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Grossman: con novedad en el frente

Se publica «Por una causa justa», primera parte de la colosal «Vida y destino», centrada en los meses anteriores a la batalla de Stalingrado

Grossman: con novedad en el frente ABC

MANUEL DE LA FUENTE

Las purgas de los años 30 se habían llevado por delante a muchos de sus viejos camaradas bolcheviques, aquella aristocracia roja que a Stalin le estorbaba como un palo en la rueda tiránica que había puesto en marcha. Pero Vasili Grossman todavía es un comunista convencido cuando llega al frente como corresponsal de «Estrella Roja» tras la invasión nazi. Sus ojos se convierten en una imparable cámara que registra minuto a minuto los horrores de la carnicería. Acabada la guerra, todo ese ingente material «rodado» sólo necesita pasar por la sala de montaje de su máquina de escribir. La «película» se llamará «Vida y destino», será uno de los más desoladores y crudos testimonios contra dos de las peores plagas del siglo XX, el fascismo y el estalinismo, le será confiscada por la KGB y no podrá verla editada en vida.

Pero ese documental tenía una primera parte que Grossman sí pudo publicar, en 1952, «Por una causa justa» (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), que es un filme realista, casi expresionista (a Gorki le habría parecido demasiado «naturalista»), que cuenta hasta la extenuación la epopeya de la resistencia rusa y nos deja, malheridos y desvencijados, en las terribles escaramuzas con las que empieza la batalla de Stalingrado.

Muchos de los personajes volverán en «Vida y destino», entre ellos el científico Shtrum, trasunto del propio Grossman y la heroica doctora Sofía Levinson, pero el comisario Krímov es aquí el eje principal de la novela. A sus órdenes recorremos el frente, siempre con el puño en alto. La contienda se ofrece desde todos los ángulos: obreros, campesinos, milicianos, ingenieros, enfermeras, pilotos, los refugios antiáereos, las minas, las fábricas que elaboran el líquido para los molotov, bolcheviques de nuevo y de viejo cuño, soldados y oficiales alemanes y hasta un compatriota nuestro en una brevísima pero militante escena: «Cuando llegó el turno del español, se aclaró la garganta, se puso en posición de firmes, y arrancó a cantar La Internacional».

«No se puede entender Rusia con la mente», escribió el poeta Afanasi Fet, y al hilo de estas palabras que surgen como un escalofrío en una de las páginas del libro, es difícil comprender cómo aquella resistencia, a menudo suicida, pudo ser posible.

No hay dudas en Grossman, y menos en Krímov: «Pocas veces había percibido con tanta claridad como durante aquellos meses la esencia de la unidad soviética». No hay dudas sobre la esencia del enemigo: «El fascismo pretendía subyugar la razón, el alma, el trabajo, la voluntad y los actos del hombre infundiéndole la cruel docilidad de un esclavo». Krímov y todos los personajes que circulan a su alrededor son el nuevo hombre soviético: «Así marchaban las personas educadas en la los valores de la Revolución junto con su comisario, sobreponiéndose al dolor, al hambre y al peligro de muerte».

La guerra es la guerra

Grossman no elude el ingente caudal ideológico de lo que escribe, y no le teme a llegar al panfleto. La guerra es la guerra: «En mitad del dolor, de la nieve, en la oscuridad de las trincheras, la fraternidad de los trabajadores soviéticos seguía viva». El comisario recorre los campos malheridos en compañía de un puñado de hombres que peregrinan bajo las bombas alemanas, henchido el corazón tolstoiano, como las tribus de Israel en pos de la tierra prometida. Sin embargo, su descomunal aliento lírico, narrativo y poético eleva este vademécum prosoviético a la categoría de tragedia griega, de drama shakespeariano, en párrafos escritos a quemarropa que entre la barbarie sobrecogen el ánimo: «Parecía que los prados, los robledales, los pinares, los trigales, los altos álamos, la casas encaladas que a la luz del crepúsculo semejaban rostros de una palidez mortecina, y todas las cosas de la tierra y del cielo rezumaban tristeza y desasosiego».

Grossman da voz (y alma, corazón y vida) a los soldados desconocidos, escribe en el nombre de aquellos que yacen por los siglos de los siglos en la tierra. Hoy, en el mausoleo de Stalingrado, la efigie de un soldado alemán se pregunta: «Nos están atacando de nuevo. ¿Pero pueden ser mortales?» No lejos, le contesta un soviético: «Sí, somos mortales, y pocos sobrevivimos, pero todos cumplimos con nuestro deber ante la Santa Madre Rusia». Son palabras de una de las primeras crónicas de Grossman. Pero los guías del mausoleo obvian la autoría del escritor en las visitas. Fue su vida, fue su destino. «Para millones de almas, el fuego de Stalingrado era el de Prometeo», escribe. En aquel infierno, Valeri Grossman hizo de un puñado de obreros y campesinos una raza de semidioses.

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