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ABC Cultural

Jan Karski, testigo de cargo en el infierno

Su amiga Kaya Mirecka Ploss presentó en Madrid «Historia de un estado clandestino», del resistente polaco y avanzado en denunciar el Holocausto

Jan Karski, testigo de cargo en el infierno ERNESTO AGUDO

MANUEL DE LA FUENTE

Octubre de 1942. Un católico polaco, acompañado de dos resistentes, cruza el umbral del gueto de Varsovia. Su nombre de guerra es Jan Karski. Apenas tiene 28 años, pero ya sabe lo que es «conversar» con la Gestapo, ya sabe lo que es escapar de la matanza de sus compatriotas a manos del Ejército Rojo en Katyn. Iba para diplomático pero el terrible siglo XX se cruzó en su camino. Es miembro del Zwiazek Walki Zbrojnej (ZWZ, embrión del Ejército del Interior) el primer núcleo de resistencia en Europa frente a Hitler. Es el enlace entre el grupo, el Gobierno polaco en el exilio y los Aliados. La misión es tan clara como terrible: hacer un informe sobre la situación de los judíos en Polonia. Karski es de los que prefieren conocer los hechos in situ. Por eso ha cruzado la puerta del gueto, por eso, entre ruinas y desolación se cruza con un niño, escuálido, apenas cuatro años, más vivo que muerto. Le mira, sus ojos ni siquiera se quejan. Los compañeros de Karski se lo llevan a rastras, poco se puede hacer. Aquellos ojos se le clavan en la espalda. Karski se vuelve y se le revientan las tripas cuando ve que aquella manita le dice adiós. Nunca lo olvidará, ni en sueños, ni casado, ni cuando durante cuarenta años sea un reputado, sencillo y querido profesor de la Universidad de Georgetown, en Washington.

Jan Karski volvió una segunda vez al gueto. Y se disfrazó de guardia ucraniano para visitar un campo de exterminio. E hizo su informe. Y el informe llegó a su Gobierno. Y llegó a los Estados Unidos y a Inglaterra. Palmaditas en la espalda, el deber cumplido, pero nadie le hizo caso. Uno tras otro, los judíos ardían en una de las peores piras que ha conocido el género humano. Karski también arrastró esa culpa, aunque años después recibiera el reconocimiento de Israel, y el polaco, y fuera nombrado Justo entre las Naciones, uno de esos hombres y mujeres (muchos más de los que se cree, según Karski) que se jugaron su vida por defender la de los judíos. Un año antes de acabar la guerra, en el verano de 1944, Jan escribió «Historia de un estado clandestino», que publica en castellano Acantilado con magnífica traducción de Agustina Luengo, y que ayer se presentó en la Residencia de Estuadiantes. Vendió 400.000 mil ejemplares y hasta se pensó en llevarlo al cine, pero alguien no lo consideró conveniente. Un relato estremecedor de su vida como resistente, de lo que este hombre «vivió, vio y escuchó», un relato que una vez más, como ha sucedido con Vassili Grossman, con Arthur Koestler, con Victor Serge, pone los pelos de punta, y te entran esas bilis de Vallejo, esos «Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma...».

Treinta años de amistad

Es menuda, elegantísima, y fue íntima amiga de Karski durante 34 largos años, especialmente los últimos nueve, entre 1991 y 2000, cuando el viejo resistente murió. Claude Lanzmann, en la película «Shoá», rescató en 1985 al héroe entonces casi olvidado, que fue recibido por sus alumnos puestos en pie con una salva de aplausos cuando se enteraron de que aquel tranquilo profesor con el que se cruzaban por el campus se batió el cobre contra los nazis. Esta polaca que está sentada ante nosotros (la traductora, la compañera de la Embajada polaca, el periodista y el fotógrafo), es Kaya Mirecka Ploss, y recuerda cómo conoció a aquel hombre «muy guapo, elegante, alto», durante una conferencia de su marido, un sovietólogo con el que Karski solía hablar sobre política internacional. El hilo de la memoria de la señora Ploss se tensa: «A Jan, los recuerdos no le dejaban vivir. Siempre se sintió culpable de tres cosas. No haber podido hacer más por los judíos cuando se dio cuenta de que nadie iba a defenderlos mientras durase la guerra; el suicidio de su esposa Pola Nirenska arrojándose desde un undécimo piso, también judía que vio a toda su familia morir en un campo de exterminio; y los ojos y la manita de aquel niño un día de octubre del 42 en el gueto de Varsovia».

Las lágrimas corren por las mejillas de la señora Ploss (y por las nuestras) y callamos, no preguntamos nada, porque ella sigue devanando la madeja de sus desoladores recuerdos y en sus ojos vemos desfilar todo el horror del siglo XX. «Quiso que fundara en Estados Unidos un colegio para niños polacos huérfanos y pobres, pero estudiosos, para que en las calles de América, con sus contrastes, sus razas, sus lenguas, su libertad religiosa, crecieran en la tolerancia».

A principios de verano del 2000, aquellos niños ya estaban de camino. «Se puso muy contento, y fue a rezar a la iglesia fervientemente. Sólo quería una muerte tranquila y que lo enterraran al lado de su esposa y de su hermano, al que rescató de la Polonia comunista, y que murió de pena en el exilio de América». Cuatro días después, el 13 de julio, el héroe moría. «En el depósito, lo vestí elegantemente, como él era. Para que pudiera presentarse ante Dios como un caballero polaco. Le puse entre los dedos mi rosario. Y cogí para mí el suyo. Prefiero pensar en aquellos domingos, en mi descapotable, a toda velocidad, mientras cantábamos viejas canciones polacas de amor. Así lo recordaré siempre». Desde entonces, en el cielo, cogidos de la mano, Jan Karski y aquel niño del gueto de Varsovia bailan una polka por los siglos de los siglos, amén.

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