teatro
Memorias de Marini
El museo municipal de la Pasión de Valladolid acoge por primera vez en España una gran exposición del reconocido artista italiano
Entre las notas redactadas por Marguerite Yourcenar aparece una especulación tan aguda como estremecedora: «Unos veinticinco ancianos bastarían para establecer contacto entre Adriano y nosotros». Y aunque quizás deba añadirse alguno más, si atendemos al tiempo transcurrido desde el origen de la cita, a esa ínfima cantidad de individuos se reduce el abismo que separa los días vividos por el emperador romano y los nuestros.
Así de efímera es la singladura dispuesta entre los brillos de la civilización romana y su propio olvido. Sin embargo, la sencillez del cálculo elaborado por la autora de las Memorias de Adriano no hace sino explicar vidas y obras como la de Marino Marini, el escultor de la Toscana que mantuvo durante el siglo XX su comunión diaria con la Etruria.
La obra de Marini practica el milagro de la visita (de locos sería no contemplarla mientras permanezca en el Museo de la Pasión esta muestra de su obra) para que adquiramos la vibración fundamental de la Italia caliza y primitiva, la misma que aún brota de las piezas etruscas; muy similar (como no podía ser de otro modo) a la magia luminosa que se extiende por todas las orillas del Mediterráneo: desde la insultante fertilidad oriental a la mueca escondida en los trazos urgentes del Picasso malagueño.
La exposición, representativa, plantea los puntos cardinales del artista enamorado (o cautivo, no hay diferencia) del origen de su cultura; estudioso hasta la erudición de los símbolos como documentos poéticos capaces de explicar el mundo. Por eso Marini no se obsesiona con el objeto sino con la forma de representarlo y añade en cada factura una nueva reflexión vital. No es de extrañar, en este sentido, que el caballo, centro de su ideario fundamental, sea tratado como una divinidad. Sobre sus cuatro patas hincadas en la tierra, como raíces arquitectónicamente perfectas, eleva Marini la contundencia de un torso poderoso, de una civilización altiva, guerrera, sometedora.
Sobre sus lomos, sin embargo, podrá erguirse el caballero o el saltimbanqui, el héroe arrogante que pierde el equilibrio o el prócer sexualmente envanecido. Del ridículo a la tragedia, Marini utilizará la fuerza telúrica del bronce para arrancarle a su textura toda la dramaturgia posible.
Causa especial admiración su capacidad para entender la naturaleza de las formas, de albergar en la aberración del equilibrio y de la proporción la precisa dosis de vitalidad. Sus bronces pierden por completo la noción del tiempo, contemplan al espectador como único ser efímero e indefenso. Y esta memorable habilidad, en sus dibujos lineales, someros, casi accidentales, es aún mayor. El trazo, incapaz de esconderse tras la pesadez de la materia, convierte a sus jinetes en pobres y decadentes caballeros, en la retaguardia de un milagro a punto de finalizar. Y al espectador, condenado a contemplar el fin de los tiempos, en un personaje pueril incapaz de comprender la totalidad de la advertencia contenida en todos sus garabatos.
Cuesta creer que Marini, sin embargo, se alejara de este discurso pesimista y comprometido por el que merodeó a lo largo de toda su vida para centrarse en la identidad de las personas; una feliz contradicción que nos ha proporcionado algunas piezas de excepcional factura como las de Chagall y Marina que pueden contemplarse en esta resumida muestra. La figura humana, la otra gran divinidad de Marini, recibe del artista una atención humanística. Trata el escultor a la mujer como una obra de arte en si misma. Desde las bailarinas, diosas potenciales, en ningún momento obligadas a desafiar el equilibrio, antípodas de las de Degas, tratadas, más bien, como contenedoras de movimiento, a las Gracias que, sin embargo, pueden evolucionar y conectar su creciente descaro con las prostitutas cubistas del Mediodía francés, practica Marini con todas ellas un expresionismo coherente con el siglo y con una actitud vital que lo convirtió en parte de su propio experimento.
No es Marini un artista enfebrecido por el poder de la vanguardia. No es un investigador de tendencias, un buscador de colapsos en la incrédula mirada de sus contemporáneos. Marini se sabe parte del proceso y deja que la cultura de sus ancestros trote por sus percepciones, beba de sus necesidades, se cobije en todos y cada uno de sus gestos. El resultado es, quizás, una de las obras más honestas y contundentes del siglo XX, uno de los discursos más coherentes y humanistas, capaz de conmocionar al futuro con la historia a cuestas.
De su compromiso político, de su afilada crítica al hombre contemporáneo, al jinete tan absurdo y prepotente como frágil, habla cada pieza y cada dibujo. Él, al parecer, lo hizo con veinticinco ancianos todos los días de su vida. He aquí, en esta muestra milagrosa, parte de sus conversaciones y de sus silencios.
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