Madrid tiene otra vez río
ABC comprueba desde el aire, seis años después, la transformación del Manzanares

Mes de junio de 2006: desde el piso 17 de un enorme bloque de viviendas junto al madrileño puente de Praga, varios eurodiputados, sofocados por un sol inclemente, contemplan un escenario apocalíptico: las obras de soterramiento de la M-30. «Where is the river?», se preguntaban. Cinco años después, el paisaje desde ese mismo punto es muy diferente: pistas de pádel y tenis, zonas ajardinadas, playas urbanas y, al otro lado del río —que ahora sí se ve—, un campo de fútbol y zona de patinaje y skate. Y así, a lo largo de más de seis kilómetros de la ribera del Manzanares, el río maldito de Madrid que una operación urbanística ha convertido en el nuevo centro de la capital.
El proyecto de metamorfosis del Manzanares comenzó en 2003, cuando Alberto Ruiz-Gallardón llegó a la Alcaldía de Madrid con una idea «descabellada» en su programa de gobierno: enterrar la M-30 a lo largo de más de seis kilómetros. Unas obras que duraron más de tres años, pusieron patas arriba la ciudad y desquiciaron, en todos los sentidos, a los vecinos afectados. Fueron meses infernales, en los que el cauce del río se desvió varias veces y los coches llegaron a circular sobre él.
Pero una vez finalizados los trabajos, en el año 2007, sobre la superficie ganada a los coches empezó a fraguarse una iniciativa que ahora llega a su final, y que sin ninguna duda ha cambiado la ciudad. Las márgenes del Manzanares, ese «aprendiz de río» del que hasta los literatos del siglo de oro se reían, son ahora paseos para uso y disfrute de los ciudadanos. Ni uno solo de los metros cuadrados recuperados al enterrar la M-30 se ha destinado a construir viviendas para financiar la operación: todo es ahora parque, paseo, carril-bici, área infantil o pista deportiva. Tiene playa urbana de césped, hamacas para tomar el sol, y ha dejado de ser la frontera infranqueable que partía la ciudad en dos.
A vista de pájaro
Desde el aire, el río y sus márgenes son una mancha verde y ocre —por el granito desmenuzado de muchos de sus caminos— que serpentea junto a la Casa de Campo, adentrándose en la ciudad como un brazo que llega hasta Legazpi. La franja de asfalto de la M-30, en ambos sentidos, desaparece como un Guadiana al llegar a la avenida del Manzanares por el norte, surgiendo de nuevo más de seis kilómetros aguas abajo, pasado el puente de la Princesa, salvo el paréntesis —temporal— forzado por el Estadio Vicente Calderón, cuyo traslado está previsto para un futuro próximo.
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