo se cura con un baño de realidad y con una praxis determinada. Y claro, esta clase de pesimismo desembocaba siempre en una inteligencia positiva. Lo explicaré con un hecho que vale por mil consideraciones. Sábato vino muy frecuentemente a Valladolid y tuve el honor de ser su anfitrión y amigo. La primera vez tuvo el maestro una obsesión bien curiosa: se pasaba las horas muertas pisando las mismas losas y los mismos claustros del convento de San Pablo y del Colegio de San Gregorio y que habían desandado el padre Las Casas y el padre Francisco de Vitoria. Y el pesimista, concluyó con razón: «¡Cuánto sufrimiento se hubiera ahorrado la humanidad aplicando sólo un tercio del derecho de gentes que aquí explicaron estos religiosos».
Los últimos años de Ernesto Sábato –se definía como «un simple escritor que ha vivido atormentado por los problemas de su tiempo»– se centraron en eso que todo pesimista con causa quiere mitigar de algún modo: la enfermedad del espíritu. No le importó demasiado la pervivencia de su obra, ni tampoco salir al quite de sus contadas incursiones en el mundo de la política, que fueron varias y no siempre resueltas a gusto del consumidor. Muchos poderosos –yo fui testigo de par de escaramuzas– quisieron llevarle a su propia molienda, pero Sábato, muy correctamente pero con toda claridad, se negó en redondo. Al final le importaron únicamente los fogones. Me refiero con esto a la Fundación Sábato que, al contrario de otros escritores, no se dedica a perpetuar la personalidad de su titular. El argentino concibió su Fundación como un centro donde la infancia más pobre y desamparada, mediante una red de comedores, pudiera llenar, primero, el estómago y, de paso, cultivar alguna parcela del espíritu. Oírle hablar de fogones era realmente emocionante por su ambición desmedida: «si pudiera crear un centenar de fogones podría morirme en paz».
En fin, que es muy cierto lo que decía al principio de este recuerdo póstumo: que Sábato tenía un sello, una marca que identificaba al personaje. Llamarlo alma es lo de menos. Definirlo como pesimista otra cuestión indiferente. Lo auténtico es que se necesitan muchos pesimistas con alma como Sábato para llenar de optimismo una humanidad tan huérfana de recursos materiales y espirituales como la que vivimos en estos momentos. nocer el presente a partir del pasado.
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